Publicidad
Militarismo y Nueva Constitución en Chile Opinión

Militarismo y Nueva Constitución en Chile

Mladen Yopo
Por : Mladen Yopo Investigador de Política Global en Universidad SEK
Ver Más

Lo militar es sincrónico con la democracia, mientras el militarismo es antitético con ella. En el contexto de la democracia, la declaración de estados de excepción y el uso de las FF.AA. en ellos solo puede ser excepcional en caso que se requiera alguna colaboración específica. Es necesario no desvirtuar el desarrollo profesional de la Fuerzas Armadas y/o contaminarlas políticamente con flagelos sociales, a la vez de no debilitar a las instituciones civiles destinadas a esas labores. Así lo entendió, por ejemplo, un fallo de la Corte Constitucional de Ecuador en enero de 2021. Lo bueno es que con las protestas del 2019 y la posterior aprobación de una Convención Constitucional amplia y representativa como uno de sus efectos más importantes, hoy tenemos la oportunidad de discutir que Estado queremos, las formas de solución de los conflictos, el reequilibrio de los derechos y la gobernabilidad, y con ello superar unos de los temas que han cruzado y condicionado el devenir político-social, las leyes y la cultura estratégica desde los inicios de nuestra historia nacional, como el militarismo civil y militar.


Uno de los aspectos centrales que se discutirá durante el proceso constituyente es el modelo de Estado que queremos como sociedad democrática, lo que supone abordar la legitimidad del uso de la fuerza por parte del Estado desde una perspectiva normativa-cultural. Como dice el Grupo de Análisis de la Defensa y Fuerzas Armadas (GADFA), no basta limitarnos con la clásica fórmula de que el Estado debe tener el monopolio legítimo del uso de la fuerza, sino que se deberá ahondar en la legitimidad de quienes ejercerán esa fuerza y cuáles son las limitaciones que deberán tener para que dicho ejercicio no suponga un peligro y/o contradicción para las personas y sus derechos en el contexto democrático de nuestra sociedad. 

Recientemente hemos sido testigos como ante las masivas protestas sociales en Colombia (desde el 28 de abril) su presidente conservador Iván Duque pidió realizar «el mayor despliegue» de fuerza pública (militarizar zonas del país) alegando razones de orden público y de “terrorismo urbano”, mensaje que fue secundado por el ex presidente Álvaro Uribe al llamar al «ocupamiento militar». El ministro de Defensa, Diego Molano, criminalizó las protestas diciendo que eran “un esfuerzo sistemático, premeditado, financiado, para afectar la estabilidad”, acusando la articulación de organizaciones criminales con grupos de vándalos” (frente urbano del ELN y a las disidencias de las FARC), justificando con ello el actuar de la fuerza pública. 

Con las protestas del 18 de octubre de 2019 en Chile, encontramos el mismo formato discursivo del presidente Piñera al decir que éstas eran impulsadas desde el exterior en función de retrotraer al público a la lógica de defensa nacional y de la guerra. Luego su discurso varió, al igual que el de Iván Duque o de Lenin Moreno, hacia la criminalización al decir que los «actos de violencia (eran) atribuibles a vándalos a los que se les aplicaría “todo el peso de la ley», para terminar argumentando el uso de las policías y de las FF.AA. en el marco de la restauración del orden público y como garantes del poder constituido en función de la razón de Estado, esa concepción pre moderna postulada por Maquiavelo referidas a las medidas que toma el gobernante para salvaguardar al Estado (entidad que estaría por encima de todo, summa potestas), conceptualización que ha sido mediatizada y/o superada por el desarrollo amplio de los DD.HH. y la seguridad democrática que pone a los seres humanos en el centro.

Este tipo de discursos anclados en la criminalización y guerra interna a partir de una extrema ideologización y patrones autoritarios, han puesto una vez más como objetivo militar a las manifestaciones (han hecho volver a ese enemigo interno tan conocido en la doctrina de la seguridad nacional) y con ello han militarizando la política y el conflicto social. Vicenç Fisas definió el militarismo como la tendencia de los aparatos militares a asumir un sobre rol de control en la vida social, ya sea a través de los llamados “objetivos militares” (preparación de la guerra, compra de armamentos, fortalecimiento de la industria bélica, etc.) o por medio de los llamados “valores” militares (jerarquización, centralismo, disciplina, conformidad, valor, etc.), instrumentos que han sido aptos para el dominio y hegemonía político-cultural mediante la utilización de las instituciones civiles y militares. 

Anclado al concepto de seguridad ampliada que tiende a securitizar la realidad limitando la propia democracia, el “militarismo” no es de exclusividad de la dimensión militar tradicional (la seguridad y defensa) al insertarse en la vida cotidiana incluso desde visiones civiles a través de la cultura, la educación, los medios de comunicación, la religión, la política y la economía. Así, por ejemplo, el “militarismo cívico” se entiende como el proceso por el cual líderes civiles elegidos democráticamente implementan discurso y prácticas de militarización (securitización de la vida social), “legitimadas” por la propia sociedad y las leyes con el fin de dar gobernabilidad (no gobernanza).  

Este “nuevo militarismo”, que tiene formas más sutiles que los golpes de Estado y las intervenciones forzosas, se reflejó bien en el gran paquete de leyes que el presidente Piñera ingresó al Congreso (26 de noviembre de 2019) destinadas a limitar la acción ciudadana y dar cobertura legal al uso de la fuerza (represión social) para contener el conflicto: resaltan la Ley de Modernización de Carabineros, la Ley que crea un nuevo Sistema de Inteligencia Nacional, la Ley que crea un Estatuto de Protección a Nuestras Policías, la Ley Antiencapuchados, la Ley Antisaqueo y Vandalismo, la Ley Antibarricadas, una ley para utilizar a las FF.AA. en la protección de infraestructura pública crítica “sin necesidad de establecer estado de excepción constitucional”, a los que suman los anuncios del 1 de junio de crear un Ministerio de Seguridad Pública y una Agencia Nacional de Ciberseguridad, etc. 

Las consecuencias de institucionalizar el predominio de lo militar sobre lo político a través de la securitización de la esfera pública y privada, han sido la limitación de los derechos ciudadano (entre ellos la libertad de expresión y circulación), la represión y las recurrentes violaciones de DD.HH. por parte de las FF.AA. y las policías, violencia que en la práctica que ha sido selectiva y dirigida principalmente hacia sectores populares y/o de izquierda. Así, por ejemplo, en el caso de Colombia la ONU acusó de “uso excesivo de la fuerza por parte de agentes de seguridad (a fines de mayo más de 70 muertos y sobre los 3 mil hechos de violencia registrados), uso de balas reales y golpes y detenciones, todo en un contexto muy volátil” y Amnistía Internacional agregaba a estas violaciones a los DD.HH. las “alarmantes cifras de violencia sexual y de personas dadas por desaparecidas (346 reportadas)”. 

En caso de Chile con ese irracionalismo de la acción parafraseando a Humberto Eco, desde el 18 de octubre de 2019 al 15 de junio de 2020, se habían constatado 8.510 violaciones los DD.HH. como torturas, actos crueles y flagelos con violencia sexual, más de 25 mil detenidos (6000 pasaron a prisión preventiva, pasando la gran mayoría varios meses encerrados y luego liberados sin cargo de acuerdo a Sergio Micco del Instituto de DD.HH.) y 36 muertos (estas son solo las vejaciones las denunciadas), represión que ha continuado incluso en pandemia tal como se percibe de la imputación de 9 militares acusados de torturas durante el toque de queda (octubre de 2020) por el Juzgado de Garantía de Collipulli.  

Como dice Tomás Borovinsky, “el autoritarismo y la violencia son producto de una nostalgia de lo absoluto, que viene a calmar el miedo a la incertidumbre propia de la democracia” (a la expresión de su diversidad que mostraron las manifestaciones). Complementando esto, resalta también el hecho de que las elites gobernantes han tendido a identificar la preservación del sistema político con su propia preservación en el poder como lo ha expresado Norberto Bobbio, lo que cada día deja menos espacio para que los actores sociales (legítimos soberanos) aporten a la estabilidad y gestión de los conflictos. Precisamente, el uso indiscriminado y no proporcional de la fuerza ha tenido el propósito no sólo evitar la incertidumbre, sino detener el cambio y la diversidad tal como lo dejó ver un informe de Amnistía en el que se dice que el “uso indiscriminado de carros lanzaaguas y bombas lacrimógenas, y el “copamiento” (de la antigua Plaza Italia) no son intervenciones dirigidas a controlar el orden público, sino a impedir que existan manifestaciones, incluso cuando sean pacíficas”, esas mismas que el Papa Francisco considera como un ejercicio del derecho y el Secretario General de la ONU, António Guterres, considera responsabilidad de los gobiernos permitir.

A abril del 2021, el gobierno del presidente Piñera había puesto más de 3.200 querellas contra civiles acusados de participar en destrozos y ninguna en contra de las policías y FF.AA. por violaciones a los DDHH. (esto último ha empezado a caminar de manera lenta como se ve, por ejemplo, en la imputación de la Fiscalía Regional del Biobío en contra de una carabinero y seis miembros de la Armada). Similar comportamiento ha tenido el gobierno de Colombia, donde la Fiscalía General de la Nación ha sido igual de lenta en las investigaciones por los abusos y vulneraciones de los DD.HH. pero no así con los manifestantes acusados de “vandalismos”. La razón de ello es la misma: además de la predisposición ideológica, esta el hecho de que el uso de la fuerza estaría “justificada” en función de una amplia e indefinida seguridad nacional y del orden público, y legalizada bajo el marco de estados de excepción que la ampara.  

En las sociedades de tendencia normativo-cultural autoritaria (concierta proclividad hacia lo militar) como la chilena y condicionadas por el poder real, sus marcos de actuación tienden a tolerar más los “abusos” cometidos por los militares y las policías (uso de la violencia) porque supuestamente son parte de una solución de un problema considerado más grande. Así, la penetración de los imperativos militares en la sociedad chilena y que se han dado desde los albores de la independencia dada la crudeza del entorno, imponen su marca en los intereses, imagen de sí y del mundo exterior que tiene la llamada chilenidad; es decir, en la cultura estratégica de la sociedad civil. Basta decir como ejemplo, que la historia nacional en su gran mayoría está escrita desde una óptica militar anclada en la consagración del Estado-Nación, donde prácticamente todos los héroes, relatos, efemérides y estatuas son de corte militar, acompañadas muy de cerca por el factor religioso. Entonces, al analizar el concepto de interés nacional inscrito en una perspectiva conservadora, la preservación del Estado, como bien moral y unidad de organización política, es un imperativo que no puede ser juzgado de acuerdo a los criterios morales usados para evaluar la conducta individual. Es en este contexto de condición “imperial” del Estado, por ejemplo, es que el general director de Carabineros, Ricardo Yáñez, solicita respaldo (o “impunidad”) para que Carabineros puede hacer uso de sus armas sin ser “imputados”.

Desafortunadamente esa lógica y su uso no ha variado mucho en estos tiempos de democracia. Así la respuesta de los gobiernos de la transición a muchas de las demandas sociales expresadas en la calle ha sido la misma: reprimir en función del interés del Estado y la seguridad nacional (sintetizado en el mal llamado orden público). El devenir histórico de Chile está plagado de episodios de represión y matanzas de estudiantes, obreros, campesinos y pueblos originarios usando a la policía y las FF.AA., como lo consigna Gabriel Salazar, entre otros. Ahí está la llamada “Pacificación de la Araucanía” (del siglo XIX), por ejemplo, donde las FF.AA. exterminaron mediante el asesinato, hambre y pestes a casi el 95% de la etnia Mapuche (en Argentina pasó lo mismo con la Campaña del Desierto en 1870-1890), hecho que hoy ha convertido a la denominada “Macrozona Sur” de Chile (provincias de La Araucanía, Los Ríos y Los Lagos) en un área de conflicto multidimensional y cuya respuesta ha incluido nuevamente una militarización (Comando Jungla de Carabineros formados en Colombia, apoyo logístico de FF.AA. a las policías en la zona y Capacitación de Carabineros y Policía de Investigaciones en la Brigada de Operaciones Especiales del Ejército – BOE) con efectos  negativos en los DD.HH. de las comunidades Mapuches e ineficientes en su resolución.

La inconclusa democratización

Claramente el proceso de democratización de los noventas no alcanzó plenamente a la sociedad y su cultura profunda, particularmente a sus FF.AA. y las policías más allá de apegos legales y formales. Con excepciones de países como Argentina, lo que hubo en la región en general fue una omisión y/o acomodación de los nuevos liderazgos democráticos a las FF.AA. para no alterar las transiciones, manteniendo así marcos normativos, ideológicos y “drivers” (redes con las elites de poder, sentido misional, formación vertical-autoritaria, miedo a perder privilegio, etc.) que incentivan la autonomía y la actuación fuera del campo profesional estricto a partir de escenarios de “alteración del orden público” y la “seguridad nacional” (o los llamados campos grises de una seguridad cada vez más ampliada). 

Con las transiciones es claro que cesaron los golpes militares en la región, pero no se cumplió el postulado de Alfred Stepan en cuanto a que la clave para preservar las nuevas democracias y su desarrollo era garantizar que nadie llamara y/o apoyara una solución militar frente a las inseguridades y desafíos. Los liderazgos democráticos tampoco oyeron a Samuel Huntington cuando planteo que la amplitud de la misión militar (la seguridad ampliada operacionalizada en la polivalencia) incrementaría el cuerpo y la influencia institucional en asuntos ajenos a la defensa, además de los efectos negativos de esta ampliación de roles en otros organismos públicos creados para estos propósitos en términos de rol-misión, presupuesto, planta de personal, entre otro. Sin embargo y ante la continuidad de grandes catástrofes (incendios, inundaciones, terremotos y otras), de las movilizaciones populares y hoy de la pandemia, los gobiernos (principal de sesgo de derecha y si me apuran de esencia autoritaria) no han dejado de recurrir a las FF.AA. para la mantención del orden, el funcionamiento nacional y como garantes del poder en unión con medios de comunicación tradicionales y del poder Judicial.

De hecho, las FF.AA. nunca han dejado del todo el escenario político-social en la región ni de Chile (ej. hoy tenemos ex altos mandos fuertemente vinculados a los partidos de derecha). Uno de los casos más representativos (explícitos), junto al de Venezuela donde han llegado a ser un gran soporte gubernamental o de Ecuador y México donde se han ligado hasta en la producción, es el de Brasil con el gobierno del presidente Bolsonaro donde miembros de las FF.AA. han ocupado varios ministerios y más de 6 mil cargos públicos e intervenir en conflictos sociales como la evacuación forzada de la tribu kayapó (un pueblo indígena de la región amazónica de Mato Grosso en Brasil) donde se quiere construir la represa hidroeléctrica de Belo Monte y/o donde policías militarizados en su lucha en contra del narcotráfico hacen uso desmesurado de la fuerza causando la muerte de decena de personas como lo muestra la reciente matanza de Jacarezinho en Río de Janeiro. 

La militarización alcanzó y/o fue reforzada en los cuerpos policiales durante de las dictaduras en la región a través de la doctrina de seguridad nacional y el combate al “enemigo interno”, aunque en el caso chileno la policía nació como cuerpo militarizado por procedencia y por definición de su Ley Orgánica Constitucional (artículo 1). Como dice Peter Kraska, el nivel de militarización de Carabinero u otros cuerpos policiales se puede observar desde en un nivel material (tipo de armamento, equipos), cultural (lenguaje, retórica imperante, ritos, estilo, valores), organizacional (existencia de centros de comando y control o escuadrones de elite) y operacional (patrones de actividad de acuerdo con modelos militares o colaboración con FF.AA.). Hoy en Chile todas las instituciones que usan armas (incluso Gendarmería de Chile o los cuerpos de seguridad municipal compuesto por ex militares y policías) tiene un patrón militarista. 

A ello se suma, una policialización de los militares en el control ciudadano y cuidado de la infraestructura, sin embargo, el estamento militar recibe una formación para responder a un tipo de conflictos que se hace uso de la violencia frente a un “enemigo” en un contexto de ordenamiento jurídico menos controlable y/o verificable (hay “licencia” para matar): es decir, la profesionalización no garantiza proporcionalidad en el uso de la fuerza y, por lo mismo, no evita el castigo judicial. 

En nombre de orden público

Parafraseando a preguntas que hizo Claudia Heiss en un texto, entonces, han vuelto a surgir preguntas insertas en las lógicas del Leviatán de Thomas Hobbes como ¿Cuál es el rol del Estado y del derecho ante la excepción y la emergencia? ¿Cómo cambian las normativas ante la irrupción de la anormalidad? ¿Es la emergencia un escenario propicio para el ejercicio represivo del poder estatal? ¿Habrá una normalización de los estados de excepción y una securitización de la vida cotidiana?

En Chile es tan grande la desconexión de la plutocracia (esa dominación de los ricos y para los ricos como dice Francis Fukuyama) y de líderes autoritario-transaccionales como el presidente Piñera, esos que como dueños de empresa y jugadores de bolsa no escuchan a nadie y están más preocupados por mantener el flujo del sistema (léase crecimiento económico) y el statu quo como se ha visto angustiosamente en tiempos de pandemia. Esta gran disociación de su discurso con sus políticas y la realidad como se vio en su última cuenta presidencial del 1 de junio, han terminado amenazando la propia estabilidad del sistema a través de un anquilosamiento que lo hace incapaz de dar respuestas a las demandas y necesidades sociales. Basta decir que, por ejemplo, en medio de un contexto de incertidumbre, de grandes complejidades y de profunda democratización, de un gobierno que está por debajo del 10% de adhesión, la última política de defensa fue hecha entre cuatro paredes, sin un levantamiento nacional (incluso me atrevería decir de todas las instituciones), multidimensional y participativo para diagnósticas los desafíos presentes y futuros del país y los recursos-capacidades para enfrentarlos. El resultado final deja muchas interrogantes.

El concepto de orden público usado y defendido por el poder en Chile, no es muy distinto al del resto de la región como lo constatan intelectuales como O’Donnell, Germani y otros. A pesar de la relevancia de este concepto en un país de temprano formato legalista, éste no es definido ni por la Constitución ni la ley (más allá de precisiones de algunos organismos públicos), y si bien la doctrina jurídica coincide en que es un concepto difuso, amplio e impreciso, en su uso cotidiano las autoridades sostienen que el orden público está vinculado a una función de protección, permitiendo limitar la autonomía de las personas por un supuesto interés de la comunidad. 

En lo profundo y práctico, este concepto está relacionado a la securitización de la sociedad (esa relación entre seguridad y militarismo) en la perspectiva de conservar un orden determinado y su formato. Al tener una clara función limitante, de control, de toda la administración de la sociedad, este paradigma jurídico y social imposibilita cerrar la discusión sobre la coincidencia entre los fines de Estado y el bienestar y libertad de la comunidad y, específicamente, la manera en que esta figura puede limitar otros derechos (se crea una disputa jurídica de derechos). El significado profundo de orden público chileno puede encontrarse en la concepción de orden portaliano (Diego Portales) que cruza la cultura estratégica del país desde la Constitución de 1833 y que está en el tronco de la Constitución legada por el ideólogo de la dictadura, Jaime Guzmán. La esencia de esta doctrina se encamina a una autoridad lo suficientemente fuerte para centralizar (un fuerte régimen presidencialista) y en caso necesario combatir las fuerzas centrífugas de un pueblo considerado “residual” (un militarismo civil a partir de “la religión del ejecutivo omnipotente” del historiador Mario Góngora).

El auge (o explicitación) del militarismo tras las manifestaciones en Chile, Colombia o Ecuador, lo explica Rut Diamint al decir que se trata de gobiernos débiles (no mayoritarios) con partidos políticos muy volátiles y cuestionados; es decir actores políticos carente de legitimidad y capacidad de control democrático que, frente a una situación de crisis, no saben cómo resolverla y recurren, además de las policías, a las FF.AA. como navajas suizas (las usan para todo), ya que en muchos casos son las únicas instituciones que tiene una fuerte organización, tienen las armas y que cuentan (salvo excepciones) con un cierto “apoyo” de la ciudadanía», realidad socializada desde la creación del Estado-Nación y recientemente mejorada tras un “khakywashing” pos Pinochet, lavado de imagen que alcanzó a varios civiles de la dictadura a la vez. 

Debido a que las instituciones han fallado en mantener el orden público por la ausencia de políticas públicas efectivas, multidimensionales y prospectivas de seguridad (incluyendo su anclaje humano y de desarrollo democrático), la mayoría de los gobiernos han recurrido a las FF.AA. como escudo fundamental (última ratio) en la lucha contra el crimen organizado, desastres naturales, las crisis de seguridad interna y, particularmente, las protestas.  Pero es claro que estamos frente a una ecuación más compleja y, por lo mismo, acompañan la hipótesis por Diamint variables como que hoy la democracia representativa enfrenta interpelaciones estructurales que cuestionan las raíces del sistema al no entregar lo prometido y no de una mera crisis relacionada a un aspecto detonante puntual (30 pesos del metro en Chile, la eliminación del subsidio a las gasolinas en Ecuador o el “paquetazo” en Colombia). 

Tal como lo expresó Joseph Stiglitz, “el neoliberalismo lleva cuarenta años debilitando la democracia (…) Las élites aseguraron que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos (…). Cuarenta años después las cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide” (de acuerdo al Ranking Forbes, los millonarios chilenos aumentaron su fortuna en 73% pese a la pandemia en el 2020) y vino una protesta que no para ni con represión o pandemia, más aún ahora que ha regresado el hambre en la región como lo destaca un artículo de Deutsche Welle. En el estudio el “Malestar con la representación democrática en América Latina” se expresa que el enojo ciudadano no responde sistemáticamente a la calidad de la democracia ni al índice de desarrollo humano, sino a las variaciones de la desigualdad, a cómo distribuye y sus impactos en la vida de las personas. Es decir, se creció con una legitimación democrática falsa del concepto crecimiento económico, casi como si fuese divino (salvaría a todos), pero esa divinidad repartió muy desigualmente los frutos de esa legitimación en el sentido que le da Norberto Bobbio o la CEPAL y que se refieren no solo a la igualdad de medios, ingresos o propiedad, sino también en el ejercicio de derechos amplios, en el desarrollo de capacidades y autonomías, etc.

Es decir, lo que estás en juego con las protestas (y ahora con la nueva Constitución) es la residencia de la soberanía, de donde emana el poder público. Los ciudadanos quieren de vuelta en parte del poder cedido para definir el modelo de sociedad (superar el neoliberalismo) y del espacio público (no quieren un concepto inmutable de orden público) como lo expresa la elección de gran cantidad de independientes para la Convención Constituyente. En Chile la voluntad popular constituyente, su soberanía, ha sido sustituida (secuestrada) históricamente por una comisión reducida de “notable” a la que se atribuyó ese poder (acuerdo entre elites) y/o por poderes fácticos, teniendo como resultado las Cartas Magnas que se dictaron a partir de 1818 hasta la de 1980 y sus legitimaciones parciales posteriores. 

No invalidando el concepto ni la esencia de la democracia sino su funcionalidad, la sociedad chilena está apelando a la reconstrucción del contrato social (el de Rousseau, Locke y/o de justicia de Rawls) teniendo presente que Chile es el único país en el mundo donde hubo una verdadera y profunda revolución neoliberal y donde los contratos siempre fueron entre las elites. Solo tras las protestas del 2019 se empieza a remirar la historia con un sentido más crítico (se rompe la hegemonía cultural), cuestionando el sentido estrecho y conservador del concepto razón de Estado y la militarización que hay detrás del discurso oficial. Es con el levantamiento popular como lo llama la Camila Vergara (al tener este proceso un sujeto), que empieza a desaparecer la hegemonía cultural e informativa de las elites, con su capacidad de traspasar la censura oficial con la aparición de nuevas tecnologías digitales que ayudan a compartir el descontento y la organización; la prescindencia de las organizaciones tradicionales cuestionadas como los partidos políticos (aunque esenciales para la democracia), sindicatos o federaciones estudiantiles en la conducción de los movilizados. Dos factores potenciadores en este proceso de “rebelión ciudadana han sido el avance universal de los DD.HH. y el acceso a la educación con el retorno a la democracia. 

De acuerdo a la Constitución chilena, institución jurídica “matriz” que define el poder y en este entendido el rol y potestades de las FF.AA., estas pueden intervenir en dos situaciones de orden público como lo ha expresado  GADFA: resguardo de las elecciones populares y en casos de estados de excepción constitucional. Sin embargo, en los últimos años, se ha insistido en involucrar a las FF.AA. en otras tareas de orden interno más allá de su rol natural, legal y/o excepcional necesario de apoyo al orden interno. Con el último estado de excepción, por ejemplo, el presidente Piñera sustenta el récord más largo a nivel mundial en este período (desde el 22 de marzo de 2020 y renovado hasta el 30 de junio de 2021) y el más largo en la historia democrática del país.

La definición, proyección y regulación de las FF.AA. se encuentran normada por la Constitución de 1980, la que, a pesar de las varias reformas y de los avances registrados en materias democráticas, sigue siendo un texto de corte neoliberal y de gran tutelaje autoritario, lo que le otorga una sobre valoración y poder a las FF.AA. a través de la consagración de roles por encima de la concepción clásica de la defensa. A partir de este estatus (particularmente de las Leyes Orgánicas Constitucionales) y de las funciones ambiguas que le concede las nociones de seguridad nacional y orden público, es que cada Comandante en Jefe de las FF.AA. tiene las facultades para materializar en la práctica la autonomía corporativa de sus respectivas instituciones (el Ejército, por ejemplo, prepara autónomamente su plan de desarrollo 2040). En este sentido, aún se constata una suerte de existencia de un Estado dentro del Estado o un Estado profundo (“deep state”) al referirnos a las prerrogativas que tienen la FF. AA. en relación al Estado y la sociedad, es decir implica que hay gente fuera de la mirada y el control público tirando de las cuerdas y ordenando las cosas en estas subculturas cerradas, a veces con costos reñidos a la ética y la ley (ahí están las investigaciones de la jueza Romy Rutherford  o el reciente caso de más de 40 carabineros de distintos grados ligados al narcotráfico, incluyendo un  generales, coroneles, tenientes coroneles, por ejemplo).

Esto, entonces, supone la necesidad de completar el proceso de democratización con un cambio constitucional que permita la revisión de temas del pasado. Más allá de que el alto grado de poder/autonomía de las FF.AA. viene como parte de la hegemonía histórica del poder conservador y fortalecido durante la dictadura cívico-militar, este se perpetuó con una transición pactada (una suerte de transplacement), donde conviven el sistema democrático con enclaves y corsés autoritarios y una favorable maraña legal para defender los intereses corporativos de las instituciones armadas, que incluyen altos presupuestos que le han permitido tener capacidades estratégicas por encima de la mayoría de la región, manejo directo y autónomo de recursos, justicia propia, sistema de salud y de pensiones diferenciado (pueden jubilar desde los 20 años de servicio, y sus pensiones son casi 5 veces de la de gran parte de los chilenos), desarrollo de especialidades similares y a la par de otros órganos del Estado, etc. El solo hecho de hablar de relaciones cívico-militares (creación de la sociología militar) es una distorsión democrática en sí al otorgarles a las FF.AA. un estatus similar al Estado y la sociedad (siendo un órgano o servicio más del Estado), lo que desde ya pone en tela de juicio el tema de la subordinación militar al poder civil aunque sea conceptualmente. 

Es claro que en Chile no existe un consenso normativo claro que limite los potenciales efectos negativos del “nuevo militarismo”, pero desde ya sería bueno ir pensando en una discusión/reanclaje, entre otros, de los conceptos de seguridad y orden público desde una dimensión democrática integral. Igual con los estados de excepción cuyo mando debe estar siempre en una autoridad política. Lo mismo en una separación clara pero colaborativa de los ámbitos de la seguridad y la defensa (pensar en sistemas nacionales con actores preponderantes). La desmilitarización de Carabineros en vista a una crear una policía coherente con los estándares y prácticas democráticas. Incorporar a las FF.AA. en un capítulo general de la defensa. Homologar a las FF.AA. y policías al resto de la institucionalidad pública. 

Lo militar es sincrónico con la democracia, mientras el militarismo es antitético con ella.  En el contexto de la democracia, la declaración de estados de excepción y el uso de las FF.AA. en ellos sólo puede ser excepcional en caso que se requiera alguna colaboración específica. Es necesario no desvirtuar el desarrollo profesional de la FF.AA. y/o contaminarlas políticamente con flagelos sociales, a la vez de no debilitar a las instituciones civiles destinadas a esas labores. Así lo entendió, por ejemplo, un fallo de la Corte Constitucional de Ecuador en enero de 2021. Lo bueno es que con las protestas del 2019 y la posterior aprobación de una Convención Constitucional amplia y representativa como uno de sus efectos más importantes, hoy tenemos la oportunidad de discutir que Estado queremos, las formas de solución de los conflictos, el reequilibrio de los derechos y la gobernabilidad, y con ello superar unos de los temas que han cruzado y condicionado el devenir político-social, las leyes y la cultura estratégica desde los inicios nuestra historia nacional como el militarismo civil y militar.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias