Como solución estructural, nuestra sociedad debería acordar un mínimo de ingreso familiar que acompañase toda la vida a sus miembros, desde su nacimiento a su muerte, a sostenerse con eventuales transferencias mensuales y sin condiciones, colocando incentivos para que, a mayores esfuerzos, los ingresos familiares obtenidos fuesen también mayores bajo la forma de un impuesto negativo al ingreso. Lo anterior requeriría centrar todo el esfuerzo fiscal social en las transferencias y terminar definitivamente con programas que hasta hoy no llegan donde deben llegar y que tienen costos asociados de administración que los ahogan.
La inoperancia de nuestro sistema político para acordar, sin amenazas de especie alguna y bajo discusiones racionales y sensatas, sobre políticas de desarrollo de largo plazo en el país, puede agobiar, pero no nos debe agotar. La pandemia política que hoy nos abruma es ciertamente mucho más dañina que la sanitaria. De ahí la urgencia de terminar este estado de progresiva autodestrucción que a nada bueno conduce. El haber rechazado el retiro del 10% de los fondos previsionales, junto a implementar un ingreso mínimo familiar, habría contribuido a resolver la caída temporal en los ingresos sin destruir, asimismo, las bases de una previsión que igualmente requiere fortalecerse.
Pero veamos también las luces. Pocas veces en la historia económica del país se habían alineado los astros como en la actualidad, todos movimientos exógenos a este pero igualmente valiosos:
En definitiva, estamos frente a un país y sus ciudadanos que pueden acceder de manera no exclusiva ni excluyente a capital y tecnologías de punta, con costos de energía a la baja y perspectivas positivas para el cobre, un insumo básico en este proceso por el que el mundo ya transita y central, hasta ahora, aquí.
¿Y estas prometedoras condiciones las vamos a desaprovechar como país? Sería imperdonable.
En lo inmediato, la crisis actual exige sostener un cierto ingreso familiar mínimo para abordarla, que debería ser provisto directamente por el Estado vía transferencias mensuales directas a las cuentas RUT de los beneficiados, bajo el principio que un hogar medio de tres miembros tuviese ingresos monetarios sobre $ 600.000 al mes entre sus ingresos autónomos y el complemento del Estado, de manera escalonada. La subdeclaración de ingresos autónomos acarrearía la suspensión de este complemento; la formalización de la economía que implicaría su implementación la terminarían fortaleciendo. ¿Su costo anual en régimen? US$ 12.000 millones.
Para ingresos mayores, créditos con pagos condicionados en los ingresos futuros constituirían una buena solución. La controvertida respuesta a los menores ingresos temporales producto de la crisis en curso, usando los ahorros previsionales, no puede ser más inconsistente con la situación objetiva de bajos ahorros individuales acumulados y crecientes expectativas de vida. El ingreso familiar mínimo, vigente también en la vejez, estaría llamado a suplir el rol de la pensión básica solidaria y sería parte integral de un sistema de capitalización individual.
En un plazo mayor, y como solución estructural, nuestra sociedad debería acordar un mínimo de ingreso familiar que acompañase toda la vida a sus miembros, desde su nacimiento a su muerte, a sostenerse con eventuales transferencias mensuales y sin condiciones, colocando incentivos para que, a mayores esfuerzos, los ingresos familiares obtenidos fuesen también mayores bajo la forma de un impuesto negativo al ingreso.
Lo anterior requeriría centrar todo el esfuerzo fiscal social en las transferencias y terminar definitivamente con programas que hasta hoy no llegan donde deben llegar y que tienen costos asociados de administración que los ahogan. La seriedad y sustentabilidad fiscal de este compromiso como sociedad deberían estar respaldadas por al menos 2/3 de sus representantes.
Desde el punto de vista fiscal, no necesariamente crecería su peso absoluto, pero sí se aseguraría que mes a mes existiese un complemento incondicional de ingreso que a sus beneficiarios les permitiría volar, por cuanto si se cayesen, ese mínimo ahí estaría porque la sociedad así lo habría acordado y respetado. Y desde el punto de vista de quienes sostendrían en mayor medida los impuestos, se facilitaría su recolección al ver que un peso de impuesto se verificaría en la cercanía de un peso de transferencia.
Sería un Estado reorganizado, al igual que todos sus ciudadanos y su sector productivo. Estamos hablando de un Estado que debería servir a la gente, no un botín desde el cual se la intentaría controlar. Estamos hablando de exigir mercados competitivos en todos los sectores. Estamos hablando de un Estado donde sus reglas se respetarían y se harían respetar. Estamos hablando de un Chile orgulloso que enfrentaría con seriedad, realismo y sentido común la pandemia en todas sus formas. Estamos hablando de un Chile que volvería a crecer.