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La crisis del régimen presidencial chileno EDITORIAL

La crisis del régimen presidencial chileno

La tensión instalada en el sistema tiene que ver con un tipo de régimen político que carece ya de una aceptación y legitimidad político-institucional común. El papel ordenador del presidencialismo se encuentra completamente sobrepasado. Para colmo, la dimisión del ahora exministro de Desarrollo Social, Giorgio Jackson, comunicada por él mismo a la prensa, en una extraña y solitaria vocería en La Moneda –sin intervención del Mandatario ni de la ministra vocera–, minimizó simbólicamente el cambio ministerial y expuso de manera indebida la debilidad que hoy también afecta al Primer Mandatario.


No existe ningún ajuste ministerial que pueda resolver el problema de fondo que tiene el sistema político chileno en la actualidad: la asincronía funcional y doctrinaria de su régimen político. La tranca está ahí, y el papel ordenador atribuido al presidencialismo se encuentra completamente sobrepasado por una pérdida de autoridad de la Presidencia de la República como institución. 

Ello va más allá de la dureza de la oposición parlamentaria –muy en los bordes de sus competencias institucionales–, o de los juicios acompañados de opiniones políticas bruscas o contradictorias del Presidente Gabriel Boric. La tensión instalada tiene que ver con un régimen político que carece ya de una aceptación político-institucional común en el vértice del sistema político.

Esto se ha visto acentuado por interpretaciones divergentes de los órganos superiores del Estado, como la Corte Suprema, el Tribunal Constitucional o la Contraloría General de la República, en temas de alto interés nacional. Y, últimamente, por los elementos intrusivos de carácter legal que experimenta la administración interior del Estado en más de diez regiones, por razones de corrupción que investiga el Ministerio Público. 

En esta perspectiva, y para colmo, la dimisión del ahora exministro de Desarrollo Social, Giorgio Jackson, comunicada por él mismo a la prensa, en una extraña y solitaria vocería en La Moneda –sin intervención del Mandatario ni de la ministra vocera de Gobierno–, minimizó simbólicamente el cambio ministerial y expuso de manera indebida la carencia de autoridad que hoy también afecta al Primer Mandatario.

Así, actualmente, la competición por el poder político no se remite a coyunturas tradicionales de negociación y actos electorales. Por lo demás, ni siquiera están claras las alianzas y coaliciones a izquierda y derecha. Y la falta de consenso interpretativo y carencias del régimen político se proyectan también a una especulación sobre el poder propio, y a las oportunidades que en diferentes escenarios de cambio o sucesos cívicos se podrían obtener.

La demolición creciente de la autoridad presidencial en el presidencialismo extremo chileno se comenzó a apreciar, ya de manera notoria, desde los primeros gobiernos de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, haciendo evidente el estrechamiento de la Constitución de 1980. Y se acrisoló a partir del “estallido social” de 2019, y del actual mandato presidencial, cuando las elites salieron a buscar una nueva Constitución, premura que no consideró la necesidad de un previo e imprescindible “nuevo Pacto Social” sustantivo. La certidumbre social de tensión económica y desigualdad, de requerimientos de legitimidad institucional y cambio, no tuvieron representantes políticos que se hubieran planteado seriamente una idea institucional y política renovadora para el país. Por ello, todo eclosionó en múltiples direcciones divergentes y los bandazos electorales posteriores. 

Hoy, entre la escasez de estabilizadores políticos, la mala administración del Estado, un magro ejercicio de gobierno del Ejecutivo y de funcionamiento parlamentario, solo queda el sello legal. Pero la confianza y la credibilidad ciudadanas, que son las que dan la adhesión y la legitimidad, no están en parte alguna ni con nadie en especial. De facto, ante una vertiginosa y compleja situación económica y social, la mayoría de la ciudadanía no está consciente de si vive en un régimen político presidencial, en uno semipresidencial, uno parlamentario o en un estado de asamblea permanente. Tampoco sabe quién tiene el poder, pues nadie parece hacerse cargo de las carencias inmediatas y de entregar soluciones efectivas.  

En esta bruma, algunos actores políticos se aferran a sus roles y competencias, e intentan dialogar para componer mayorías que generen acuerdos de gobernabilidad, y demuestran templanza en el uso del lenguaje y de la fuerza. Pero otros, por el contrario, actúan con el mero objetivo de sacar ventajas de coyuntura, para obtener un mayor alcance de poder, o para mantener el que tienen o experimentar su menor disminución, convencidos de que todo depende del tipo de alianza que hagan.

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