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Opinión: El problema es el Estado


No hay caso. En Chile, las cosas que se advierte que van a pasar, inevitablemente, pasan.

Es el caso de la bomba en la estación del Metro. Ya los encapuchados y varias bombas anteriores nos habían advertido que algo más grande se preparaba. Además, en España habían apresado a terroristas chilenos que la justicia de esta país había dejado en libertad, a pesar de las evidencias. Y como si esto fuera poco, varios países del mundo, entre ellos Estados Unidos, habían alertado a sus ciudadanos en el sentido de que es peligroso venir a Chile

Mientras tanto, gobierno y autoridades, como si nada pasara, continuaron discutiendo si en Chile tenemos o no terrorismo.

Y también, tal como se había señalado de manera repetida, lo que debía pasar en la economía, sucedió. El Banco Central acaba de confirmar que la economía chilena se ha desacelerado y que, con suerte, vamos a crecer este año sólo la mitad que en años precedentes.

No vamos aquí a restarles importancia a los factores externos. Pero, convengamos, internamente hicimos todo lo posible para que lo que tenía que pasar, pasara.

No me puede dejar de extrañar el repetido –y, además, fracasado– intento de los socialistas, en todos lados, de desconocer la naturaleza humana. No estoy hablando aquí de la vieja ilusión –ya pasada de moda– de creer que se puede manipular al hombre o de crear al hombre nuevo, sino de los repetidos intentos de afectar a las personas en áreas sensibles y, después, extrañarse de su reacción.

Adam Smith, por allá por los años del 1800, se preguntaba respecto de las cosas que motivan a las personas y las llevan a hacer lo que hacen. Las personas –curas, doctores, comerciantes y políticos– hacen lo que creen que es bueno para ellas, decía. En palabras de Smith, "persiguen sus propios y, a veces, mezquinos intereses".

Sin embargo, desconociendo como se comportan las personas, el gobierno desplegó una receta que combina aumentos de impuestos, reforma laboral, reforma de la Constitución, y mucha retórica destinada a desprestigiar a los ricos y empresarios.

Este cóctel –amenizado con declaraciones de Javiera Blanco (metiendo cuco con la Ley Laboral), de Rincón (amenazando el derecho de propiedad), de diputados y senadores partidarios de la retroexcavadora y otras máquinas pesadas, para no hablar del video antiempresarial hecho en La Moneda– terminó, como se esperaba, deteriorando las confianzas del sector privado y de la gente en general.

Si alguien tenía ganas de arriesgarse en un proyecto de inversión, ahora lo va a pensar tres veces: no vaya a ser que la reforma tributaria modifique de raíz la rentabilidad esperada de la inversión, y/o la reforma a la Constitución le pase la cepilladora al derecho de propiedad, y/o los cambios a la legislación laboral impliquen una huelga indefinida sin posibilidades de remplazo, entre otros factores.

Por otra parte, gente común y corriente ahora está gastando menos debido al temor de quedar desempleada.

Son, todas estas, reacciones racionales de privados que sienten su vida amenazada. El comportamiento irracional sería permanecer como si nada pasara.

Las encuestas, entretanto, están dando cuenta de esta situación y señalando que la mayoría de los chilenos no está de acuerdo con las reformas.

A pesar de que el gobierno insiste en que la ciudadanía votó por las reformas y que, por lo tanto, es su deber hacerlas, lo cierto es que aún no se sabe casi nada de ellas, ni de los usos que se va a dar a los cuantiosos recursos que se recaudará con los impuestos. En cualquier país serio se producirían violentas protestas si se diseñara, como aquí, una reforma tributaria que recaudara una enorme cantidad de recursos sin saber cómo ni dónde se van a gastar.

Según el discurso oficial, la reforma tributaria permitirá a los chilenos mejorar la educación y, por lo tanto, alcanzar la igualdad y la felicidad.

La ciudadanía, sin embargo, presiente que los recursos que se recauden se van a emplear mal. Ello tiene bastante asidero, toda vez que el único proyecto conocido hasta ahora con los dineros de la reforma tributaria es pagarles la educación superior a los jóvenes chilenos y la gente sospecha que eso es hacer de Robin Hood pero al revés: es decir sacarles la plata a los pobres para financiar a los ricos.

El Estado es un pésimo gestor. Las empresas que maneja no son ningún orgullo para Chile, empezando por la educación pública, de pésima calidad, que ha condenado a la pobreza a miles de jóvenes. Por eso extraña que la reforma educacional no ataque ese problema y se dirija en contra de la educación privada, de mayor calidad y preferida por los padres.

Lo mismo podríamos decir de la salud estatal, de la seguridad, de Codelco, de TVN, del Banco del Estado, del Metro, del Transantiago, entre otras actividades que no se destacan precisamente por ser manejadas de manera eficiente y razonable.

Llevamos décadas aumentando el tamaño del sector público, con los resultados obvios: mayores impuestos, más regulación, más burocracia. ¿Por que ahora vamos a creer que el Estado sí va a ayudar a mejorar la calidad de vida de los chilenos?

La calidad de vida de los chilenos no pasa por aquí. Pasa por entregarle incentivos al sector privado –en la forma de menos Estado, menos impuestos, reglas del juego claras, menos regulaciones, menos burocracia– para que aumente la producción y el empleo.

El problema es el Estado, como bien señalaba el presidente Reagan.

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