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Humanizar el duelo: una carta abierta al ministro Paris Opinión

Humanizar el duelo: una carta abierta al ministro Paris

La práctica sanitaria actual de ataúdes clausurados exige un esfuerzo adicional al familiar que vive el duelo, un sacrificio que a estas alturas de la pandemia nos parece innecesario y contraproducente. En vida, las visitas al hospital están limitadas severamente. Una vez producido el fallecimiento, uno o dos familiares son autorizados para acompañar el cuerpo unos momentos, lo que es muy bueno. Pero para muchos familiares que no pudieron tener contacto con el fallecido en sus últimos días de vida, resulta potencialmente dañino no poder verlo en su funeral. Algunos de ellos, incluso, pueden sentir dudas si acaso el cuerpo en esa caja sellada es efectivamente su fallecido, lo que puede ser humanamente comprensible.


Estimado Dr. Enrique Paris:

Un grupo de médicos y psicólogas vemos con preocupación el procedimiento que se ha establecido, de manera forzada, a la sepultación de miles de pacientes fallecidos a causa del coronavirus. Creemos que la entrega de los restos a sus familiares en un ataúd cerrado, sin la posibilidad de despedirlo viendo su rostro, como ha sido la costumbre mayoritaria en nuestra cultura funeraria, puede afectar su salud mental y dejar secuelas dolorosas. Por este motivo, le solicitamos encarecidamente revisar el tema orientando a que la entrega de los fallecidos sea en ataúd sellado y con la posibilidad de que sus familiares y amigos puedan despedirlo mirando su rostro, si lo desean, protegidos debidamente por un vidrio.

La práctica sanitaria actual de ataúdes clausurados exige un esfuerzo adicional al familiar que vive el duelo, un sacrificio que a estas alturas de la pandemia nos parece innecesario y contraproducente. En vida, las visitas al hospital están limitadas severamente. Una vez producido el fallecimiento, uno o dos familiares son autorizados para acompañar el cuerpo unos momentos, lo que es muy bueno. Pero para muchos familiares que no pudieron tener contacto con el fallecido en sus últimos días de vida, resulta potencialmente dañino no poder verlo en su funeral. Algunos de ellos, incluso, pueden sentir dudas si acaso el cuerpo en esa caja sellada es efectivamente su fallecido, lo que puede ser humanamente comprensible.

[cita tipo=»destaque»]Señor ministro, queremos terminar con la siguiente imagen: hace años Leonardo, un estudiante de teología brasileño en un pueblo invernal de Alemania, describía su emoción al recibir una carta de su familia desde su lejano Brasil. Su hermana le comunicaba el brusco fallecimiento del padre mientras fumaba un cigarrillo en su sillón preferido, después de la cena familiar. El sobre, además de la carta, contenía una colilla de cigarro usada. Al tomarla, Leonardo se emocionó y participó de la escena familiar pese a la distancia y las semanas transcurridas. Pudo llorar y sentir que acompañaba a su familia en el momento de la muerte de su entrañable padre (L. Boff, 1991).[/cita]

Lo que venimos a pedirle es sencillo de implementar y pensamos que no tendría un costo adicional. En Chile, desde hace muchos años -por norma- el ataúd es hermético, lo que cumple con la exigencia sanitaria actual impidiendo el contacto físico, y tradicionalmente ha tenido un lado transparente, lo que permite también una despedida humanizada valiosa para los deudos, según su sensibilidad y cultura familiar.

La posibilidad de esta comunicación con su ser querido, a través de la vista, es valiosa para muchos familiares, pues el proceso de duelo necesita momentos sensoriales, de cercanía. Es compresible que muchas personas puedan resistirse, en un primer momento, a aceptar la realidad de la muerte de un familiar querido. Luego de esta actitud inicial a no admitir la muerte, se suceden momentos como el hablar, el mirar, buscando un contacto mudo con la persona que nos resistimos a perder. Gradualmente podrá aceptarse la realidad, con la aflicción consiguiente.

En el proceso de despedida se necesitan gestos, como el rito del funeral. Pero asistir al rito funerario ante una caja con un cuerpo invisible, puede resultar duro y hasta traumático para muchas personas. Así, la despedida solo podrá hacerse a través del pensamiento y la imaginación, además de la confianza en el relato de los pocos que pudieron verlo en la enfermedad y la muerte.

La justificación de las severas restricciones es el riesgo de contagio por la cercanía física de los asistentes al funeral, no obstante hay normas que fijan un bajo número de asistentes y condiciones del lugar, que aseguren la distancia física entre los asistentes.

Estimado ministro Paris, la paradoja de esta situación es que las normas forzadas descritas no son concordantes con las flexibles y humanizadoras normas para la sepultación establecidas inicialmente tanto por el Ministerio de Salud Minsal como por las instituciones internacionales, la Organización Panamericana de la Salud y la Organización Mundial de la Salud (OMS). En ningún momento estas últimas imponen un ataúd clausurado ni impiden el contacto visual con el cuerpo.

Sucede, señor ministro, que las autoridades locales en los territorios han establecido exigencias que sobrepasan las normas del Minsal. Los directores de hospital y algunas Seremis han dictado normas estrictas que imponen bolsas selladas -normalmente opacas- y ataúdes cerrados que no permiten ver el cuerpo. Tales normas pudieron justificarse al comienzo por lo desconocido de la pandemia. Sugerimos que ahora, con más experiencia y conocimiento, ya no se justifican y perfectamente pueden implementarse las normas originales más benévolas, del Minsal y de la O.P.S.

Por todo lo señalado, le pedimos su intervención para revisar esta situación, permitiendo una modificación de las normas de los hospitales de modo que, en el momento de traslado del cuerpo al ataúd, con los cuidados necesarios, se deje el rostro descubierto en el lado transparente, antes de sellarlo herméticamente de la forma habitual.

Estamos convencidos que, aunque parezca un detalle, lo que le planteamos puede facilitar a muchas personas pasar estos duros momentos evitando más sufrimientos y puede ser de utilidad para prevenir un aumento de patologías de salud mental, como cuadros de duelo patológico, ansiedad y depresiones. El desafío es cuidar la salud de la población de modo integral, protegiendo de la infección, por cierto, pero cuidando también de humanizar el duelo y modificar normas que parecen revisables a esta altura de la pandemia.

Señor ministro, queremos terminar con la siguiente imagen: hace años Leonardo, un estudiante de teología brasileño en un pueblo invernal de Alemania, describía su emoción al recibir una carta de su familia desde su lejano Brasil. Su hermana le comunicaba el brusco fallecimiento del padre mientras fumaba un cigarrillo en su sillón preferido, después de la cena familiar. El sobre, además de la carta, contenía una colilla de cigarro usada. Al tomarla, Leonardo se emocionó y participó de la escena familiar pese a la distancia y las semanas transcurridas. Pudo llorar y sentir que acompañaba a su familia en el momento de la muerte de su entrañable padre (L. Boff, 1991).

Un simple objeto material lo ayudó a vivir el duelo y lo transportó un instante junto a la familia lejana. El proceso de duelo es complejo y personal, y experiencias sencillas y sensoriales pueden facilitarlo o bloquearlo. Hoy no podemos tocar, pero al menos algunos podrían ver.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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