Las ollas comunes, solidarias o comunitarias, poseen en Chile una larga historia y jamás han cesado de existir, ni durante la democracia ni hoy. Comedores populares, pequeñas capillas abiertas diaria o semanalmente para dar de comer a niños, ancianos y familias; casi que forman parte del paisaje latinoamericano. Con sus más y sus menos. El hambre y la necesidad, despierta y activa una capacidad de organización y cooperación extraordinaria. Lo humano aparece en la empatía y compasión común, en el dolor-con y el deseo de apoyar, servir y ayudar. Las redes se multiplican y, entre sonrisas y lágrimas, los empobrecidos salen adelante, dando cátedra de lo que significa ser comunidad.
En nuestra América Latina gozamos de una feliz tradición teológica, aquella que se tejió entre los pobres, desde los empobrecidos y a partir de la convicción política y espiritual de que las transformaciones sociales, en vista de la justicia, la paz y la vida digna, son necesarias.
La injusticia es como un cuchillo entrando lentamente en el costado de Cristo. Así lo ha entendido la Teología de la Liberación. Esta intuición no solo se ha forjado con un contundente y macizo aparato intelectual y teórico sino sobre todo con y a partir de las experiencias de quienes han padecido las referidas injusticias. Entre quienes han colaborado, hasta nuestros días, para alimentar esta “visión práctica y evangélica” del mundo, se encuentra el jesuita y teólogo español-salvadoreño Jon Sobrino, quien ha sobrevivido a amenazas y persecuciones, además de padecer el asesinato de varios de sus amigos y compañeros de camino, como Ignacio Ellacuría e Ignacio Martín-Baró.
En esta columna, habiendo recordado a Ignacio de Loyola el 31 de julio, queremos rendirle un homenaje a Sobrino y, a partir de algunas de sus claves teológicas, comprender qué es lo que se teje –comparte y resiste– en el quehacer de los empobrecidos en el Chile de hoy.
Las ollas comunes, solidarias o comunitarias, poseen en Chile una larga historia y jamás han cesado de existir, ni durante la democracia ni hoy. Comedores populares, pequeñas capillas abiertas diaria o semanalmente para dar de comer a niños, ancianos y familias; casi que forman parte del paisaje latinoamericano. Con sus más y sus menos. En algunos países, entre ellos los más pobres de Nuestra América, sobreviven gracias a la mesa compartida, a la olla convocada y a las manos voluntarias de quienes dan los alimentos y de quienes los preparan. Estas prácticas de solidaridad entre los empobrecidos se dan en las grandes ciudades y también en las pequeñas localidades rurales.
El hambre y la necesidad despiertan y activan una capacidad de organización y cooperación extraordinaria. Lo humano aparece en la empatía y compasión común, en el dolor-con y el deseo de apoyar, servir y ayudar. Las redes se multiplican y, entre sonrisas y lágrimas, los empobrecidos salen adelante, dando cátedra de lo que significa ser comunidad.
Jon Sobrino, como teólogo de la liberación, sabe de lo que habla cuando se refiere a los “crucificados de la historia”, sabe de qué se trata afirmar que “Dios sufre con los pobres y alimenta sus esperanzas”. Sin embargo, sabe también que él mismo no vive sin la seguridad del mañana. Sabe que hablar de los sufrientes se hace con respeto y con la humildad necesaria para no decir nada “en el lugar de”, sino más bien como aprendiz y como discípulo de Jesús y de los pobres. Un pie en las Escrituras y un pie en el barro, decía monseñor Angelelli, mártir argentino. No tanto cielo y más suelo, dicen los amigos y amigas en los seminarios de formación teológica. ¿Cómo hacer teología desde el suelo? ¿Cómo comprender los “signos de los tiempos” y saber interpretarlos desde una olla común? En eso ha consistido el pensamiento de Jon Sobrino.
Hemos visto cómo las comunas más pobres han sido las más castigadas con la pandemia del COVID-19. No solo castigadas por la falta de trabajo y necesidades básicas de sobrevivencia, sino también, y lo que duele más profundamente –enterrando la llaga en el costado de Cristo–, con la cantidad de muertes. Son los pobres quienes mueren más. ¡Qué dramática realidad! Pero pareciera que ese escándalo que clama al Cielo solo duele temporalmente, sin llegar a remecer las estructuras ideológicas que nos han llevado a padecer semejante atrocidad.
La tradición cristiana, releída desde las laderas del sur, sabe bien que la muerte de Jesús fue un asesinato sangriento y, al decir de Sobrino, que “sus días acabaron como víctima y su resurrección no consistió en devolver la vida a un cadáver, sino en hacer justicia a una víctima”. La esperanza cristiana va de la mano de la justicia a las víctimas de la historia. La fabulosa expresión del teólogo salvadoreño que reza “bajar de la cruz a los pueblos crucificados”, expresa con toda la fuerza lo que significa luchar por la justicia y entender esta lucha desde la fe en Jesús. “Con audacia y a tientas”, confiesa Sobrino, intentamos decir algo de la esperanza de las víctimas.
La resurrección de Jesús ha introducido en la historia una esperanza concreta para las víctimas, ya sea como conciencia colectiva, dentro del imaginario cultural o como adhesión de fe. Con Sobrino entendemos por víctimas a “las grandes masas de pobres y oprimidos, a las que se les da muerte lentamente, como a los que son asesinados por denunciar la injusticia y buscar activamente la justicia”. Imposible no pensar en las víctimas que perdieron sus ojos o padecen el encierro en prisión luego del 18 de octubre. ¿De qué esperanza hablamos? ¿Cómo comprender la lucha por la vida cuando nos rondan y estamos insertos en estructuras de muerte?
Para Sobrino, hay una dimensión impenetrable en la esperanza de los pueblos crucificados. No es posible tematizarla ni acceder a ella sin ser pobre o víctima. Y no se trata de una esperanza futura, solamente, sino en la certeza de una justicia posible en el ahora. Vivir con esa esperanza permite mantener la lucha y la solidaridad latentes. Esta esperanza de las víctimas permitiría vivir “como resucitados” y resucitantes. Sobrino se apoya en palabras del gran profeta y obispo brasilero Pedro Casaldáliga: “Porque resucitaré debo ir resucitado y provocando resurrección… a cada acto de fe en la resurrección debo responder con un acto de justicia, de servicio, de solidaridad, de amor”.
La vida y obra de Jon Sobrino está empapada de su experiencia con Óscar Romero, obispo de San Salvador, brutalmente asesinado mientras celebraba la Cena de Jesús un 24 de marzo de 1980. Romero se transformó rápidamente en un ícono de la esperanza y la justicia para las víctimas y en un veraz testimonio de una vida cristiana al servicio de los empobrecidos. Romero, por su praxis, vida y voz, actualiza la esperanza cristiana. En Romero los pobres de El Salvador y América Latina vuelven a alimentar la esperanza de ser bajados –por Dios– de las cruces de la historia.
Esta aseveración es crucial para comprender cómo la esperanza se va actualizando a partir de personas con rostro, nombre e historia. Si “con monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”, como magníficamente dijo Ellacuría, habría que ver de qué forma Dios ha ido pasando por Chile y de qué manera se sigue sentando a la mesa de los pobres y compartiendo en ollas comunitarias. Aquí hay una tarea que no solo le pertenece a la Iglesia o a los cristianos y las cristianas, pues la justicia y la esperanza no son monopolio de la fe. La esperanza se nos aparece en los rostros concretos de otros y otras, de quienes son capaces de superar el paradigma antiético del neoliberalismo para ir al encuentro del sufriente.
Es tarea incansable del quehacer político y social alimentar la esperanza, aquella desde las víctimas que clama por libertad y justicia. Aquella que permite seguir con vida. Para Sobrino, esta particular y parcial esperanza es posible también para los no-pobres, para las no-víctimas, pero bajo dos condiciones: primero, la de participar de alguna manera en la realidad de las víctimas, “de modo que la muerte sea, en algún sentido, como la de Jesús”. Esto equivale a gastar la vida para que el otro o la otra obtenga una mejor vida. Vivir en pos de aquel que padece las injusticias. Y segundo, una condición más bien subjetiva o personal: es necesario hacerse la pregunta crucial “¿cómo superar el escándalo de la muerte que parece poner fin a toda esperanza?”. Se trata de asumir esta pregunta como vehículo de nuestras opciones y compromisos. La esperanza cristiana lo demanda.
En palabras del teólogo salvadoreño, “la resurrección de un crucificado nos debe plantear la interrogante de nuestra propia muerte futura, pero también el cómo habérnoslas ya en el presente con la muerte y vida de los otros”. ¿Qué hacemos nosotros para que las víctimas tengan esperanza?, debe constituirse en una interrogante mayor.
Si las ollas comunes son alimento de esperanza, se constituyen en albergue de cansados y hambrientos; si a pulso se levanta organización y apoyo entre los pobres, entonces habría que aprender de ellos como una escuela de amor y superación, de lucha contra la injusticia y denuncia en un mundo donde unos pocos rellenan sin pudor sus despensas e incluso desperdician el alimento.
El pensamiento de Jon Sobrino nos vincula con lo más profundo de la mística cristiana, releída desde los pobres del Sur Global. Aquí la espiritualidad es política y la política es vivenciada como una opción fruto del amor evangélico. De ahí que sea posible decir que sentarse a la mesa de los pobres y compartir el pan sea una acción del orden de lo espiritual; y luchar por leyes justas y doblegar el brazo de quienes perpetúan estructuras de injusticia sea un compromiso militante enraizado en el seguimiento de Jesús. Según Sobrino, “el Dios bíblico se da a conocer como el Dios de los pobres y oprimidos (aunque sea más que eso) y, como no tenemos otra forma de conocerlo sino como Él mismo se dio a conocer, no podemos prescindir de su parcialidad ni para hablarle (experiencia) ni para hablar de Él (teoría)”. Dicho así, acercarnos a los empobrecidos y a los pueblos crucificados es acercarse al Dios de los pobres, al Dios que sigue alimentando la esperanza.
En nuestra sociedad chilena, muchas veces cargada de clasismos y denostaciones socioeconómicas, nos viene bien refrescar nuestras opciones y compromisos. Nos viene bien seguir pensando la esperanza y la justicia y no tanto seguir alimentando discusiones superficiales y soluciones momentáneas.
Los pueblos crucificados nos enrostran, todos los días, el fracaso de ciertos modos de habitar que hemos generado y la configuración de estructuras de muerte –ecológicas, sociales, económicas, culturales– que esperamos podamos seguir luchando por revertir. No nos cabe duda que la construcción colectiva de una nueva Carta Constitucional para Chile puede ayudar en el camino a bajar de la cruz a las víctimas, a las víctimas indefensas de la pandemia, los empobrecidos de nuestro pueblo y la tierra que clama por un cuidado necesario.