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Hacia una nueva convivencia


Me impresiona cómo la figura de Pinochet se ha ido alejando, desvaneciendo progresivamente, hasta perder casi su realidad concreta. Ya no se habla propiamente de él, sino de procedimientos legales -desafueros, querellas, líneas de acusación y defensa- respecto a su persona ausente. Nos hemos acostumbrado en estos dos últimos años a convivir con su nombre sin rostro, con su fantasma cada día más virtualizado.

El fin de Pinochet y el pinochetismo se está produciendo en un exasperante y gradual fade-out. La larga sombra del general -refugio para algunos, amenaza para otros- se resiste a desaparecer.

Chile, entre enojosas parsimonias procesales, está volviendo a la normalidad, a un cierto sentido común republicano, en que los actores políticos y sociales recuperan la orgullosa autonomía de sus papeles y sus mandatos. Lo político y lo institucional va ampliando su capacidad propia de decisión sobre lo fáctico. Se abre, así, una etapa en que gobernar no equivaldrá a mirar a los ojos a empresarios, obispos y generales, sino a sentir con toda su fuerza el mandato del pueblo soberano.

Son palabras demasiado solemnes para los tiempos que corren, pero después del decenio a media voz -y a media luz- de los noventa, después de tantas omisiones, aquiescencias y miedos casi institucionalizados, es hora de recordar el abecé de la legitimidad del gobierno democrático. Un cientista político norteamericano, investigador de la realidad actual de Chile, me comentaba su extrañeza ante la incapacidad de los representantes de los poderes del Estado para apelar al pueblo chileno, cuando se sentían chantajeados o injustamente presionados. Con los últimos sucesos, esta anomalía se está ciertamente revirtiendo, pero la lucha contra los fantasmas no va a ser fácil.

Hay otra singular situación que también está extinguiéndose. En Chile, como ha apuntado acertadamente Jorge Edwards, todavía está vigente la guerra fría, en una versión añeja de duelo político-ideológico que tiene como referente el posicionamiento ante la herencia de la dictadura. Es curioso cómo se ha podido prolongar artificialmente este fenómeno y cómo todavía se habla de conspiraciones socialistas, de amenazas estatistas, de nostalgias fascistas.

El desafuero ya anunciado de Pinochet es parte necesaria del final de una tragedia. Por supuesto que ahora es precisa la normalización constitucional e institucional del país para que llegue el momento de los ciudadanos, de las organizaciones, del despliegue libre de la vida democrática por encima de los temores y restricciones pasadas. Es el principio de una nueva convivencia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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