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Canciller francés: «La seguridad de Europa exige detener la degradación del clima»

Canciller francés: «La seguridad de Europa exige detener la degradación del clima»

«Las amenazas a la seguridad son el resultado, de manera más amplia, de los riesgos de conflictos internacionales por el control de recursos vitales ─en particular el agua─ que las evoluciones climáticas pueden convertir en un problema todavía más agudo», plantea el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Laurent Fabius, en este artículo de opinión publicado por el diario Le Figaro.


*En diciembre, Francia será la anfitriona de la XXI Conferencia de las Naciones Unidas sobre el clima, la COP 21. ¿Cuál es el objetivo? Firmar un acuerdo universal que limite, a partir de ahora y hasta finales del siglo, el aumento de las temperaturas a 2 °C con respecto al período preindustrial. La esperanza de éxito es real, pero la tarea inmensa: en mi calidad de futuro Presidente de esta COP 21, mi papel consistirá en propiciar un compromiso ambicioso entre 195 Estados: 196 partes con la Unión Europea. En la negociación, las diferencias de situación entre países que se encuentran en etapas de desarrollo distintas crean diferencias de enfoque. Sin embargo, intereses comunes de mucho peso nos reúnen: es el caso de la seguridad que mantiene con el clima relaciones estrechas.

Desde siempre, el clima ha sido portador de amenazas para la seguridad. Se hace hincapié en general y sobre todo, en el aspecto ambiental, pero los desórdenes climáticos transforman profundamente el conjunto de los equilibrios económicos y sociales: implican por lo tanto riesgos para la seguridad interior de los Estados. En Francia, los historiadores han demostrado que las lluvias torrenciales del año 1788 fueron la causa, por su impacto en las cosechas, de la crisis alimentaria que contribuyó al estallido de la Revolución Francesa. Más cercano a nuestra época, en 2005, el huracán Katrina causó un caos que se tradujo en graves trastornos al orden público, obligando a un despliegue del ejército en el suelo estadounidense.

Las amenazas a la seguridad son el resultado, de manera más amplia, de los riesgos de conflictos internacionales por el control de recursos vitales ─en particular el agua─ que las evoluciones climáticas pueden convertir en un problema todavía más agudo. Ese fue o es el caso, por ejemplo, de las tensiones entre Egipto, Sudán y Etiopía por el Nilo y sus afluentes. Entre Israel y sus vecinos por la cuenca del Jordán. O incluso entre Turquía, Siria e Irak por el Éufrates.

Otro factor de inseguridad proviene de los desplazamientos masivos de poblaciones. Al hacer que algunas zonas se vuelvan inhabitables, las sequías y la elevación del nivel del agua dejan en desherencia a poblaciones enteras, que encuentran a menudo refugio en regiones ya superpobladas, dando lugar a fuertes tensiones. Sin referencias sólidas, dichas poblaciones pueden convertirse en presa de movimientos radicales. A finales de los años setenta, fue precisamente lo que se produjo en el Sahel, pues las sequías extremas contribuyeron al éxodo hacia la Libia de una gran número de tuaregs, quienes fueron reclutados, en su gran mayoría, por la “Legión islámica” de Gadafi. Todavía se encuentra rastro de ello en la desestabilización del norte de Malí, que condujo a la intervención militar de Francia en enero de 2013.

La conclusión es clara: el desajuste climático es también un desajuste en la seguridad. En caso de que la temperatura supere los 2 °C ─lo que sucederá si no actuamos o si nuestra acción no es suficiente─ las amenazas para la paz y la seguridad se multiplicarán en número y en intensidad. Un planeta “climáticamente desajustado” se convertirá entonces en el planeta de todos los peligros.

Estos riesgos no tienen nada de abstracto. En Egipto, un aumento de 50 centímetros del nivel del mar causaría la salida de cuatro millones de personas que huirían del delta del Nilo, con consecuencias de seguridad para toda la región. La desertificación cada vez mayor de zonas inestables como el Sahel propiciaría todavía más el desarrollo de redes criminales y grupos armados terroristas, que ya prosperan en la zona. Del mismo modo, el cambio climático exacerbaría las amenazas que se concentran en la actualidad en las regiones situadas de Níger al Golfo Pérsico ─que formarán parte de las zonas más afectadas. Este “arco de las crisis” es en efecto también un “arco de las sequías”.

Todas estas razones deben convencernos de una doble necesidad. Por una parte, es imprescindible limitar el calentamiento por debajo de 2°C. Por otra parte, es necesario reducir la exposición de las poblaciones a los daños causados por este cambio climático ─en particular, protegiendo las costas ante la elevación de las aguas y organizando una mejor gestión del agua en las zonas afectadas por las sequías. De acuerdo con la terminología de las negociaciones internacionales, eso se llama actuar para “la adaptación”, tema que no siempre ha recibido la atención que merece. La adaptación deberá ocupar un lugar importante en el acuerdo que debe lograrse a finales de 2015, en particular, debido a sus incidencias sobre la seguridad.

Quiero hacer hincapié en otro aspecto esencial: el uso masivo de energías con alto contenido de carbono (carbón, petróleo, gas) constituye un acelerador de conflictos desde que se encuentran en la parte medular de nuestras economías. ¿Por qué? Porque los yacimientos de energías fósiles se distribuyen de manera muy desigual. De ahí la dependencia, la codicia, las rivalidades, que representan igual número de amenazas para la seguridad internacional. Nadie debe olvidar que el control sobre los recursos de carbón situados a uno y otro lado del Rin fue uno de los elementos mayores de los conflictos entre Francia y Alemania. Y fue gracias a la Comunidad Europea del Carbón y el Acero y a la menor dependencia con respecto al carbón que estas rivalidades pudieron desaparecer.

En la actualidad, a las puertas mismas de Europa, el control de las vías de transporte del gas natural se encuentra también en el corazón de conflictos que amenazan con desestabilizar nuestro continente ─como lo mostró la “guerra del gas” entre Rusia y Ucrania en 2009. En Asia, en el archipiélago de las Islas Senkaku, la explotación de los fondos marinos ricos en hidrocarburos y la protección de las vías de transporte de estos recursos son la causa, y en una gran medida, de las tensiones entre China y Japón.

Todo ello me lleva a una convicción: necesitamos una “comunidad mundial de energía limpia” para liberarnos de la dependencia de las energías fósiles y de los riesgos de conflictos vinculados a ello. La “descarbonización” de las economías mejora la seguridad ─la seguridad energética y la seguridad ni más ni menos─ pues implica la igualdad al acceso a la energía. Un país que desarrolla en su territorio la producción de energía solar o eólica no le toma nada a nadie: la luz y el viento que utiliza no son solamente renovables, sino que pertenecen a todo el mundo. No debemos pues subestimar este activo mayor para la paz y la seguridad internacional.

De todo eso se desprende que es indispensable que la COP 21 proporcione ─en primer lugar a los países en desarrollo─ los medios concretos para aumentar el acceso a la energía descarbonizando al mismo tiempo las economías. Así, el riesgo de que la energía con carbono se convierta en una causa cada vez mayor de conflictos, en las próximas décadas, se vería reducido considerablemente.

Ayudar a los países a reducir su riesgo de exposición a los daños climáticos y democratizar el acceso a la energía, descarbonizando al mismo tiempo las economías, son dos imperativos que corresponden a nuestras necesidades de seguridad, profundas e inmediatas. En torno a ellos la reagrupación de los intereses mundiales podría y debería permitir lograr un acuerdo universal. Si queremos alcanzar este objetivo ─y es una cuestión existencial para la humanidad─ necesitamos los esfuerzos de todos.

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*Columna del ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Laurent Fabius, publicada por el diario Le Figaro.

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