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Opinión: Política energética, minería chilena y progreso


El Día de Pascua de 1722 el capitán James Cook, refiriéndose a Rapa Nui, registró en la bitácora: "Es una isla desolada. No hay madera ni leña ni agua fresca. Las canoas de los habitantes son precarias. La naturaleza no fue generosa acá".

Pero la naturaleza sí fue generosa, al menos con el hombre: había dotado a la isla con diversas variedades de palma chilena, especies que alcanzaban los veinte metros de alto. La palma era la materia prima para la construcción de los botes –la fuente del alimento–, del fuego y era esencial en la elaboración, traslado y montaje de los moais. Pero, a partir del 1400 d.C., el ecosistema isleño comenzó a decaer. Empujados por el hombre, los grandes árboles desaparecieron y, con ellos, una parte vital de la cultura pascuense.

La historia ha mostrado reiteradamente que culturas y civilizaciones han fallado en resolver la encrucijada del uso de sus recursos naturales. Y los ejemplos no se circunscriben a alejadas culturas del Pacífico; las primeras ciudades mesopotámicas languidecieron por la salinización de las tierras de cultivo causado por los sistemas de irrigación. Una y otra vez las ciudades eran fundadas y abandonadas. El valle del Nilo. Roma. Copán. Las evidencias arqueológicas señalan que varias de las civilizaciones fundadoras de la humanidad no lograron franquear los costos de su propio éxito.

Sin embargo, existen quienes, especialmente aquellos que gozan de los beneficios, consideran el progreso material como una propiedad definitiva. Citando a Sidney Pollard, como si el progreso fuese una ley natural, como la gravedad, "un patrón de cambio que existe en la historia y que consiste en cambios irreversibles que ocurren sólo en una dirección, y esa dirección es hacia el desarrollo". Entre las causas de esta percepción se encuentra quizá la novedad de este fenómeno. No hay que olvidar que hasta antes de la revolución industrial un ser humano –con mínimas probabilidades de sobrevivir cuarenta años– dejaba la faz de la tierra en la misma situación tecnológica que como la encontraba. Por el contrario, caminan hoy entre nosotros prójimos que han sido testigos de la invención de las autopistas, las ampolletas, la penicilina y la televisión. Pero el tiempo, medido en cientos y miles de años, ha mostrado que el progreso no es una escalada irreversible, sino un despliegue gigantesco de ingenio y voluntad tan frágil como la vida misma.

A su vez, un aspecto primordial de la discusión energética de una nación son las concepciones políticas en la que ésta se gesta. Y en estas referencias políticas, especialmente si se abocan a dilemas generacionales, la idea que se tenga del progreso es un punto cardinal. Si bien el sistema tarifario, los costos, los retornos energéticos, y otros aspectos tildados de objetivos –por el mero hecho de poseer la capacidad de expresarse aritméticamente–, son factores importantísimos en la discusión energética, lo son también, y en Chile lo sabemos, las convicciones políticas en que estos factores y mecanismos se conciben y relacionan.
 
Algunas de las aristas políticas de esta discusión son: ¿debe el Estado participar en el sector energético o debe actuar como un mero controlador de asimetrías de información y externalidades? (en este último concepto suele arrojarse, según se ha visto, el deterioro en la salud de seres humanos y ecosistemas). O bien, ¿cuál es el valor tangible e intangible del impacto de las obras del hombre sobre una biota tupida, fría y alejada? O, para terminar esta pequeña e incompleta lista, ¿cuál es el grado de autonomía que una nación organizada debe entregar a una comunidad para decidir sobre proyectos locales de impacto global? Es en este contexto que las posturas morales sobre el progreso y el desarrollo de los individuos y las sociedades juegan un papel preponderante.

¿Puede una propuesta de desarrollo no estar teñida por la noción de progreso que una sociedad posee? ¿Puede una discusión de políticas energéticas enajenarse del contexto político y no comprender que no es un fin sino un medio? ¿Puede un modelo de desarrollo olvidarse del tiempo y del porqué? Ya que, dicho sea de paso, que uno de cada seis chilenos no tenga acceso siquiera a las calorías suficientes para superar la definición metabólica de la pobreza no ha pasado ni pasará nunca, en sus aspectos fundamentales, por el precio del kilo watt hora.

Patricio Lillo 
Profesor Eficiencia en Minería, Departamento de Minería UC

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