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Refundación y populismo de izquierda: el ADN de Apruebo Dignidad Opinión

Refundación y populismo de izquierda: el ADN de Apruebo Dignidad

Ignacio Walker
Por : Ignacio Walker Abogado, expresidente PDC, exsenador, exministro de Relaciones Exteriores.
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Lo que está claro es que en los primeros seis meses del Gobierno, coincidiendo con el fin del trabajo de la Convención Constitucional –previsto para el 4 de julio, con un plebiscito de salida fijado para sesenta días después–, la lógica reformista y socialdemócrata que condujo al Presidente electo, Gabriel Boric, al triunfo en la segunda vuelta electoral y la impronta refundacional en modo de populismo de izquierda de Apruebo Dignidad, entrarán en tensión. Habrá que ver qué tipo de arbitraje logrará ejercer el Presidente electo, en su doble calidad de jefe de Gobierno y líder de la coalición. Habrá que ver qué gravitación tendrá el componente de “socialismo democrático” (PS-PPD-PRSD) en esa nueva conformación política compuesta por dos coaliciones. Habrá que ver, en fin, hasta qué punto la deriva refundacional y el populismo de izquierda que está en el ADN de Apruebo Dignidad logran imponerse sobre el proyecto de la centroizquierda, reformista y socialdemócrata, en la conformación de una nueva fuerza hegemónica que logre dejar atrás los despojos de la historia y abrir paso a la imaginación política en torno al hito fundacional de una nueva Constitución.


«Somos el fin de una historia de despojos; despojo de los bienes comunes, pero también de la capacidad de imaginación política (…). Este proceso no se trata solo de escribir un nuevo texto constitucional (…) sino el hito fundacional de una nueva institucionalidad y de nuevas estructuras de poder” (Jaime Bassa, representante del Frente Amplio, discurso ante la Convención Constitucional, 20/10/2021).

“El pasaje de una formación hegemónica a otra, de una configuración popular a otra diferente, siempre va a involucrar una ruptura radical, una creatio ex nihilo” (Ernesto Laclau, La Razón Populista, FCE, primera edición, 2005, p. 283).

“Existen dos maneras de concebir el ámbito de lo político. El enfoque asociativo lo entiende como el terreno de la libertad y la acción concertada. Por su parte, el enfoque disociativo lo entiende como el terreno del conflicto y el antagonismo. Mi reflexión comparte la visión disociativa y la base de un enfoque teórico desarrollado en Hegemonía y Estrategia Socialista, según el cual se necesitan dos conceptos claves para tratar la cuestión de lo político: ‘antagonismo’ y ‘hegemonía’. Ambas nociones señalan la existencia de una dimensión de negatividad radical que se manifiesta en la posibilidad siempre presente del antagonismo” (Chantal Mouffe, Por un populismo de izquierda, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2018, p. 65).

En las citas precedentes podemos encontrar algunas de las claves del proyecto político e histórico del Frente Amplio, tanto en relación con el Gobierno como sobre todo con la Convención Constitucional. Mal que mal, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe son de los principales –si no los principales– teóricos o intelectuales del Podemos en España y el Frente Amplio en Chile. El proyecto refundacional del Apruebo Dignidad, que cuenta también al Partido Comunista, incluye una mirada hacia atrás (historia de despojos) y hacia adelante (hito fundacional) en términos de una ruptura radical entendida como creatio ex nihilo –o creación a partir de la nada–, en las palabras de Laclau.

Es mayo de 1968 pero mucho más que eso, como que tanto Laclau como Mouffe toman ese punto de partida y la emergencia de los movimientos sociales en los años y décadas siguientes para demostrar las falencias o insuficiencias tanto del marxismo como de la socialdemocracia, ambos anclados en las viejas categorías de las clases sociales. Surge así la necesidad de una nueva teoría política de la democracia construida sobre el concepto de “pueblo”, de construcción de un pueblo, en el contexto de la crisis de hegemonía del proyecto neoliberal. Ese proceso de construcción hegemónica tiene lugar sobre la base de la confrontación o antagonismo entre los de abajo y los de arriba, pueblo versus oligarquía, teniendo como trasfondo la filosofía política de Carl Schmitt –tomada expresamente por Chantal Mouffe en Europa y por Fernando Atria en Chile– en lo que se refiere a la relación entre amigo y enemigo como condición sine qua non de lo político.

Es importante tener en cuenta el punto de partida y las consecuencias teóricas que los exponentes del posestructuralismo asumen en el desarrollo de su concepción sobre democracia y populismo. Me refiero a la profunda insatisfacción de ambos y a la crítica radical dirigida contra la socialdemocracia europea –especialmente hacia los años 80 y 90 del pasado siglo–, la que habría devenido en social liberalismo, renunciando a un proyecto de democracia radical, alejada de cualquier vocación transformadora. No es casualidad que el libro de Laclau se escriba en 2005, en pleno auge de la “Tercera Vía” de Anthony Giddens, con al trasfondo de los gobiernos de Tony Blair y Gerhard Schröder, en Gran Bretaña y Alemania, respectivamente, tendencia que también podría aplicarse a los gobiernos de Bill Clinton en EE.UU., Fernando H. Cardoso en Brasil y Ricardo Lagos en Chile.

Ellos –sobre todo los primeros– no serían otra cosa que una forma encubierta de neoliberalismo en la era del capitalismo globalizado. Surge la necesidad de desenmascarar la verdadera naturaleza de esta centroizquierda socialdemócrata y reformista en favor de una izquierda radical. No hay que perder de vista que, en el caso de España, el proyecto de Podemos surge como una crítica radical al PSOE y a la transición española, mientras que el proyecto del Frente Amplio –y el del Apruebo Dignidad– surge como una crítica radical a la experiencia reformista, de centroizquierda, de la Concertación, con el trasfondo de una transición entendida como transformismo (en términos gramscianos).

Laclau reivindica el populismo como expresión de la política tout court, acompañado de una crítica a las ideas de “consenso de centro”, la apelación a las “clases medias” y el proceso de despolitización –que Schmitt asocia al liberalismo en la era moderna– en aras de la simple administración como algunas de las manifestaciones presentes en la centroizquierda europea, reformista y socialdemócrata. “El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político” (p. 11), agrega; el pueblo y la identidad popular son un proceso en construcción, lo que supone una frontera de exclusión que divide a la sociedad en dos campos irreductibles. El populismo es por definición antiinstitucional, supone ruptura y antagonismo; es guerra de posición más que de movimiento (en términos gramscianos).

Casi una década y media después, teniendo en cuenta la “crisis de la formación hegemónica neoliberal” y las insuficiencias y falencias de la izquierda tradicional (marxista y socialdemócrata), Mouffe asume derechamente la defensa del “populismo de izquierda” (tal como lo indica el título de su libro). Asistimos a un “momento populista”, dice, con expresiones en la derecha y la izquierda, en un contexto de desorientación de los partidos socialdemócratas y socialistas. Los nuevos movimientos ecologistas y feministas, la lucha antirracista y una diversidad de manifestaciones del descontento social escapan a las posibilidades de la izquierda tradicional y requieren de un proyecto alternativo que va más allá incluso de la radicalización de la democracia que ambos autores habían acuñado y desarrollado en su libro Hegemonía y estrategia socialista (1985). Lo que había como trasfondo en ese libro era la crisis de la formación hegemónica socialdemócrata de la posguerra; lo que hay ahora es la crisis de la formación hegemónica neoliberal del capitalismo globalizado.

Surge la necesidad de que esa centroizquierda socialdemócrata y reformista devenida en social liberalismo –que debe distinguirse del socialismo liberal de Norberto Bobbio, con más posibilidades para este último– devenga en un proyecto distinto. Frente a los avances significativos del populismo de derecha hay que oponer un “populismo de izquierda”, entendido como estrategia discursiva de construcción de la frontera política entre pueblo y oligarquía. Hay que incorporar las demandas de los nuevos movimientos sociales en términos de una repolitización de la sociedad luego de años de pospolítica, posdemocracia, consensos y apelaciones al centro y las clases medias. Las esperanzas están cifradas en el Syriza en Grecia, Podemos en España, Jeremy Corbyn en Reino Unido, Jean-Luc Mélenchon y su movimiento de “la Francia Insumisa”, la Izquierda (Die Linke) de Alemania y el Bloque de Izquierda en Portugal, entre otros.

Lo que se propone no es una ruptura revolucionaria que acabe con las instituciones de la democracia liberal, pero tampoco el reformismo gradualista de una socialdemocracia que ha sido cooptada por el capitalismo neoliberal. El populismo de izquierda supone romper con el consenso pospolítico entre la centroderecha y la centroizquierda y establecer una nueva frontera política que permita un movimiento de radicalización de la democracia y un nuevo orden hegemónico que restablezca la articulación entre liberalismo y democracia negada por el neoliberalismo.

Lo cierto es que estamos en El siglo del populismo (Galaxia Gutenberg, 2020), como lo dice el título del libro del pensador francés Pierre Rosanvallon y es en ese contexto que el proyecto refundacional del populismo de izquierda del Frente Amplio chileno, en alianza con el PC, muestra sus cartas, ante la crisis hegemónica del proyecto neoliberal y el agotamiento o necesidad de superación del proyecto socialdemócrata y reformista de la ex Concertación, con su búsqueda de consensos sobre la base de la transacción y el compromiso. Es el antagonismo entre “ellos” y “nosotros” lo que define la política en este nuevo intento de construcción hegemónica; un proyecto entendido como “hito fundacional” con el trasfondo de una “historia de despojos” que incluye al Chile de los últimos 30 años (“no son 30 pesos, son 30 años”).

Si hemos de definir el populismo “como una forma límite del proyecto democrático”, como lo hace Rosanvallon (p. 23), entonces habrá que ver si el proyecto refundacional del populismo de izquierda del Apruebo Dignidad se desplegará del lado de fuera o de dentro de los límites de la democracia liberal o representativa y su correlato de derechos individuales y Estado de derecho. Frente a las “democracias mínimas”, bajo la amenaza de devenir en oligarquías electivas y las “democracias esencialistas”, bajo la amenaza de transformarse en poder totalitario, surge como alternativa la “democracia populista”, que el autor francés califica de “polarizada” (de hecho las hace sinónimas), bajo la amenaza siempre presente de que esta devenga en “democradura” (mezcla de democracia y dictadura) o en democracia “iliberal” (entre cuyos exponentes se encuentran Viktor Orbán en Hungría y Vladímir Putin en Rusia). He ahí algunas de las claves y las distinciones desde las cuales Rosanvallon desarrolla “una crítica profunda de la teoría democrática que estructura la ideología populista” (p. 25), llegando a sostener que los proyectos y propuestas asociados a la crítica populista del mundo tal cual es (el mundo actual) “parecen simultáneamente reductores, problemáticos y hasta temibles” (p. 233).

El Presidente electo, Gabriel Boric, y su Gobierno enfrentan un enorme desafío: cómo conciliar la impronta reformista y socialdemócrata que lo condujo al triunfo en la segunda vuelta electoral con una coalición como Apruebo Dignidad, en cuyo ADN está la impronta refundacional en modo de populismo de izquierda. El primer partido se juega de aquí a septiembre en el trabajo de la Convención Constitucional, la que cuenta con una clara hegemonía del Apruebo Dignidad (PC y Frente Amplio) y las fuerzas que se ubican a su izquierda, como la ex Lista del Pueblo, lista de los Movimientos Sociales y de escaños reservados. En esa conformación las fuerzas de centroizquierda –y para qué decir las de derecha o centroderecha– son más bien marginales, con muy pocas posibilidades de influir. Si la deriva reformista y socialdemócrata se jugará principalmente en el Gobierno –especialmente en consideración al relativo equilibrio político entre fuerzas de Gobierno y oposición en el Parlamento–, el impulso refundacional se jugará principalmente en la Convención Constitucional.

Lo que está claro es que en los primeros seis meses del Gobierno, coincidiendo con el fin del trabajo de la Convención –previsto para el 4 de julio, con un plebiscito de salida fijado para sesenta días después–, estas dos lógicas entrarán en tensión. Habrá que ver qué tipo de arbitraje logrará ejercer el Presidente electo, en su doble calidad de jefe de Gobierno y líder de la coalición. Habrá que ver qué gravitación tendrá el componente de “socialismo democrático” (PS-PPD-PRSD) en esa nueva conformación política compuesta por dos coaliciones. Habrá que ver, en fin, hasta qué punto la deriva refundacional y el populismo de izquierda que está en el ADN del Apruebo Dignidad logran imponerse sobre el proyecto de la centroizquierda, reformista y socialdemócrata, en la conformación de una nueva fuerza hegemónica que logre dejar atrás los despojos de la historia y abrir paso a la imaginación política en torno al hito fundacional de una nueva Constitución.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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