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Trump y el debate económico y político chileno Opinión

Trump y el debate económico y político chileno

Eugenio Rivera Urrutia
Por : Eugenio Rivera Urrutia Director ejecutivo de la Fundación La Casa Común.
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«En este contexto, ayuda poco la fragmentada izquierda fuera de la Nueva Mayoría y el rechazo a impulsar un debate con quienes están buscando también nuevos caminos para la centroizquierda. Menos aún la dificultad para profundizar en los análisis y levantar propuestas que realmente den cuenta de la complejidad de los problemas que enfrentamos. En una fase de cambios tan profundos, la apertura a profundizar en los grandes desafíos que enfrenta el país y la izquierda es indispensable para construir conjuntamente una alternativa de izquierda capaz de enfrentar hoy a la derecha».


El triunfo de Trump, más que el Brexit y el triunfo del “No a la paz” en Colombia, ha dejado estupefacto al establishment político y económico mundial, desde la extrema derecha a las izquierdas más radicales. Ello ha ocurrido también en Chile. En el debate nacional, más que iniciar una indagación en el fenómeno, lo que más se observa es un intento de llevar agua a los “diversos molinos propios” y reiterar análisis que pretenden saber de qué se trata el fenómeno a cabalidad, como si los resultados de las elecciones estadounidenses no fueran sino más de lo mismo, que se viene observando en diversos países.

El triunfo de Trump exige renovar los análisis

Desde la derecha del escenario político ha aparecido, por ejemplo, el analista que sostiene que en EEUU y el Brexit “los ciudadanos han votado por menos y no más Estado, por más libertad y no más regulaciones, y por más crecimiento económico por sobre la promesa –nunca cumplida– de más igualdad”.

Aunque la derecha insiste en que la ceguera ideológica es propia de la izquierda, lo cierto es que el autor de esa columna, o está desinformado o peca de ese complejo mal. En efecto, Trump no es por cierto el vocero de los temas relevados por Valente.

Sus principales adalides, llámense Ted Cruz, Marco Rubio, Rand Paul y el propio Jeff Bush, fueron estrepitosamente derrotados por Trump. Otro analista vinculado a la derecha, David Gallagher, ha señalado refiriéndose a Hilary Clinton (en un mensaje claramente dirigido a Ricardo Lagos) que “no existe peor estrategia para perder una elección que abandonar ideas propias para complacer a la galería”.

Es difícil entender ese aserto cuando el triunfo de Trump tiene mucho que ver con su capacidad de comunicación con la “galería” (que Clinton llamó deplorable en uno de sus peores errores comunicacionales), al traducir en un discurso político triunfante los temores de los blancos poco educados, el machismo predominante en hombres y mujeres del mundo rural y de las pequeñas ciudades de los Estados Unidos, la irritación de los trabajadores industriales del norte de ese país frente a la globalización, que nunca volvieron a tener un trabajo como el que tuvieron antes del éxodo de muchas industrias hacia países con mano de obra barata.

También en la izquierda aparece la actitud indicada. Es el caso del economista chileno radicado en Gran Bretaña, José Gabriel Palma, que aunque subraya que el resultado electoral en EEUU “es un fenómeno altamente complejo y (de seguro) sobredeterminado”, concluye taxativamente: “La única razón por la que (Trump) ganó la elección fue porque ganó en el famoso ‘Rust Belt’: Pensilvania, West Virginia, Ohio, Indiana, Michigan, Iowa y Wisconsin −estados donde se perdió lo fundamental de los aproximadamente 10 millones de empleos manufactureros que han desaparecido desde que salió elegido Reagan y comenzó la renovación neoliberal”.

El triunfo de Trump y sus efectos buscados, deseados e imprevistos no puede ser leído con nuestro lentes analíticos tradicionales, pues nos interpela desde ámbitos muy diversos de la sociedad global, que se ha ido constituyendo.

La crisis de la democracia representativa

Sin duda un primer elemento fundamental es la baja participación electoral como expresión del deterioro de la democracia representativa y la deliberación ciudadana. Pese a la insistencia de ambas candidaturas de que en la elección estaban en juego dos visiones radicalmente opuestas de país, solo votó el 56,9% de la población. Esto significa que Trump asume el gobierno con el apoyo de poco más del 27% de la población con edad para votar.

Aunque comparada con la participación en nuestras recientes elecciones municipales aparece como elevada, lo cierto es que la democracia representativa no está representando –y a veces pareciera que ni siquiera lo intenta– a sectores muy importantes de la población. Los grandes avances en materia de derechos civiles, políticos y sociales en el siglo pasado hasta la ofensiva Reaganiana y Thatcheriana fueron resultado de la capacidad de los movimientos políticos socialistas, socialdemócratas y en ocasiones socialcristianos de incorporar a los procesos electorales a las grandes mayorías ciudadanas. Pareciera que el esfuerzo del “establishment real” por excluir a la ciudadanía del ejercicio del derecho a voto está teniendo exitosos resultados, por caminos inesperados. Subyacente en esta evolución están las grandes dificultades para impulsar la deliberación democrática en la sociedad de masas actual. Es lugar común decir que “el mundo cambió”, pero es más difícil dilucidar los derroteros de esos cambios y sus efectos.

En el contexto de los sistemas políticos excluyentes y blindados frente a la ciudadanía, los cambios tecnológicos y económicos, la fuerza imparable de las migraciones y los cambios culturales aparecen como fuerzas telúricas amenazantes sobre los cuales los individuos aparecen impotentes, en la ausencia de mecanismos que permitan concordar democráticamente el tratamiento de esos “amenazas” (y no oportunidades). Como señala Habermas: “Las delimitaciones justas son más bien el resultado de una autolegislación ejercida colectivamente. En una asociación de libres e iguales todos han de poderse entender colectivamente como autores de las leyes a las que ellos se sienten ligados individualmente en tanto destinatarios de las mismas. Por ello la llave que garantiza aquí las libertades iguales es el uso público de la razón institucionalizado jurídicamente en el proceso democrático”. Cuando ello no sucede, aparece el discurso populista, chovinista e irracional del miedo y la desesperanza.

El fin de la “supremacía” blanca y el miedo a la diversidad propia de la economía y sociedad global

La elección de Trump es también el efecto de un país en que la supremacía blanca y la cultura tradicional se ve cuestionada y amenazada por el creciente cosmopolitismo propio de la sociedad globalizada y las tendencias culturales de la liberalización. Quizás quien lo ha expresado de la mejor manera es el intelectual estadounidense Noam Chomsky: “Trump es muy hábil a la hora de incitar el miedo. Si uno observa a los que apoyan a Trump, son en su mayoría blancos de medios o bajos ingresos, poco educados. Curiosamente, entre estos grupos las tasas de mortalidad son altas. Muchos sienten que no hay nada para ellos. Hasta la irrupción de Trump en la escena política habían perdido toda esperanza. Son personas que piensan que se les ha quitado todo. Creen que les han arrebatado su país y que pronto los blancos serán minoría. No hay nada como el movimiento de supremacía blanca en otros países. Creen que el movimiento feminista les ha quitado su rol en las familias patriarcales. De ahí creo que viene tanto fanatismo por las armas. Tienen que tener armas para mostrar que son hombres reales. Además, el aumento de la atomización de la sociedad que deja a las personas solas y aisladas hace que se sientan impotentes frente a fuerzas que los aplastan. En ese clima no es difícil estimular miedos e incitar la bronca y el odio hacia los inmigrantes, hacia otras minorías y hacia el gobierno, como lo ha hecho el candidato republicano” (Le Monde Diplomatique, 11.11 2016).

La globalización sin gobernabilidad democrática

Sin duda que la elección de Trump fue resultado, también, de la irritación de antiguos trabajadores industriales estadounidense que perdieron su trabajo como efecto de la globalización en marcha, más que de los acuerdos comerciales. Los críticos de la globalización han insistido en cuestionar dichos acuerdos y en especial el TPP como meros instrumentos de las corporaciones internacionales, desechando, sin más, su contribución para avanzar en la construcción de una institucionalidad que gobierne la globalización, predominantemente desregulada, que caracteriza a la economía mundial.

Paradójicamente, estos críticos coinciden con Trump, quien con su triunfo ha obligado al Presidente Obama a desestimar el envío del acuerdo al Congreso para su aprobación. Los acuerdos comerciales reflejan la correlación de fuerzas al interior y entre los distintos países participantes. Por ello no expresan solo los intereses de los más poderosos sino coaliciones mucho más complejas y diversas. Es algo similar a lo que ocurre con las normas legales que nos rigen y las políticas públicas que impulsan los diversos gobiernos. El análisis detallado de los procesos que llevan a la aprobación de los diversos acuerdos deja eso en evidencia.

Podemos coincidir en que los acuerdos comerciales están en exceso orientados por los intereses de las trasnacionales (incluidas las “multilatinas”), pero ello debe convocar a hacerlos más inclusivos, que fortalezcan los derechos sociales y aseguren la gobernanza democrática sobre la globalización. No resulta plausible a estás alturas en que el desarrollo tecnológico y la naturaleza de la economía es global y en que los acuerdos de integración tradicionales están en procesos de descomposición, sostener posiciones críticas sin explicitar el camino alternativo.

La incapacidad de las izquierdas para construir una propuesta alternativa al neoliberalismo

El triunfo de Trump es también expresión de la incapacidad de la socialdemocracia y los grupos similares de reinventar y reconstruir la democracia y avanzar hacia una cada vez mayor igualdad en el nuevo escenario económico y de la sociedad de la información y las comunicaciones.

La llamada “Tercera vía” de Blair en Gran Bretaña, de Schröeder en Alemania y en cierto sentido de Bill Clinton en los Estados Unidos, si bien representó un esfuerzo por actualizar las ideas socialdemócratas (en sentido genérico) fracasó al constituirse, simplemente, en una versión del neoliberalismo, argumentando que la “Tercera Vía” no era ni izquierda ni derecha, sugiriendo en definitiva que coincidía con el “fin de la historia” de Francis Fukuyama.

Más aún, el involucramiento protagónico de Blair junto con Bush y Aznar en la aventura de Irak, dejó en evidencia que la forma como se respondió a la globalización, esto es, promoviendo la liberalización económica, el libre comercio a través de las fronteras, la competencia y la desregulación, no representaba la actualización del pensamiento laborista y socialdemócrata sino el reordenamiento económico internacional bajo el liderazgo excluyente de las grandes corporaciones y los países dominantes.

Así es como la revista conservadora The Economist señala que, al contrario de lo que sostenía Fukuyama, que con la caída del Muro de Berlín el conflicto económico había terminado, se asiste a que en términos reales la mediana de ingresos de los trabajadores hombres sigue más baja de lo que era en 1970 (pese a que, como señala Palma en el artículo citado, la productividad en los últimos 35 años ha crecido en promedio en 1,5%), los hogares de los sectores medios han tardado más en recuperar los ingresos perdidos en cada recesión y la movilidad social es demasiado baja para mantener la promesa de algo mejor.

El interesante reportaje de Jim Yardley, “Radiografía del país que eligió a Donald Trump” en la revista Sábado de El Mercurio, describe con particular dramatismo el caso de Detroit: “Nos dirigimos a la calle Goldengate y estacionamos cerca de unas casas desocupadas. Los árboles aún sombreaban los hogares en descomposición donde antes vivían las familias de clase media, antes que muchos de ellos tuvieran que alejarse de por las hipotecas. El vacío de algunas calles me recordó las fotografías de los edificios despoblados y en decadencia que quedaron luego del desastre nuclear de Chérnobil”. Una visión similar de ciudad de Detroit, otrora una potente urbe industrial de los Estados Unidos, entrega magistralmente el cineasta estadounidense Jim Jarmush en su película de “vampiros” “Solo los amantes sobreviven”, del 2013.

Algunos analistas creen que la elección se perdió por la excesiva confianza del equipo de Clinton respecto de que no era posible que Trump ganara en los Estados de Pensilvania, Ohio, Indiana, Michigan, Iowa y Wisconsin. No obstante, las dificultades de los demócratas para encontrar un diálogo y un discurso alternativo al populista de Trump para enfrentar la creciente concentración del ingreso y el aumento de la desigualdad en los países desarrollados viene desde el 2008.

Es así como la participación de los demócratas en el Senado ha caído en 10,2%, en la Casa de Representantes en 19,3%, en los cuerpos legislativos de los estados en un 20,3% y en gobernadores en un 35,7%. En tal sentido, el triunfo de Trump deja una clara enseñanza para Chile: si la centroizquierda no logra recoger las demandas ciudadanas por un nuevo sistema de pensiones, por una salud organizada a partir de los derechos sociales universales, por una educación pública de calidad y gratuita, por una descentralización en serio, por una reforma del Estado real que incluya la resolución de la dualidad que caracteriza al empleo público y por una reducción efectiva de la desigualdad, no será posible derrotar a la derecha.

Tampoco será posible, si no se asumen en serio las tareas de recuperar la capacidad de crecimiento, enfrentar el estancamiento de la productividad y el tránsito hacia la economía del conocimiento, lo que implica un nuevo trato con el empresariado. Esto implica la transformación de los partidos de la centroizquierda, la renovación de sus dirigentes y de sus ideas y la reconstrucción de los vínculos con la nueva sociedad chilena en proceso de profunda transformación.

Luego de la elección, se han producido numerosas movilizaciones contra Trump. La consigna “Trump no es nuestro presidente” es la que sintetiza mejor el sentido de las protestas. Sería interesante saber cuántos de esos manifestantes salieron a votar argumentando que Trump y Clinton eran lo mismo y que no estaban dispuestos a votar por el mal menor. Incluso la gran actriz Susan Sarandon señaló que “ella no votaba con su vagina”.

En este contexto, ayuda poco la fragmentada izquierda fuera de la Nueva Mayoría y el rechazo a impulsar un debate con quienes están buscando también nuevos caminos para la centroizquierda. Menos aún la dificultad para profundizar en los análisis y levantar propuestas que realmente den cuenta de la complejidad de los problemas que enfrentamos. En una fase de cambios tan profundos, la apertura a profundizar en los grandes desafíos que enfrenta el país y la izquierda es indispensable para construir conjuntamente una alternativa de izquierda capaz de enfrentar hoy a la derecha.

Encarar adecuadamente las múltiples dimensiones que genera el fenómeno Trump será esencial para que en las próximas elecciones presidenciales o en las siguientes no nos encontremos con alguna de las caras con que el “Trumpismo” amenaza a la sociedad actual. Se trata de un desafío que debe también interpelar a la derecha. De lo contrario, un populista a la Trump puede “sacar las castañas con la mano del gato”.

Eugenio Rivera
Fundación Chile 21

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