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La Navidad olvidada


Por comodidad, por conveniencia política, por hastío o simple alzheimer, los presos de la Cárcel de Alta Seguridad están en el olvido. Quedan 32. Son mayoritariamente jóvenes.



Originalmente tenían derecho sólo a una visita al mes, por media hora y a través de un vidrio. Luego de presionar realizando huelgas de hambre, han conseguido lo que tienen. Es poco: dos visitas por mes, de 11 a 18 horas, reservadas sólo a los familiares directos, en un subterráneo del penal. Los que tienen hijos, pueden recibirlos todos los domingos, pero si el niño es mayor de tres años, debe ingresar solo a la visita; la madre queda afuera.



Otras privaciones: no pueden tener computadores, no se les permite realizar llamadas telefónicas, se les ha negado tener televisión por cable -pagada por ellos-, bajo el argumento que sería «peligroso» (cuando en verdad lo peligroso para cualquier persona normal es restringirse a la televisión nacional). No entra cualquier libro. Costó meses que se autorizara el ingreso del ya clásico «Vigilar y castigar» del filósofo francés Michel Foucault. Dejaremos de lado las ironías que vienen a la mente.



Judicialmente, están siendo sometidos a una perversión. Ellos están cumpliendo penas dictadas por los tribunales ordinarios, donde se les aplicó la Ley Antiterrorista, que eleva las condenas (ley aplicada en forma errónea, según opinión del ex ministro de Justicia, Francisco Cumplido, redactor de esa ley). Sin embargo, durante el gobierno de Patricio Aylwin, la Justicia Militar les inició otro proceso, por los mismos hechos, pero en virtud de otra ley. Y la Justicia Militar simplemente no ha cerrado los procesos. Así, no pueden acogerse a ningún beneficio que les correspondería. Por ejemplo, algunos de los presos -como Andrés Jordán y Juan Aliste- ya cumplieron su período de condena decretado por la Justicia Civil, pero siguen encerrados por estar procesados por los tribunales militares, aunque éstos -y uno podría decir que planificadamente- no agilicen ni cierren los procesos.



Jordán fue detenido cuando tenía 16 años. Ahora tiene 25. Ya cumplió su condena, pero la Justicia Militar lo mantiene cautivo gracias a ese procedimiento descrito. Podría darse el caso de que la Justicia Militar, cuando se digne cerrar el proceso, lo condene por una pena más baja que los años ya cumplidos bajo encierro. No sería raro.



La solución a estos casos sería bastante simple: una mayoría simple en el Parlamento para aprobar un artículo aclaratorio para la Ley Cumplido, que los Tribunales Militares cierren los procesos. Pero, por sobre todo, que esas 32 personas no sigan en el olvido. Hay una cierta tendencia en nuestro país de enfrentar los problemas ignorándolos. Cuando en ellos están involucrados destinos de personas, de familias, esa actitud revela desprecio por el otro, el primer paso para tolerar lo intolerable (después llegarán los argumentos de que «algo habrán hecho» o «no eran blancas palomas» con que se justificaron las violaciones a los derechos humanos).



La descripción -somera y superficial- de sus condiciones de encierro es ya suficiente para hacer comparaciones con las del penal de Punta Peuco, donde los condenados por ejercer el terrorismo de Estado viven cómodamente, con computadores y celulares, servidos por subordinados. Se dirá que son comparaciones odiosas. Podría replicarse que las obvias comparaciones que las dos realidades sugieren son las que pueden generar sentimientos de odio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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