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Transfiguraciones de la violencia

Había incompatibilidad entre los dos modelos de sociedad que se enfrentaron en los años 70, pero esa competencia debió haberse resuelto dentro del sistema democrático y no con golpes. Porque los golpes trajeron finalmente el golpe.


En el siglo XVII, aún cuando persistía la amenaza mapuche, las ciudades que se habían salvado de la destrucción no eran nada apacibles. Las conmovían reyertas internas, como la que ocurrió una noche de noviembre de 1664 entre los partidarios de los gobernadores Peredo y Meneses. El primero se había refugiado en el convento de San Francisco. Aprovechando la ausencia de los frailes, que estaban en un entierro, Meneses mandó a un piquete de soldados a apresar a su rival. Un sacristán vivaracho tocó las campanas y curas y ciudadanos volvieron precipitadamente del entierro. Se formó entonces un tumulto de más de dos mil personas armadas de palos y piedras.



La belicosidad de las órdenes religiosas chilenas era considerable. Las elecciones de provinciales dividían a la ciudad en bandos. Encina anota que «casi no había familia que no estuviera abanderizada con uno de los candidatos» y la exaltación de los bandos dio lugar a violentas riñas. Para peor, las órdenes peleaban entre ellas, usando desde puños y pies hasta garrotes y cuchillos. Los franciscanos incendiaron el convento de los agustinos. Luego mercedarios, dominicos y franciscanos se aliaron contra agustinos y jesuitas. En 1656 se produjo un descomunal choque entre los franciscanos y las monjas Clarisas, que quedó registrado en las crónicas de Rosales y Carvallo y Goyeneche.



Cuando yo era estudiante universitario, a fines de los sesenta y comienzos de los setenta, las reyertas se daban entre grupos políticos. La filiación política era un dato fundamental para querer u odiar al prójimo. Las asambleas terminaban a gritos o a puñetes y la calle y sus muros eran disputados por los brigadistas de los distintos bandos, que entonces usaban cascos, cadenas y linchakos.



Cuando se disiparon las pasiones políticas las barras bravas y las pandillas tomaron el relevo de la violencia. Las nuevas tribus urbanas pelean hoy en los estadios y en las calles. Hacen de su adhesión a un equipo de fútbol una verdadera experiencia fundamentalista de naturaleza casi religiosa, y aspiran a la total exclusión, erradicación, derrota y aplastamiento del enemigo, del otro.



Hace pocos días se produjo otro de estos enfrentamientos irracionales: estudiantes de ingeniería agredieron a los de derecho. Una especie de juego que se había convertido casi en una tradición universitaria degeneró en agresión. No hay nada incompatible entre la ingeniería y el derecho. Tampoco entre dos equipos del fútbol profesional, donde a menudo se intercambian los jugadores, de acuerdo a contratos y precios de mercado. Había incompatibilidad, tal vez, entre los dos modelos de sociedad que se enfrentaron en los años setenta, pero esa competencia debió haberse resuelto dentro del sistema democrático y no con golpes. Porque los golpes trajeron finalmente el golpe.



El asunto es que hay una permanente transfiguración de la violencia.



Se mantiene constante el afán por militar, por pertenecer a bandos, órdenes, grupos, barras o pandillas cuya cohesión está en función del cultivo del odio contra el otro. Es la persistencia de la tribu, el impulso atávico del hombre a convertirse en el lobo del hombre, a devorar al prójimo. Tal vez este impulso termine por imponerse y sea el que finalmente clausure la absurda aventura del homo sapiens.
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Darío Oses, periodista y escritor, es autor, entre otros libros, de Machos tristes, El viaducto y Chile 2010.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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