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Opinión: A propósito del reciente caso Penta, quizás el mercado necesite de auditores, pero forenses…

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Desde hace unos meses nuestro mercado financiero comenzó a ser remecido por determinados casos de irregularidades contable-financieras que han puesto en jaque la credibilidad y el funcionamiento de las instituciones públicas del país. Al reciente fallo de la Fiscalía Nacional Económica (FNE), donde ésta aplicó una multa histórica de US$60 millones a las empresas Agrosuper, Ariztía y Don Pollo, y la debida disolución de la Asociación de Productores Avícolas de Chile A.G. (APA) por colusión en la fijación de precios y cuotas de mercado, se han sumado casos como los de Cascadas, Errázuriz-KtW, Penta-FUT (hoy convertido en un “Pentagate”) y otros que no son de conocimiento público pero que engrosan la lista de denuncias interpuestas ante la Fiscalía y los tribunales de justicia. En esa misma dirección podrían ser considerados aquellos casos “no regulados”, como los problemas de ciertas organizaciones deportivas y el cuestionamiento en el quehacer financiero de algunas casas de estudios que recientemente han concitado también la atención de la opinión pública. 

El rol de auditor: lo que se espera que haga versus lo que puede hacer

No fue hace mucho que nuestro ex número 1 de la ATP, Marcelo "Chino" Ríos, hizo pública su denuncia contra la Federación de Tenis de Chile (FTCh) por presuntas irregularidades contables ocurridas al interior de dicha federación, exigiendo se ordenara una auditoría externa. No obstante, suponiendo por un momento que se concede la “tesis” de "irregularidades contables", conviene preguntarse: ¿es una “auditoría externa” lo que se necesita? Mi respuesta inmediata sería que no. Considere el lector que ya la combinación “auditoría-irregularidad” es confusa, contraproducente y hasta contradictoria. Si bien hablar de "auditoria versus irregularidad" aplica a los casos antes citados –los de colusión y el "Pentagate"– es necesario reparar en el rol del auditor externo.

Una auditoría externa, por excelencia, no tiene como objetivo la detección de fraudes, debido a que las normas de auditoría (NAGAS) están limitadas para tales efectos. Más claro: la finalidad de una auditoría es la de emitir una “opinión razonable” respecto a si los Estados Financieros (EEFF) han sido confeccionados según “los principios y criterios incluidos en las Normas Internacionales de Información Financiera”, es decir, si dichos estados están “libres de errores significativos” o de “errores materiales” producto de la comisión de fraudes o errores involuntarios que pudiese cometer la Administración (los responsables del gobierno de la entidad). 

Así las cosas, no es responsabilidad del auditor ir detrás de los fraudes, amén de que deba en su planificación considerar el riesgo de éstos y ponderar la materialidad de esa irregularidad y de cómo ésta afectaría su opinión en el dictamen. Desde ese punto de vista, lo más probable es que las auditorías ya practicadas, o por practicar, sean “totalmente correctas” porque el alcance en su ejecución dista mucho de detectar irregularidades contables.

Por tanto, esas mismas NAGAS no permiten ir más allá si se llega a descubrir un fraude al interior de una organización porque sencillamente sus metodologías no están diseñadas para ello. A su vez, y considerando que existe un amplio consenso en la profesión al respecto, no es responsabilidad del auditor ir detrás de este tipo de delitos. Por consiguiente, el primer frente de batalla y responsable en la detección y prevención de fraudes le pertenece al Gobierno Corporativo de la entidad, y no al auditor externo –cabe destacar que lo recién planteado no exculpa a los auditores si efectivamente no han tenido el debido cuidado profesional en la observancia estricta de esas normas–. 

No obstante lo anterior, los usuarios de la información financiera –incluyéndose al regulador  y a quienes encargan auditorías externas– exigen a los auditores tener un rol más bien “policial” y casi “detectivesco" que el que realmente les compete; y suponiendo por un momento que debiese ser así, el tiempo dedicado a las auditorías externas, además de los costos que ello conlleva, hace casi imposible que el auditor pueda centrar su atención en la “búsqueda de irregularidades”. 

En conclusión. Las técnicas y metodologías forenses están fuera del campo profesional del auditor externo, y lo que es más importante, su “mindset” (mentalidad investigadora) se construye de diferentes maneras y en circunstancias profesionales distintas.    

¿Qué está necesitando nuestro mercado financiero? 

El escenario actual de los negocios, cada vez más complejo y dinámico, está situando y cuestionando los estándares de la auditoría en virtud de una nueva realidad, destacándose la figura del auditor forense –o "auditor de fraude"–. A continuación, las razones de cómo surge la especialidad.

A comienzos de esta década (año 2000), Estados Unidos y algunos países del mundo enfrentaron escándalos contables de gran impacto económico, mediático, social y político, afectándose negativamente sus mercados locales y también los de muchos otros que seguían modelos regulatorios financieros similares. A partir de tales escándalos, importantes cambios legislativos fueron llevados a cabo para recuperar la confianza de los inversionistas, surgiendo en esa misma década una gran cantidad de programas universitarios en contabilidad (auditoría) forense. Esta nueva institucionalidad profesional tiene sus orígenes en países desarrollados, estando fuertemente vinculada a la esfera judicial y asociada a la investigación de crímenes financieros. Como especialidad, la auditoría forense es una ciencia contable orientada a la investigación y prevención de fraudes y otros actos ilegales. Por muchos años estuvo “hospedada” a nivel gubernamental, y sólo era posible ejercerla si se pertenecía a alguna institución ligada al Estado, es decir, si se era parte de la planta de especialistas forenses de una organización policial o de algún departamento especializado dentro de algún servicio público.
 
Ahora bien, ¿quién es y qué hace un auditor forense?  Un auditor forense, que no tiene nada que ver con los términos "necropsia" o "autopsia", es un profesional que cuenta con una vasta experiencia contable, debiendo poseer habilidades técnicas y prácticas en:  auditoría, contabilidad, tributación, regulación financiera, estadística y legislación referente a su campo profesional, como lo son aquellas normas pertinentes a la prueba pericial contable. Su trabajo diario se estrecha y complementa con el de un abogado, dándose una relación sinérgica-simbiótica entre ambos profesionales. Si bien la mayor parte del trabajo de un auditor forense es la investigación de fraudes contables corporativos, también su campo de acción se extiende a áreas investigativas relacionadas, por ejemplo, con la evasión tributaria, el lavado de dinero, la realización de valuaciones, las cuantificaciones patrimoniales (por divorcio, pensión de alimentos), y programas en prevención y detección de fraudes.  

Este tipo de profesional tiene un perfil diferente al de un perito judicial contable, debido a que este último debe circunscribirse al encargo que le encomiende un tribunal, respondiendo a materias específicas. Es decir, la labor de un perito es por naturaleza de tipo contable-investigativa. Sin embargo, hay ocasiones donde el auditor forense puede ser citado por el tribunal para aportar información sobre hechos en controversia, también como perito. En otras palabras, el campo de acción de un auditor forense es más amplio que el del  perito judicial contable, pues puede llevar a cabo investigaciones independientes, con prescindencia de si sus informes son o no presentados como medios de prueba ante un tribunal o Corte.

Luego, ¿es la figura del auditor forense la solución para evitar la comisión de fraudes o eliminar la consumación de irregularidades contables en nuestro mercado financiero? Sin tratarse del único remedio, el profesional es parte de la solución. No existe ningún control interno o herramienta que evite o elimine la exposición de riesgos por fraudes porque sencillamente la conducta humana está creando constantemente mecanismos que vulneren la norma, y porque además tales riesgos a lo más pueden mitigarse. 

Sin embargo, lo cierto es que la auditoría forense tiene un potente efecto disuasivo cuando va acompañado de dos elementos que se conjugan: uno, cuando el regulador reconoce su aporte en la prevención de fraudes, y dos, cuando existe un cuerpo legislativo que apoya y tipifica claramente su campo de acción en el mercado financiero, tal como lo han entendido muchos países desarrollados de la OCDE, donde nuestro país es miembro activo.

El problema no es el aumento de penas, sino la falta de tipificación 

Hace unas semanas, el Fiscal Nacional del Ministerio Público, Sabas Chahuán, indicó que urge en nuestro país un cambio al Código Penal en cuanto a una adecuación en la legislación sobre delitos económicos y de corrupción, debido a que, según estimó, no todo se logra con mayores penas. Sin embargo, si observamos con detenimiento los casos en Chile, podemos sostener que hemos avanzado más en tipificar o reforzar aquellos fraudes contables-financieros desde la perspectiva del empleado –los que se cometen “en contra de la organización”, sean con o sin fines de lucro–, que con los que se cometen “en favor de la organización”.

En otras palabras: aún no están tipificados los fraudes contables en los que participan los altos directivos y ejecutivos que conforman el Gobierno Corporativo (u órgano directivo superior) de una organización.

Por ejemplo, respecto a algunos casos de tipificaciones de fraudes que se comenten en “contra de la organización” podemos encontrar artículos con “nombres y apellidos” que condenan la conducta irreprochable de los contadores, auditores y peritos contables. Algunos de estos artículos los encontramos en el Código Tributario, que en su artículo 100 sanciona al contador que incurriere en falsedad o actos dolosos como encargado de la contabilidad de un contribuyente.

Por su parte, el artículo 134 de la Ley Sociedades Anónimas prescribe que serán sancionados los peritos, contadores o auditores externos que con sus informes, declaraciones o certificaciones falsas o dolosas indujeren a error a los accionistas o a los terceros –aunque más osado es el reglamento de dicha ley, que en su articulado 55 número 4 señala que el auditor externo debe examinar en el cumplimiento de sus funciones la contabilidad, y además “cuidar por revelar la posible existencia de fraudes y otras irregularidades que puedan afectar a la presentación justa de la posición financiera o de los resultados de las operaciones”–. Por otro lado, la Ley de Mercado de Capitales señala en su artículo 59 letra d) que serán sancionados con la pena de cárcel aquellos contadores y auditores que dictaminen falsamente sobre la situación financiera de una entidad obligada a reportar.

Y, por último, nuestro Código Penal dispone en su artículo 483 que el contador que falsee o adultere la contabilidad del comerciante, que sufre un siniestro, será sancionado con la pena de cárcel. No olvidemos que en los años en que estos preceptos fueron promulgados (décadas de los 80 y 70, principalmente) el “dueño exclusivo y custodio” de la información contable-financiera descansaba en el contador o auditor de una empresa y que, ante este “monopolio contable-informativo”, a la mayoría de los dueños y administradores de empresas no les quedaba más remedio que “confiar ciegamente” en lo que su contador decía. Hoy en día, en cambio, el jefe del contador es tan responsable de los números que revela la empresa como su subordinado. 

Entonces, ante este escueto corolario legislativo no cabe sino preguntarse: ¿dónde está el (mismo) espíritu de tipificación hacia los dueños, gerentes (CEOs, CFOs), directores de las sociedades a los cuales esos mismos contadores, auditores y peritos prestan sus servicios profesionales? Simplemente no existe, a pesar de las –al menos– 30 tipificaciones de delitos económicos consignados sólo en nuestra Ley de Mercado de Valores. 

La ley tributaria pareciera ser la única (DL830/74 y modificaciones) en la que se menciona con “todas sus letras” la responsabilidad que tienen los altos directivos de empresas en temas de fraudes (tributarios), al prescribir en su artículo 99 que las sanciones corporales y los apremios se aplican a quien(es) debió (debieron) debieron cumplir la obligación tributaria, es decir: gerentes, administradores (o quienes hagan las veces de éstos) y socios. Cabe destacar que esto tiene sólo propósitos fiscalistas.

Ante esta “desequilibrada” realidad de tipificación penal (empleados versus ejecutivos), ese fraude o irregularidad cometida y que acaparó titulares de prensa; que concitó la opinión de expertos y que hasta motivó la conformación de una que otra comisión investigadora en el Congreso, con el transcurso del tiempo los argumentos que perecían tan claros en sus inicios comienzan lentamente a debilitarse, dando paso hacia la transformación silenciosa de una figura penal que quizás jamás fue parte “del elenco de tipificaciones criminales originales“ de la querella, como lo es la figura del delito por evasión tributaria que el Servicio de Impuestos Internos (SII) entabla.

Muchas de las causas por delitos económicos terminan siendo tipificadas y basadas en el artículo 97 N° 4 del Código Tributario (y otros relacionados); esto es, la presentación de declaraciones de impuestos maliciosamente incompletas o falsas (al invocar el concepto amplio de la definición de “renta” que señala que “constituye renta todo aumento patrimonial” sin considerar su origen, naturaleza y denominación). Al respecto, algunos casos financiero-contables bullados y no tan bullados que han terminado fallándose como “delitos tributarios" en los últimos 10 años han sido: Codelco (JP Dávila), Inverlink y Publicam, y por lo visto La Polar va en esta misma dirección.  

Lo anterior de alguna manera confirma la ausencia de una figura penal en Chile en que no se sanciona la “teoría de agencia”, es decir, en la que una persona (llamada “el principal”) confía la administración de su patrimonio a un tercero (llamado “agente”) y donde éste no cumple adecuadamente el encargo encomendado al no administrarlo diligentemente, no condicionado necesariamente a la comisión de un fraude o algún ilícito tipificado. Esta figura penal sólo puede encontrarse excepcionalmente, por ejemplo, en la reciente Ley 20712/14 (“Ley Única de Fondos”).   

Un interesante ejemplo a seguir es lo que hizo Estados Unidos al promulgar la Ley Sarbanes-Oxley (SOX, 2002). Entre sus múltiples secciones destacan las 404, 802 y 906. La primera, referida a la “obligación administrativa” de mantener políticas y procedimientos relacionados con la integridad de la información corporativa y su disponibilidad; la segunda y tercera, que establecen y tipifican penalmente: la negligencia inexcusable por parte de la Administración y otras personas en el ejercicio de sus cargos, donde las sanciones pueden llegar al millón de dólares; penas de cárcel por hasta 10 años; y si se comprueba que hubo dolo –o la comisión de un fraude corporativo–, las sanciones pecuniarias se elevan a cinco millones de dólares, mientras que las penas corporales de presidio pueden ser de hasta 20 años. Es importante destacar que las tipificaciones más citadas son por: alterar, destruir, mutilar, encubrir y falsificar registros, documentos u otros objetos tangibles con la intención de obstaculizar, impedir o influir en una investigación legal.

En conclusión, parece inadecuado proteger el interés de los inversionistas (especialmente minoritarios) al amparo de las leyes tributarias, en donde los objetivos son totalmente diferentes. La ley tributaria por antonomasia protege el interés fiscal por la vía de concitar el debido pago de los impuestos (foco recaudatorio) que muy bien hace el artículo 97 del Código Tributario; pero no hay un “espejo” sancionatorio de la misma naturaleza en nuestro mercado de capitales que castigue de forma clara las manipulaciones y fraudes contable-financieros. Además, parece oportuno que el listado de grandes contribuyentes (según la resolución exenta 109/13 y complementarias del SII) sea parte del escrutinio público por parte de algunas de las superintendencias existentes, aun cuando no sean “agentes de valores emisores de instrumentos de oferta pública”. Esto, porque de acuerdo con la OCDE, estas empresas en Chile están representadas en un 98.5%. Por tanto, su impacto en la economía no es menor. 

Otro factor relevante en la investigación de delitos contable-financieros dice relación con la aplicación de la jurisprudencia judicial. No hay que olvidar que en las causas judiciales siempre existe un elemento de ponderación y equilibrio, cuyo límite, en definitiva, quedará entregado a la decisión del juez. La jurisprudencia judicial en Chile es voluble, es decir, ni la jurisprudencia ni la doctrina obligan a los jueces como ocurre en los países anglosajones; de manera que un juez puede resolver de forma totalmente distinta dos casos similares, incluso mediante fallos absolutamente contradictorios sobre una misma materia. En ese sentido, la “astucia” del abogado defensor juega un papel preponderante (“dime quién te defiende y te diré cómo te va ir”).

Por último, no estaría de más revisar las normas contables que establece nuestro “añejo” Código de Comercio a objeto de tipificar irregularidades contables básicas que sean aplicables para todos los comerciantes.

Christian M. Nino-Moris
Auditor Forense 
Lecturer-Instructor Facultad de Economía y Negocios U. de Chile

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