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Mis (des)encuentros con Luis CULTURA|OPINIÓN

Mis (des)encuentros con Luis

La fama no lo había cooptado para la genuflexión ante eso que algunos clubistas del sistema llaman “el orden establecido” ni menos para la molicie. En sus regulares columnas en Le Monde Diplomatique entregaba sus opiniones políticas sin sordina ni elipsis relativistas. (Opiniones si no coincidentes, muy cercanas a las mías). Es posible que mi sentido de colegialidad sea pasado de moda, pero me parecía que, al margen de toda literatura, con Luis nos unían demasiadas causas comunes como para mantener una distancia nacida de un error de lesa comprensión. Como la vida tiene más vueltas que una oreja (lo decía un colega soviético de José Miguel Varas), yo tenía la certeza que alguna vez me volvería a topar con Luis. Y quizá sería esa la ocasión para desfacer el lejano entuerto. La muerte decidió otra cosa.


Lo llamaré Luis nomás, no Lucho y mucho menos Luchito para evitar la insinuación de una cercanía compinche, que en este caso sería simplemente una desmesura. Tampoco pretenden ser estas, líneas obituarias, sino simplemente la evocación pertinaz de un hecho menor que por esos dislates descontrolados de la memoria me persigue desde el día en que nos llegó de Oviedo la noticia de su partida. (La otra palabra me sigue pareciendo demasiado definitiva).

Mi primer encuentro con él (apenas fueron dos) ocurrió allá en el siempre lloviznoso Hamburgo en lejanos tiempos exiliares cuando ambos  éramos –en el decir de García Márquez– jóvenes e indocumentados. Es casi seguro que tuvo lugar en algún boliche vecino al mítico centro social Rote Flora en el barrio Schanzen, y el motivo solo puede haber sido la casualidad. Algo que en aquellos días de plomo se daba con mucha frecuencia gracias al permanente movimiento de solidaridad europeo con la resistencia chilena en contra de la dictadura (¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquellos?… ¡Si cuando me acuerdo me pongo a llorar!). Nicaragua se había liberado hacía poco de la dinastía somocista.

En aquella tarde Luis, ya entonces con un currículum nimbado de hechos, se refirió con rotunda pasión y mucho detalle a algunos episodios de aquella epopeya. Después me enteré que había servido en la brigada internacionalista Simón Bolívar. Expresó su afecto por varios comandantes históricos del sandinismo, los que había conocido en vivo y en directo, destacando entre ellos a Edén Pastora, el legendario Comandante Cero.

Al escucharlo, de inmediato saltaba al oído uno de los atributos de la personalidad de Luis que yo considero esenciales, su envidiable capacidad para hacer amigos y, sobre todo, de mantenerlos y protegerlos. Tal vez la amistosa relación que lo unió a Julio Cortázar y Ernesto Cardenal proviene de aquellos sus días pinoleros. Su ángel de cronista oral lo ponía a salvo de cualquier atisbo de incredulidad en quienes lo oíamos. Pocas veces sucede, como en este caso, que el tono de lo narrado mantiene armónica concordancia con el registro vocal y la pinta del narrador. Creo que la vehemencia baritonal era el sello de agua con que Luis refrendaba sus pareceres. Se sobreentiende que en aquel primer encuentro con Luis también se habló de libros, teatro, cine y autores. Cayeron nombres a la mesa que yo, a pesar mío, habría de recordar.

Aquel primer encuentro transcurrió de manera gratamente recordable. Con Luis intercambiamos teléfonos, direcciones y las canónicas frases de despedida entre gente que se cayeron bien y esperan verse otra vez. Habrían de transcurrir muchos años antes de nuestro siguiente encuentro. Un tiempo que Luis invirtió en los viajes asombrosos y aventuras rocambolescas que eran piedra y argamasa de su escritura incansable.

Mi segundo encuentro con él se dio varios años después en Colonia y fue más bien un desencuentro. (Por desgracia, sus efectos impensados se extendieron por una perennidad que nunca imaginé). Luis y yo habíamos sido invitados a ofrecer una lectura en la biblioteca municipal de Colonia. No hacía mucho que El viejo que leía novelas de amor había comenzado su prodigioso vuelo a las estrellas, a ocupar su puesto en el cenit de los bestsellers latinoamericanos, lugar en el que sigue clavado hasta el día de hoy. La sala, por tanto, estaba repleta de lectores curiosos por conocer y oír al paridor de la portentosa historia en el país de los shuar.

Como era su estilo coloquial, Luis no se limitó a hablar solo de literatura. En un solo aliento fue hilvanando sus grandes temas de combustión continua: los derechos humanos (en especial de los pueblos originarios y los desposeídos), la lucha por la conservación del planeta, la bronca parida que le producía el racismo y la xenofobia. Luis expresaba sin arrequives ni a media lengua sus posiciones políticas, a menudo hasta con rudeza. Especialmente cuando se trataba de darle barraca (aunque nomás fuera verbal) a la dictadura chilena, un perpetuum mobile que nos seguía jodiendo la vida, aún después de su graciosa retirada, en gloria y majestad, a sus cuarteles, gerencias y encomiendas

Aquel día terminó en el bar del Königshof, el hotel donde nos alojábamos. Esa última partida la compartían además Walter Lingán, escritor peruano residente en Colonia (que se gana la vida como médico radiólogo) y Leo Martínez, a la sazón productor de la Deutsche Welle.

Habría sido aquella una jornada de cordial intrascendencia, si yo no hubiera abierto la boca para pronunciar lo que debía ser un elogio y terminó siendo un motivo más de mi abundosa mala conciencia. Walter, Leo y yo habíamos leído, claro está, el opus magnum de Luis, pero mediaba la penúltima copa y aún ninguno de los tres había hecho mención a su novela. Me pareció una desatención hacia Luis que yo quise reparar. A fin de cuentas, estábamos con uno de los nuestros que, dicho en la jerga futbolística, la estaba rompiendo… ¡Y de qué manera!…

Me recordé entonces que aquella tarde en Hamburgo Luis había expresado su admiración por Hemingway, al que junto a Coloane, los consideraba maestros del relato breve. (Luis gustaba de recordar que el viejo Ernest, como él lo llamaba, no movía el culo de la silla sin antes haber escrito un mínimo de novecientas palabras diarias). Y se me ocurrió decirle a Luis fue que su viejo que leía novelas de amor me había recordado El Viejo y el Mar. Ahora tiene poco sentido agregar que lo dije como elogio y a lo mejor habría sido aceptado como tal, si Leo no hubiera agregado sin dolo un comentario de intención jocosa que resultó ser el famoso pelo que arruinó la sopa y la tarde. “¡Te están acusando de plagio!”, le dijo risueño a Luis. La frase resonó como un trombonazo intestinal. “¡Bah!… ¿Otro más?”, repuso Luis con fastidio evidente, y agregó una chilenada que Walter acotó con una risita polisémica.

Vacilante, yo me apresuré a explicar lo que había sido mal entendido como una impertinencia o, peor aún, como simple mala leche del resentido. Verdad es que a mí me parecía ver una consanguineidad entre Antonio José Bolívar Proaño y el viejo Santiago, pero ese parentesco distaba años luces de ser un plagio. Dije que no existía la literatura partenogenética. Y comencé a balbucear un par de lugares comunes sobre la inevitable influencia de nuestras lecturas en la propia escritura; que hasta el propio Neruda se había emprestado el poema 30 de Rabindranath Tagore para componer el 17 de sus veinte sonetos; y García Márquez reconocía que su peste del olvido que asoló Macondo la había tomado de una leyenda jasídica; etc. Todos sabemos que la lista de tales ejemplos es larguísima. Sin embargo, ocurrió lo de siempre en tales casos: mientras más me esforzaba por sacar la pata, más adentro la metía. Después de penosos tres minutos, Luis y los demás optaron por cambiar de tema

Eso fue todo. Aquel segundo y último encuentro concluyó sin pena ni gloria.

Se trató, repito,  de un suceso muy menor, con seguridad banal, pero que nunca logré olvidar del todo. Se me antojaba que el asunto había quedado inconcluso y merecía una aclaración de mi parte que me pusiera a salvo de la fea sospecha de algo así como una envidia impropia. O una malquerencia parecida. Lo que fuera, el recuerdo de aquel torpe desencuentro me producía una sensación de disgusto conmigo mismo difícil de definir. Cada vez que leía o escuchaba una noticia que aludía a Luis, yo volvía a memorar ese episodio con disgusto. Luis no era solo un autor de fuste y rango en las letras hispanoamericanas, sino además (al contrario de algunos otros) permanecía crítica y apasionadamente fiel a las causas de la dignidad humana en todas sus dimensiones. 

La fama no lo había cooptado para la genuflexión ante eso que algunos clubistas del sistema llaman “el orden establecido” ni menos para la molicie. En sus regulares columnas en Le Monde Diplomatique entregaba sus opiniones políticas sin sordina ni elipsis relativistas. (Opiniones si no coincidentes, muy cercanas a las mías). Es posible que mi sentido de colegialidad sea pasado de moda, pero me parecía que, al margen de toda literatura, con Luis nos unían demasiadas causas comunes como para mantener una distancia nacida de un error de lesa comprensión. Como la vida tiene más vueltas que una oreja (lo decía un colega soviético de José Miguel Varas), yo tenía la certeza que alguna vez me volvería a topar con Luis. Y quizá sería esa la ocasión para desfacer el lejano entuerto.

La muerte decidió otra cosa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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