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Opinión: Pelé, en el altar de los ídolos

Opinión: Pelé, en el altar de los ídolos

Julio Salviat
Por : Julio Salviat Profesor de Redacción Periodística de la U. Andrés Bello y Premio Nacional de Periodismo deportivo.
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Era un adolescente cuando maravilló al mundo en el Mundial de Suecia ’58, y desde entonces le seguí los pasos de cerca y de lejos. Hoy, cuando celebra su cumpleaños, no puedo evitar el tributo al que considero el mejor futbolista de todos los tiempos.


Estudiaba en el Instituto Nacional y vivía en el barrio Avenida Matta cuando lo escuché nombrar por primera vez.

La vieja radio Philips estaba prendida ese domingo cuando me levanté a la media mañana, y estaban transmitiendo la final del Campeonato Mundial de Suecia 1958. Brasil y el dueño de casa se habían enfrascado en una guerra de goles que terminó con el Scratch ganando por cinco a dos, con un adolescente llorando en los brazos del arquero Gilmar y con el zaguero Bellini alzando la Copa Jules Rimet.

Ese negrito casi niño era Pelé. Tenía 17 años y había asombrado al mundo con su desparpajo juvenil, su técnica maravillosa y su contundencia incontrarrestable. Había anotado el único gol en el triunfo ante Gales en cuartos de final, convirtió tres en el 5-3 ante Francia en semifinales y colaboró con otras dos conquistas en esa final que le dio el primer título a Brasil.

Seis goles, y no había participado en los dos primeros partidos de la ronda inicial (3-0 a Austria y 0-0 con Inglaterra). Igual que Garrincha, recién apareció en el tercero (2-0 a la Unión Soviética). Después se supo que la incorporación de esos dos se debió a presiones de los referentes del plantel, que sufrían enfrentándolos en los entrenamientos.

El nombre se grabó en la mente de todo el mundo, y no fui la excepción. A lo lejos, con poca información en los medios, igual le seguí los pasos. Y cuando vino por primera vez a Chile, con el mágico número 10 estampado en la espalda de la blanca camiseta del Santos, yo estaba instalado en la galería del Estadio Nacional a las tres de la tarde, cinco horas antes de que comenzara el partido.

Fue poquito lo que mostró esa noche. Santos fue apabullado por Colo Colo (6-2). Los aplausos y los elogios fueron para Mario Moreno, Enrique Hormazábal y Jorge Toro. Y Pelé –pocas veces le ocurrió– se rindió a la marca que Mario Ortiz impuso sobre él.

Pero de ahí en adelante todo lo que le vi me dejó maravillado. Estaba también en el coliseo ñuñoíno cuando la U le
ganó 4-3 a Santos, y fui testigo de su chilena portentosa para estrechar la cuenta al final. También lo vi arrastrando a Rubén Marcos y Carlos Contreras, dos fortachones del Ballet Azul que se colgaban de su brazo y de su camiseta, una noche que Santos les hizo 5-1.

Chile fue tal vez el país que más veces vio en acción a Pelé. Y estuve casi siempre entre la multitud que asistía a contemplar su arte.

Esa cercanía en el escenario y las innumerables veces que lo vi por televisión me dieron la certeza de que Nunca más vería alguien que jugara tan bien al fútbol. Después apareció Maradona, con todos sus feligreses, y mi impresión no cambió.

Siguió siendo para mí un astro inigualable: hizo más goles que el argentino, disparaba mejor con la zurda que el «Pibe» con la derecha, cabeceaba mejor, resistía cargas sin caer, logró más títulos internacionales. Estaban parejos en visión de juego, en fortaleza anímica, en dirección y potencia de remates, en influencia en sus equipos.

Los dos fueron decisivos en los títulos mundiales que sus selecciones lograron en México (Brasil en 1970 y Argentina en 1986). En lo único que Maradona fue superior, fue en dominio de balón: a nadie le vi hacerle tanto cariño a la pelota con cualquier parte del cuerpo, y recibir tanta retribución de parte de la redonda.

Me gustó que llegara al gol número mil, reconocí su papel como gran gestor del auge del fútbol en Estados Unidos y aplaudí su despedida.

Y aunque me convenció totalmente como persona, lo sigo teniendo en el mejor lugar del altar en que tengo a mis ídolos.

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