Como señala un documento de GADFA, “la defensa debe ser parte integral del desarrollo de un país, asociada a este, tanto desde el punto de vista de sus capacidades como de su doctrina, las que obviamente deben ser producto de una adecuada planificación de la defensa, que se inicie con la elaboración de una Política de Defensa para bajar a los ámbitos político estratégico, estratégico conjunto y operacional, convergiendo a un resultado que debe siempre estar asociado a las capacidades económicas, tecnológicas y sociales que el nivel de desarrollo del país provee”.
Ahora se esta discutiendo en el Congreso la Ley de Presupuesto 2023 y entre los ítems a analizar por los parlamentarios está el de Defensa. Este presupuesto sectorial 2023 se construye por los recursos económicos que disponga la Ley de Presupuestos del Sector Público como aporte fiscal (por ejemplo, los US$ 2.740 millones para financiar las jubilaciones de las FF.AA.) e ingresos propios en moneda nacional o extranjera, y por los recursos que dispongan otras leyes (por ejemplo, Fondo Plurianual para las Capacidades Estratégicas de la Defensa). Para ello, el Ministerio de Defensa (Mindef) consolida necesidades propias y las propuestas de los comandantes en Jefe de las respectivas instituciones sobre sus necesidades presupuestarias para el desarrollo institucional, dentro del plazo y de acuerdo con las modalidades establecidas para el sector público, a partir del marco que implica la “Política de Defensa Nacional”, entendida esta como las orientaciones generales y consensuadas para alcanzar los objetivos de la Defensa Nacional a través de la construcción y/o fortalecimiento y coordinación de las capacidades política, económica, de defensa (incluyendo el instrumento del poder militar), social y científico-tecnológica, a fin de enfrentar las amenazas y desafíos a la seguridad externa del país.
Esta discusión presupuestaria en el Congreso, entonces, está siendo realizada a partir de los requerimientos del Mindef y de una “sobrevaloración” y ampliación de roles de las instituciones militares en el marco de la Política de Defensa Nacional (2020), una política generada durante el Gobierno del ex Presidente Piñera por un círculo cerrado a cargo del subsecretario de Defensa de la época, el exalmirante Cristián de la Maza, y que deja entrever intereses corporativos y visiones cuestionadas desde parámetros democráticos, paradigmas complejos y en la propia experiencia de resultados finales en otros lugares. Una política que no tomó en cuenta el proceso participativo creciente que caracterizó a la construcción de las políticas anteriores del área, expresada en diversos talleres y seminarios con académicos, políticos y miembros de la FF.AA., entre otros, y concretados en los Libros de la Defensa 1997, 2002 y 2017. Hay un buen trabajo al respecto del doctor Juan Fuentes Vera sobre los dos primeros Libros de la Defensa.
Esta idea de una Política de Defensa Nacional construida entre cuatro paredes la relata muy bien Laura Landaeta en un artículo de Interferencia (31/10/2020), al señalar que fue elaborada por un grupo selecto que contempló a «los representantes de las ayudantías militares (uno por cada rama de las Fuerzas Armadas y uno por Carabineros), el equipo asesor del subsecretario y el equipo asesor técnico del Ministerio de Defensa”. Agregando que “luego de consensuar un manuscrito, se elevó el documento al gabinete del subsecretario y del entonces ministro Alberto Espina (fase 2)”, pero, como dice una fuente citada por esta periodista, “cuando revisamos el resultado, nada de lo generado con esta discusión inicial estaba en el documento final. Prácticamente la incineraron e hicieron otra cosa, que se basa en las zonas de defensa que actualmente ocupa la Armada” (en su beneficio, recalca el artículo), generando gran controversia/roce en el Mindef y entre las instituciones. “Una política, al fin, que se ha construido de sospechosa forma», de acuerdo a fuentes castrenses citadas en ese artículo.
Más allá de las posibles precisiones o discusiones sobre lo expresado, cabe destacar que la Política de Defensa es una política pública, es decir, un ámbito privilegiado donde se realiza un “pacto participativo” entre Estado y sociedad para dar respuesta a las demandas/problemas de la sociedad a través de los recursos públicos. Por lo mismo, al presentar el Libro de la Defensa 2017, además de anclarlo a medidas de confianza y transparencia en función de los países vecinos y la comunidad internacional, la ex Presidenta Bachelet dijo que “este nuevo Libro renueva la idea de que la Política de Defensa, a cuyos contenidos concurren los aportes de diversos sectores, públicos y privados, es un asunto que compete al conjunto de la sociedad porque está al servicio de todas y todos quienes habitan en nuestro país”. Hay que recalcar que la conformación de cierta identidad colectiva (consenso) resulta imprescindible para la legitimidad y permanencia en el tiempo de cualquier política pública, cosa limitada en esta por su gestación no participativa, no diversa y sesgada, política y paradigmáticamente hablando, más allá de algunas frases inclusivas de buena usanza: es decir, la lógica va para el lado opuesto al sentido legitimador de la participación.
La Política de Defensa 2020, por otro lado, es una política inscrita en la ambigua concepción de la seguridad ampliada (aunque no la nombre) y su respuesta en una equivocada polivalencia, como lo expresa Augusto Varas, una que se extiende al infinito, una donde “la seguridad externa e interna no tienen fronteras estancas” (como dice el texto), a partir de la percepción de la “evolución de los conceptos de seguridad y defensa” (fundamentos) al categorizar la “naturaleza híbrida de las potenciales amenazas” y/o de su condición “transnacional” (léase nuevas amenazas, como narcotráfico, crimen organizado, ciberseguridad, entre otras). La visión securitizante de este paradigma que ha relativizado las esferas de competencia, por lo mismo, ha extendido la defensa en términos geográficos a la condición tricontinental del territorio y a los intereses globales de Chile y ha ampliado los roles de la Defensa (léase particularmente el rol de las FF.AA.) a diversas áreas y zonas (roles extraprofesionales y cooptando militarmente tareas civiles). En este entendido, por ejemplo, en el texto se expresa que “la Política ha definido que las Áreas de Misión (de las FF.AA.) incluyen la defensa de la soberanía e integridad territorial, la seguridad e intereses territoriales en nuestro país, la cooperación internacional y apoyo a la Política Exterior, la participación en el sistema de emergencia nacional y protección civil y, finalmente, la contribución al desarrollo nacional y apoyo a la autoridad civil” (incluyendo “apoyo al orden y seguridad pública conforme a la Constitución y las leyes» y a la “preservación de una identidad común”).
El texto también dice que “la seguridad nacional constituye una condición alcanzable, que requiere minimizar riesgos y disuadir o neutralizar amenazas. Desde la perspectiva de la función pública, su responsabilidad reside en el Jefe de Estado, y comprende tanto ámbitos de seguridad externa como de seguridad interna, cuyos límites contemporáneos resultan cada vez más difusos”. Al final, el anclaje en estas concepciones/doctrina termina securitizando todo, lo que nos vuelve a recordar la “doctrina de seguridad nacional” con su nefasta sentencia de la existencia del enemigo interno, al militarizar también la seguridad pública. La pregunta que surge de inmediato, entonces, es: ¿hasta dónde llega la ampliación de roles a las Fuerzas Armadas “en aspectos esenciales de la seguridad y protección de intereses en nuestro territorio”?
Ahí está, por ejemplo, la Ley de Infraestructura Crítica que faculta a las FF.AA. para hacerse cargo de la protección de la infraestructura esencial del país «cuando exista peligro grave o inminente». Y frente a ella, nuevamente surgen al menos dos interrogantes: ¿no es esta una labor de las policías?, como dice el diputado Tomás Hirsch, instituciones que hay que fortalecer (además de las reformas a Carabineros); y la amplitud de los conceptos de infraestructura crítica, por un lado, al entender esta como “el conjunto de instalaciones, sistemas o servicios esenciales y de utilidad pública, así como aquellos cuya afectación cause un grave daño a la salud o al abastecimiento de la población, a la actividad económica, al medioambiente o a la seguridad del país” (es decir, casi todo) y, por el otro, de “peligro inminente”, que se podría entender desde entorpecer la llamada infraestructura crítica hasta destrucción (diarioUchile, 14/11/2022).
No nos vaya a pasar lo que esta sucediendo en México, donde la seguridad pública ha sido gradualmente militarizada (ver textos de Raúl Benítez Manaut) al entregarle a las FF.AA. cada vez más tareas y funciones en el ámbito interno y, con ello, poder (por ejemplo, al succionar a la Guardia Nacional), “hasta alcanzar lo que parecería ser un punto de no retorno”, como dice la académica y defensora de DD.HH. mexicana Lisa María Sánchez (Fundación Friedrich Ebert de noviembre de 2020), con consecuencias negativas para la propia profesionalización de las Fuerzas Armadas, además de exponerlas a situaciones dañinas (por ejemplo, corrupción). Respecto a esto último, no olvidemos la frase del general de la Revolución y expresidente de México, Álvaro Obregón, “quién aguanta un cañonazo de 50 mil pesos”, para describir la tentación de recibir una “jugosa” cantidad de dinero (50 mil pesos era mucho para la época), por ejemplo, que hoy ofrecen el narcotráfico y el crimen organizado.
Lisa María Sánchez, por otra parte, y al igual como ha empezado a suceder en Chile, denuncia que “el marco jurídico nacional mexicano ha sufrido constantes alteraciones que, con el objetivo de acomodar las crecientes facultades (y acumulación de poder) de las FF.AA., terminó por deformar el concepto de seguridad pública para incorporar en él nociones propias de la seguridad nacional…(Agrega que ) aun cuando la complejización del mundo criminal requiere de la participación de las FF.AA. en tareas de seguridad, hacerlo sin controles, sustento y evaluación es tanto o más perjudicial que no hacerlo e impide la construcción de un país más seguro, más justo y en paz… Bajo esta lógica, (agrega) hoy en México garantizar la seguridad del Estado es más importante que garantizar la seguridad de las personas”. Para la democracia, es claro que la seguridad nacional no puede ser alcanzada a cualquier precio y no puede haber dicotomía entre libertad y derechos y seguridad. Precisamente, y como dice un artículo de El País (14/11/2022), el mundo camina hacia otra esfera de esta supuesta dicotomía, al decir que “los indicadores y el pulso social tras las manifestaciones han puesto en la agenda de varios gobiernos progresistas de la región un concepto que une dos ideas, hasta ahora, antagónicas: la seguridad humana”.
El texto del 2020 no solo refunde (sobrevalora) el concepto de defensa con las FF.AA., sino que también prepondera y extiende el rol de estas en detrimento de otros órganos del Estado, no solo en el ámbito de la Defensa (por ejemplo, política de fortalecimiento del Estado en zonas extremas a través de múltiples instituciones o en tareas en el ámbito de las “nuevas amenazas”, como catástrofes). Sin embargo, y más allá de ello, hoy las respuestas sectoriales o unilaterales y aisladas no son eficaces (incluso las de las Fuerzas Armadas), por su carácter incompleto y parcial frente a unos retos que exigen un enfoque complejo, multidisciplinario y una acción conjunta (sistémica), como se ve en La Araucanía, por ejemplo. Solo una perspectiva integral de la Defensa, utilizando la combinación adecuada de todos los medios disponibles (capacidades) e integrando en la respuesta a todos los órganos del Estado, sector privado y sociedad civil (una suerte de gobernanza multinivel de la Defensa), se percibe como el modo de actuación más adecuado, abarcando todos los aspectos potencial o realmente afectados. Precisamente, y como dice el tercer Libro de la Defensa del 2017, “la Defensa es un tema de todos” y no solo del instrumento militar/FF.AA., como se tiende a generalizar en la actual política.
Otro punto relevante de esta discusión se ancla al hecho de que una concepción insegurizante per se requiere de recursos inagotables, y países como Chile tienen patente aún el dilema del profesor Paul Samuelson entre “cañones y mantequilla”, es decir, entre demandas sociales crecientes (y también impacientes con efectos en la gobernanza) y demandas de la Defensa tal como lo expresa el texto del 2020: “Adaptar las capacidades militares a escenarios de riesgo presentes y futuros incorporando las amenazas híbridas y, en particular, al ciberespacio (superioridad operacional)… eso significa recursos”. Como lo relató una fuente castrense, de acuerdo al artículo de Landaeta, “porque al final de esto se trata todo (de) las lucas y el poder; quién compra más tecnología y quién puede hacer su trabajo con mejores implementos y presupuestos”. Augusto Varas dice que “una superioridad operacional para posibilitar la disuasión ante potenciales amenazas… sin una política de regulación de compras y gasto militar al interior de una iniciativa regional de Zona de Paz que supere el dilema de la seguridad, la demanda por recursos públicos será exponencial, dados los crecientes costos de la tecnología militar para mantener tal superioridad operacional”.
Por otra parte, de acuerdo a algunos estudios académicos, existe espacio para continuar ajustando el gasto de Defensa a los reales escenarios externos e internos que enfrentamos, sin poner en peligro la seguridad externa. Tampoco las FF.AA. deben estar diseñadas para enfrentar una proyección automática de un listado creciente de las amenazas del siglo XXI. Más aún su autonomía y proyección a las políticas de gobierno, como dice un documento del Grupo de Análisis de Defensa y Fuerzas Armadas (GADFA), ha tenido como consecuencia que, comparando la cantidad y calidad de los despliegues militares vecinales, se verifica que actualmente nuestra fuerza militar resulta absolutamente sobredimensionada para la situación estratégica esperable (amenazas/desafíos), demostrando que más logística no necesariamente significara más seguridad.
Precisamente frente a este escenario de la Defensa, el programa de gobierno del Presidente Boric, en sus páginas 228 y 229, dice que “actualmente, se asimila la defensa nacional como una actividad exclusiva de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, las amenazas multidimensionales potenciadas por la globalización, la crisis climática y el neoliberalismo, exige avanzar hacia un ‘Sistema de Defensa Integral’, que incorpore al conjunto de las instituciones del Estado y de la sociedad civil organizada para alcanzar las metas trazadas por el pueblo de Chile, libres de toda amenaza o interferencia ajena a la voluntad nacional… La nueva Política de Defensa Nacional debe consagrarse en una estrategia de seguridad y defensa nacional cuyo eje orientador sea el control civil”.
Sin bajar “la guardia” para no extender o crear nuevas vulnerabilidades, para operacionalizar esto hay que identificar potencialidades y vulnerabilidades y responder las preguntas que se hace Eduardo Santos Muñoz, tales como: ¿de qué queremos defendernos?, ¿cuánta defensa es suficiente?, ¿cómo defendernos?, ¿cuánta defensa podemos financiar?, ¿cómo organizamos la defensa?, ¿qué tipo de FF.AA.?, ¿con qué marco legal y financiero?, ¿cuál es la estatura política estratégica del país y la implicancia que ello tiene en los diversos planos de actuación?, etc.
Como señala un documento de GADFA, “la Defensa debe ser parte integral del desarrollo de un país, asociada a este, tanto desde el punto de vista de sus capacidades como de su doctrina, las que obviamente deben ser producto de una adecuada planificación de la defensa, que se inicie con la elaboración de una Política de Defensa para bajar a los ámbitos político estratégico, estratégico conjunto y operacional, convergiendo a un resultado que debe siempre estar asociado a las capacidades económicas, tecnológicas y sociales que el nivel de desarrollo del país provee”.
Desde ya se puede decir que la evolución del entorno estratégico regional muestra que Chile no tiene amenazas militares inminentes, más aún después de haber resuelto los problemas territoriales con los países vecinos, aunque sí tiene desafíos de seguridad que deben ser tratados multidimensionalmente a través del diseño y desarrollo de un Sistema Nacional de Defensa (Whole of Government Approach) y que incorpore al sector privado y la sociedad civil: la integración comunitaria (de la sociedad civil), además de legitimarla y darle continuidad, contribuye a recuperar el tejido social, actuando entonces sobre la prevención. Junto a ello, en el actual entorno democrático resalta la cooperación internacional que promueve una nueva Política de Defensa para el siglo XXI (dentro de un financiamiento posible y razonable) que contribuya a la paz y la seguridad regional: caminar hacia una Zona de Paz Sudamericana.
Es claro, entonces, que sigue pendiente el compromiso de gobierno de elaborar una Política de Defensa, participativa e integral, para el siglo XXI, y que dé cuenta de la existencia de un escenario regional más cooperativo y democrático, como el actual.