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[Opinión] Bonvallet se fue, pero qué pena así…

[Opinión] Bonvallet se fue, pero qué pena así…

Luchador innato. E intenso. «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», escribió Cesare Pavesse. Jamás vi la muerte en los ojos de Bonvallet. Y hablamos mucho sobre el tema.


Si debo escoger una idea que resuma la vida de Eduardo Bonvallet (tarea demasiado complicada), elegiría esta sentencia del escritor y poeta inglés D.H. Lawrence: «No quiero que el Destino o la Providencia me traten bien. Soy esencialmente un luchador».

Eduardo lo fue y soy testigo de eso.

Luchador innato. E intenso. «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», escribió Cesare Pavesse. Jamás vi la muerte en los ojos de Bonvallet. Y hablamos mucho sobre el tema. Nuestras veladas se extendían hasta horas inimaginables. Cuatro o cinco horas de conversación «pura y dura», como decimos los periodistas.

Siempre sentí que le gustaba escucharme, incluso cuando hablábamos de fútbol, área donde Eduardo daba cátedra sobre todo cuando se instalaba a horcajadas en la Selección Chilena. Allí su discurso se extendía hasta cuando asomaba el cansancio. «Te pareces a Fidel Castro», le dije en más de una ocasión, al cabo de esas largas peroratas.

Su risa y un último cigarro cerraban la charla.

Siempre me causó gracia la pregunta que aún me hace mucha gente: «¿Cómo es (o fue) trabajar con Bonvallet?, como si Eduardo fuera un ser caído de otro planeta o nacido de los delirios de Poe o de Lovecraft.

«Igual que con otros: con cosas buenas y malas», respondo, tal vez para ponerle paños fríos a la imaginación de los que nos escuchaban, y para quienes Eduardo parecía, casi, como dotado de cualidades de superhéroe, estilo Marvel.

Justamente, y ahora que escribo esta columna tras la partida del «Bonva», siento que el peor homenaje sería quitarle su humanidad. «Ángel fieramente humano», como un título de Blas de Otero que descubrí una tarde de otoño en alguna librería de la calle Corrientes, en Buenos Aires.

Ojo, eh, que no pretendo decir que Eduardo haya sido -o pretendido ser- un ángel, como algunos lo hacen aparecer ahora, en varios medios de comunicación, con una hipocresía que genera naúseas.

Tan sólo afirmo que fue un hombre como todos nosotros, con virtudes y defectos fácilmente reconocibles y aun palpables. Pero más sincero y frontal que muchos. Equivocado o no, decía las cosas por su nombre.

¿Los sorprendo con un extracto de uno de nuestros diálogos nocturnos? «Si las cosas siguen así (me señaló una vez, después de analizar la decadencia valórica de esta sociedad, llena de desigualdades y torpes eufemismos colectivos), hasta apoyaría la lucha armada para cambiar esta situación…»

No mentía. Lo vi en sus ojos, en los que jamás percibí la opción del suicidio.

¿Por qué tomó ese camino?

No tengo respuestas. Me sorprendí igual que ustedes al recibir la noticia. Y en este instante -preciso instante que escribo estos párrafos- todavía no salgo de mi estado de negación: simplemente porque no quería verlo muerto.

Sostengo que una columna de opinión debe ser mínimamente coherente. Responder a una premisa y confirmala. Ésta no. Es tremendamente dispersa y ni siquiera sé que quiero expresar. Quizás mi tristeza y mi solidaridad a su familia y a todos sus amigos.

Me gustó ver a muchos en la Iglesia Anglicana, donde se velaron sus restos. Gente cariñosa y agradecida. Sentir mensajes de corazón a corazón, como dice mi amigo Jorge Coloma, sin otro objetivo que expresar una pena honesta y sin dobleces.

Convertido en polvo o donde quiera que esté, tengan la seguridad de que Eduardo lo agradeció.
Descansa en paz.

Santiago, 20 de septiembre de dos mil quince

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