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San Francisco y la destrucción de la educación chilena Opinión

San Francisco y la destrucción de la educación chilena

Andrés Palma Irarrázaval
Por : Andrés Palma Irarrázaval Economista. Miembro del Foro por el Desarrollo Justo y Sostenible
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Comparto con Alejandro San Francisco el dolor que causa la “pérdida de talentos y de oportunidades para numerosos niños y jóvenes de Chile”, pero no comparto la conjugación verbal que emplea a continuación, ni su conclusión: “Que podrían haber aspirado a un futuro mejor, pero que lamentablemente quedarán a mitad de camino”. Aunque no quiera decirlo, su análisis mira la educación como una causa perdida, que durante años ha sufrido una “verdadera destrucción”.


Hace unos días, en el medio digital El Libero, el historiador Alejandro San Francisco publicó un artículo llamado “La destrucción de la educación chilena”, en el que aborda, a partir de los recién conocidos resultados del Simce, la situación de la educación en el país.

En dicho artículo, luego de un análisis semiobjetivo que incluye el calificar como “simplismos torpes o inconducentes” el querer terminar con el lucro, el copago y la selección, Alejandro San Francisco se pregunta: ¿Por qué la enseñanza chilena ha llegado a este desastre?, y se responde con varios juicios que revisaré a continuación.

En primer lugar, señala, “no cabe duda de que la educación no ha sido una prioridad social ni tampoco política en Chile, desde hace muchas décadas”, y cierra este primer argumento con la afirmación de que “si la educación no toma el lugar que le corresponde y si no se actúa en consecuencia, las cosas seguirán igual o peor”.

Que la educación debe tomar un lugar prioritario en el conjunto de la sociedad no es discutible, pero que así ocurra para el conjunto de la sociedad sí lo es. Tal como lo reflejan las encuestas de opinión, la educación solo ha sido considerada como el tema más importante al que se deben abocar las políticas públicas cuando se movilizaron los estudiantes universitarios, liderados por varias de las actuales autoridades de gobierno; normalmente aparece rezagada luego de los temas de salud, economía, seguridad y empleo.

Pero que no haya sido prioridad en las políticas públicas constituye un error, tal vez motivado por lo que revelan las encuestas de opinión, o la ausencia del tema en los medios de comunicación, porque desde el P-900 (programa de apoyo a las escuelas más vulnerables) del Presidente Aylwin, pasando por la Jornada Escolar Completa (JEC) y los incrementos presupuestarios de los gobiernos de Frei Ruiz-Tagle y Lagos, hasta la Reforma Educacional de la Presidenta Bachelet, la educación lo ha sido. La prioridad también se refleja en el enorme incremento presupuestario destinado a la educación que ha habido en las últimas décadas.

Continúa señalando como causal del “desastre” de la educación el que “los recursos destinados a la educación son muy insuficientes en relación a los desafíos que debemos enfrentar”, y fundamenta este compartido aserto en la diferencia del gasto de las familias que envían a sus hijos e hijas a estudiar a establecimientos privados enteramente financiados por sus pagos, en relación con los valores de las subvenciones educacionales que paga o gasta el Estado. Reconoce, a continuación, el aumento del gasto (“esto ha ocurrido”), para finalizar señalando la necesidad de que “se invierta bien y tenga resultados”.

Como reconoce, el aumento del gasto ha sido sustantivo, y los esfuerzos por vincular la inversión en educación a resultados, es decir, que se invierta bien, también han sido numerosos. A los programas ya señalados P-900 y JEC, se pueden agregar la Subvención Escolar Preferencial (SEP), la Red Enlaces, los programas de entregas de textos escolares y los Liceos Bicentenario, entre otros. Asimismo, las políticas de evaluación asociadas a la Carrera Docente y la exigencia de acreditación para las carreras de pedagogía van en el mismo sentido.

Pero todo este esfuerzo no ha resuelto el problema fundamental de la diferencia entre las categorías de establecimientos y la baja calidad del promedio de la educación básica y media. Estos esfuerzos no han mejorado la posición de la educación en los rankings internacionales, y sigue siendo una realidad que el quintil de peores resultados de Shanghái tiene mejores resultados que el quintil de mejor rendimiento en Chile. Supongo que en Shanghái, al ser parte de un Estado totalitario, esa educación es totalmente pública, por lo que el problema no radicaría en quienes son gestores de los establecimientos, sino en otros aspectos.

Uno de esos aspectos, no puede eludirse señalarlo, está asociado a una de las características centrales de la educación chilena, que intentó abordarse en la reforma de la Presidenta Bachelet, pero tuvo una solución parcial solamente. Me refiero a las consecuencias de tener un sistema segregado por sistemas de selección y discriminación. Como comprobaron dos estudios, ya clásicos, de universidades privadas al relacionar la estructura espacial de la ciudad de Santiago con los resultados del Simce, se concluye que dichos resultados están más asociados a las condiciones socioeconómicas de las familias que a la calidad de la educación entregada por los establecimientos.

Se puede concluir, de esta forma, que mientras se mantenga esa estructura de segregación no habrá incentivos reales para mejorar la calidad de lo que se entrega, sino al contrario, se valorará como virtuoso (por sus resultados) un círculo que es vicioso: a los establecimientos que cuentan con más recursos asisten los estudiantes con más recursos económicos y culturales, donde son acompañados por otros estudiantes iguales a ellos y motivados por los profesores que fueron los mejores estudiantes en las carreras de pedagogía y que reciben las mejores remuneraciones. Alguna vez se polemizó con las universidades de la cota mil, la cota mil es la realidad de la educación escolar.

Esa realidad, que podría asociarse a los establecimientos particulares pagados, se repite en los particulares subvencionados y, hasta hace poco, también en los del Estado. En estos últimos ya no hay selección de familias y estudiantes, pero en los primeros, al continuar el copago, la selección continúa, ya no con elementos arbitrarios (como los antecedentes familiares, la religión y otros) sino con uno objetivo: los ingresos.

Para tener otros resultados, aun invirtiendo bien, se necesita que el esfuerzo se traduzca en compromisos de los principales protagonistas. El tercer argumento de San Francisco, para explicarse la destrucción de la educación, es que “la educación está capturada en buena medida y de mala manera por el Colegio de Profesores y por grupos y partidos” sin voluntad de cambios. Y afirma “las ‘reformas’ educacionales han sido negativas”; lo que no explica en su reflexión es en qué consisten esas capturas ni por qué las reformas han sido negativas.

Debo señalar que mi evaluación del comportamiento del Colegio de Profesores (CP) no es la mejor, debido principalmente a que más que un colegio profesional es un sindicato nacional. Tiene razones para comportarse como sindicato, pero su aporte al cambio en la educación es muy inferior a lo que se necesita de los docentes. Se entiende su lucha por mejores condiciones laborales y de remuneraciones, pero sus métodos de presión, ejercidos solo sobre un sector del sistema escolar, los establecimientos públicos, han contribuido, así como los métodos de segregación, al deterioro de la educación estatal y a su pérdida de matrícula. Esto lo señala también San Francisco en su quinto argumento.

Podría afirmarse que “la captura”, si la hubiera, de la educación por el CP alcanza la educación impartida por los municipios y Servicios Locales de Educación Pública (SLEP), pero no al sistema en su conjunto. Y así como esa afirmación podría también decirse que hay una “captura” de la educación por los sostenedores de la educación particular subvencionada, cuyos intereses defienden con similar fuerza. En ambos casos, y seguramente en otros, el legítimo objetivo particular no va en concordancia con mejores resultados. No hay mano invisible que genere una mejor educación.

Formulando un conjunto de preguntas como ¿qué evaluación se ha hecho de las reformas?, lo que tiene mucho sentido, San Francisco insinúa, en su cuarto argumento, que la destrucción se debe a que los directivos son militantes de partidos políticos y no “especialistas”. En realidad, en este párrafo de su texto, junto con reiterar que “la clase política no valora la educación”, solo enumera sus propios juicios, sin argumentar.

Por último, para San Francisco la destrucción también se debe al COVID y a las redes sociales y los celulares, “factores que han dificultado el aprender y, en buena medida el enseñar”, escribe. 

Sin duda el COVID no solo afectó al sistema educacional, sino que agravó el resultado de su segregación, y la respuesta frente a ello no ha sido suficiente, ni del compromiso nacional que se requiere, no obstante el trabajo del Consejo para la Reactivación Educativa. Asimismo, la necesidad de incorporar a los procesos educativos el impacto de las redes sociales y el uso, más positivo que negativo, de los celulares constituye un desafío y un imperativo.

En conjunto con Fernando Prieto, publicamos en enero un artículo en que afirmamos que “el debate que se da hoy día en nuestras sociedades sobre si los estudiantes pueden utilizar sus celulares en la sala de clases, muestra la incapacidad de entender que se requiere un cambio pedagógico radical que se base en esas tecnologías en discusión, que no es el celular el problema sino el no adaptarse a su realidad. Para las generaciones nativas digitales los medios digitales son tan naturales en el espacio educativo, como durante siglos lo han sido los libros y cuadernos. Entonces es necesario adaptarse a esa realidad, dándole valor en el proceso pedagógico”.

Comparto con Alejandro San Francisco el dolor que causa la “pérdida de talentos y de oportunidades para numerosos niños y jóvenes de Chile”, pero no comparto la conjugación verbal que emplea a continuación, ni su conclusión: “Que podrían haber aspirado a un futuro mejor, pero que lamentablemente quedarán a mitad de camino”. Aunque no quiera decirlo, su análisis mira la educación como una causa perdida, que durante años ha sufrido una “verdadera destrucción”.

Hace unos días publiqué en este mismo medio una evaluación de los resultados del Simce y concluí que, complementando las propuestas del Consejo para la Reactivación Educativa, dando mayor impulso a las Tutorías y utilizando herramientas tecnológicas que están disponibles y son alcanzables financieramente, “el desastre de la pandemia y de las políticas públicas aplicadas en respuesta, tiene solución para las actuales generaciones de estudiantes”, y si ello es posible se debe a que, con todos los problemas reales que se pueden describir, no está destruida la educación chilena, ni es el tiempo de su destrucción, sino de recuperar el tiempo perdido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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