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¿Parecidos? MERCADOS|OPINIÓN

¿Parecidos?

Fabricio Franco
Por : Fabricio Franco Director de Flacso e investigador del Observatorio Nueva Constitución
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La conversación de los meses y años siguientes se centrará en si Chile puede tener un mayor gasto público social y una reforma tributaria que la sustente, sin afectar el crecimiento. Si avanzamos hacia una estructura tributaria más progresiva o si una potente agenda de innovación productiva con apoyo público puede estimular una productividad estancada, que permita empleos de mayor calidad y consecuentemente salarios más altos. Hay evidencias internacionales que indican que sí se puede desarrollar esta conversación. Abrazar un diálogo franco y sustentado en esta materia será muy bienvenido.


Desde hace 30 años, diversas autoridades y expertos han subrayado la idea de que el crecimiento económico es el principal impulsor del bienestar y la ruta para conducir a Chile al desarrollo. Asimismo, remarcan que el país ha encontrado un camino para lograrlo, a través de políticas públicas eficientes que comprometen un limitado gasto público.

El argumento central de esta nota es que el crecimiento económico es una condición necesaria pero no suficiente para un mayor bienestar, ya que dicho crecimiento suele esconder altos niveles de desigualdad que requieren un fuerte compromiso del gasto público social para atenuarlos.

La relación entre esta pareja de conceptos, crecimiento y bienestar –expresados en un mayor PIB por habitante y mejores indicadores sociales–, no va automáticamente ligada y va a estar, al menos subyacente, en el debate constitucional acerca del rol del Estado, los derechos sociales y en la manera de concebir nuestras políticas públicas en los años por venir.

Cuán cerca se encuentra Chile del desarrollo y cómo medirlo era un mantra hasta hace poco en el mundo político, académico y empresarial. Para muchos, el indicador de referencia es el incremento del PIB per cápita medido en dólares PPA (Paridad de Poder Adquisitivo), asociado a un alto dinamismo económico, mientras que para otros se define en términos de cuán robustas son ciertas instituciones para establecer reglas que regulen y coordinen las interacciones de los actores económicos, sociales y políticos. Otro abordaje hace equivalente el desarrollo con el nivel de bienestar de la población, medido, por ejemplo, por el Índice de Desarrollo Humano (IDH), que combina dimensiones básicas como una vida larga y saludable (salud), conocimientos (educación) y un nivel de vida decente (ingresos).

Para el cierto sentido común, la mejora de los indicadores sociales constitutivos del IDH son una consecuencia «natural», en el sentido de ser un resultados casi automático de una trayectoria de alto crecimiento económico, en la que los tres parámetros para medir el desarrollo se entrelazan virtuosamente. Desde esa perspectiva, Chile tiene en América Latina un rol de liderazgo al tener el segundo PIB por habitante detrás de Panamá (hasta 2019 era el primero), el primer lugar en IDH desde los 90 y una institucionalidad política y económica estable frente a los vaivenes de varios vecinos.

En consecuencia, a muchos sorprendió el estallido social de octubre del 2019 y, a la vez, es más que probable que, en la discusión sobre los contenidos de la nueva Constitución, la cuestión sobre el rol del Estado en la promoción del bienestar y los derechos sociales se convierta en «la madre de todos los debates». Dicho de otro modo, que se instale en la conversación pública la necesidad de una mayor presencia del Estado en la provisión de bienes y servicios y, consecuentemente, el imperativo de un mayor gasto fiscal.

¿Por qué someter entonces a discusión una concepción que parece haber dado resultados y nos ha acercado a los países desarrollados? Veamos algunos argumentos que avalan la conveniencia de hacer esa discusión.

En los últimos 30 años, Chile ha sido compañero de ruta de un conjunto de países si se los compara en términos PIB por habitante o del IDH. Ellos son Portugal, Eslovaquia, Croacia y Letonia, y se sitúan cerca del pelotón que va en punta en las clasificaciones del Banco Mundial o del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

Como se observa en el gráfico n.° 1, a mediados de los años 90, salvo Portugal –que se ubicaba por encima de los USD 25.000–, el resto de los países mencionados tenía niveles de ingreso que se situaban entre los USD 9.500 y los USD 15.000, siendo Chile, con un ingreso de USD 13.229, el tercero, poco más abajo de Croacia. En el 2020, sigue adelante del pelotón Portugal, pero por un margen bastante más estrecho y Chile se sitúa en la última posición con una diferencia crecientemente mayor con respecto a Croacia.

Esto no significa que en el periodo en cuestión Chile haya tenido en general un mal desempeño económico. Por el contrario, comparativamente es el país que más creció durante el cuarto de siglo analizado (4,1% frente a 4,0% y 3,9% de Letonia y Eslovaquia), pero este incremento se atenúa al considerar que es el que también experimentó el mayor crecimiento demográfico, lo que puede apreciarse en el gráfico.

Cierto es que, en el periodo 1995-2008, los cinco tuvieron niveles altos de crecimiento, particularmente Letonia (6,6%), en comparación con uno más magro entre 2009 y 2019, como producto de la crisis internacional y sus secuelas. Esta no afectó solo a Chile, que siguió exhibiendo el mayor ritmo de crecimiento en este periodo (2,9%), sino notablemente también a economías como la croata y la portuguesa, que experimentaron años de crecimiento negativo para recuperarse recién en los últimos años, según se observa en el gráfico n.° 1.

Al analizar la trayectoria del índice de desarrollo humano en el gráfico n.° 2, se observa que en 1990 el IDH más alto era el de Eslovaquia, seguido bastante cerca por Portugal, Letonia y Chile, mientras Croacia, sumergida en la guerra civil de la antigua Yugoslavia que dio lugar a su independencia, venía muy rezagada. En 2020, las diferencias se han estrechado, estando muy cerca Portugal y Letonia, seguidos de Eslovaquia y, finalmente, compartiendo la misma posición Croacia y Chile.

Se ve que todos han experimentado mejoras notables, pero con ritmos variados según los años. Mientras las mejoras son más pronunciadas para todos entre 1990-2010, la velocidad se ralentiza en los últimos 10 años, dando lugar a una trayectoria que se ¨aplana¨. Particularmente importante es la evolución de Letonia y de Croacia. En la clasificación de IDH 2020, entre 189 países, este grupo se ubica entre el puesto 37 (Letonia) y el 43 (ocupados por Chile y Croacia) dentro de la categoría de países con «Desarrollo Humano Muy Alto». ¿Eso quiere decir que este grupo de países es parecido?

Al comparar ambos gráficos, se constata que no hay una correlación nítida entre mayores niveles de ingreso y bienestar. En el 2010, por ejemplo, países como Eslovaquia y Letonia, con ingresos sustancialmente menores a Portugal, tenían niveles de desarrollo humano similares a este. ¿Por qué sucede esto?

La respuesta reside en que, a partir de ciertos niveles de PIB per cápita, ya no hay una relación directa entre este y los indicadores sociales. Por ejemplo, EE.UU. –con un PIB por habitante similar al de Noruega– se encuentra a mitad de tabla en los indicadores de bienestar de países OCDE, mientras que los noruegos son los primeros. Lo mismo puede decirse de E.A.U. y Estonia, que tienen un IDH similar el año 2020, pero el PIB por habitante del primero casi duplica al segundo (USD 67.462 vs. USD 36.019) (IDH, 2020). Aquí, entran a jugar otras dimensiones que explican estas diferencias, como mejores políticas sociales y distintas estructuras tributarias.

Ahora bien, en todo caso, pareciera que Chile tiene resultados significativos. Con un gasto público como porcentaje del PIB que representa la mitad (entre 22,00 y 22,8%) con respecto a otros cuatro países con los que se hace la comparación (entre 38% y 44%), nuestro país alcanza un gran desempeño que, a través de políticas focalizadas permitió, por ejemplo, un fuerte retroceso de la pobreza. Sin embargo, un análisis con mayor detalle permite advertir diferencias.

Al examinar el IDH ajustado por la desigualdad observada en salud, educación e ingreso en cada país –medida que busca capturar el nivel de bienestar de una persona promedio de una sociedad–, la convergencia que muestra el gráfico n.° 2 varía sustancialmente.

Medido a través del lente de la desigualdad, Chile en el 2020 experimenta la caída más fuerte entre los 55 países de mayor desarrollo humano relativo, con la excepción de Turquía. Su IDH se reduce 16.7%, que lo coloca con un valor 709 en lugar de 851, bajando 11 posiciones en la clasificación (IDH, 2020, pág. 351). Esto lo ubica cerca del promedio de la segunda de las cuatro categorías de desarrollo humano, que contempla la metodología del PNUD. Este no es un dato nuevo, sino una tendencia que ya estaba presente en el 2010, donde la reducción del IDH por desigualdad para Chile era del 19% (IDH, 2010, pág. 152).

Esta reducción no es el único caso entre los cinco países examinados pero sí el más dramático, ya que Portugal retrocede también, pero solo 5 posiciones. Por el contrario, Eslovaquia y Croacia, con niveles de desigualdad menores, avanzan 7 y 4 posiciones respectivamente, al tener muy bajos niveles de desigualdad, y Estonia permanece en su posición original.

¿Qué explica esta diferencia? Muy probablemente un gasto público social –aquel destinado a salud, educación, protección social, vivienda y protección del medioambiente– sustancialmente mayor entre los compañeros de ruta de Chile. Mientras en Chile el gasto público social fue de 11,4% del PIB para el 2019, en los otros cuatro casos desde hace varios años fluctúa entre un 16,4% y 22,6%. Dicho de otra manera, están entre 5 y 10 puntos porcentuales por encima de Chile.

Las diferencias señaladas también involucran desigualdades en la distribución del ingreso, que deben ser enfrentadas por las políticas públicas y donde Chile ha avanzado, pero lentamente. Los niveles de desigualdad en la participación en el ingreso nacional neto –el PBI menos la depreciación de capital más el ingreso neto del exterior– de nuestro grupo de países, permite apreciar con claridad el punto.

La gráfica n.° 3 muestra la distribución del ingreso antes de impuestos en términos de la participación en el ingreso del 10% superior (raya continua) y del 50% inferior (raya punteada) de nuestros cinco países. Como se observa, la tendencia en todos los casos es que la participación del 10% superior se ha reducido ligeramente desde el 2000, salvo en Eslovaquia y en Chile, donde aumentó 2,6% y 2,2%, aunque en este último caso hay una cierta reducción desde el 2010. En el 50% inferior en Chile se ve una pequeña mejoría desde el 2000.

Sin embargo, el dato relevante en el caso de Chile es la magnitud de brecha entre ambos grupos que hace de la lenta reducción de la desigualdad un hecho casi anecdótico. La distancia que hay entre el 10% superior y el 50% inferior en Chile es de 6 veces (60,0% vs. 10,1%) en comparación con los otros casos examinados, en los que esta no llega ni a duplicarse. Como se observa, en tres países (Portugal, Croacia y Letonia) el 50% de las personas con menos ingresos tiene una participación que casi duplica a la de Chile y, en el caso de Eslovaquia, es 2.5 veces mayor. Es decir, hay una distribución del ingreso sustancialmente menos desigual.

La magnitud de la brecha en la participación del ingreso entre ambos grupos que se observa entre los «compañeros de ruta» de Chile, es similar a la de otras sociedades desarrolladas, como Australia, Gran Bretaña, Alemania o España, mientras la de Chile se asemeja a otras sociedades latinoamericanas donde existen enormes disparidades.

Ahora bien, ¿qué pasa con estas diferencias en la distribución del ingreso producidas en el mercado luego de la acción estatal? El coeficiente Gini –expresado entre 0 y 1 , siendo cero la igualdad máxima y uno la desigualdad máxima– permite medir el efecto sobre la desigualdad lograda por las transferencias en efectivo del Estado a los hogares más vulnerables, el impuesto sobre la renta de las personas y las cotizaciones a la seguridad social de los trabajadores.

Como se observa en el gráfico n.° 4 , el efecto redistributivo de los impuestos y las transferencias públicas en Chile es el más bajo entre los países seleccionados y con respecto al promedio de los países de la OCDE. Mientras en el país la reducción es de solo 4 puntos, en el promedio de los miembros de OCDE es de 16 puntos, incluso considerando que hay niveles de desigualdad antes de impuestos similares o mayores en países como Portugal, pero también en otros como Alemania, Italia, EE.UU. y Francia. No obstante, en todos estos casos una intervención sustantiva del Estado varía la distribución sobre la base de un sistema de impuestos más progresivo, menos dependiente de los impuestos al consumo e incluyendo los impuestos al patrimonio.

La conversación de los meses y años siguientes se centrará en si Chile puede tener un mayor gasto público social y una reforma tributaria que la sustente, sin afectar el crecimiento. Si avanzamos hacia una estructura tributaria más progresiva o si una potente agenda de innovación productiva con apoyo público puede estimular una productividad estancada, que permita empleos de mayor calidad y consecuentemente salarios más altos.

¿Es esta una línea divisoria entre izquierdas y derechas o entre «populistas» y «políticos serios»? Los políticos conservadores, liberales, de centroizquierda e izquierda que se han alternado en el gobierno de los países «compañeros de ruta» de Chile, dirían que no.

Hay evidencias internacionales que indican que sí se puede desarrollar esta conversación. Abrazar un diálogo franco y sustentado en esta materia será muy bienvenido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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