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El año que vendrá


Todos soñamos con el año que vendrá. Porque el que pasó no fue el de nuestros sueños.



Pero no hay que hacerse ilusiones, porque el que llegará tampoco lo será. De eso estamos seguros, y es bueno decírselo a uno mismo para no amargarse, y repetírselo a esos amigos empecinadamente optimistas que se sumen en esas crisis depresivas por la frustración de sus expectativas.



Sí: el año de nuestros sueños no será nunca. Pero igual, pertinazmente, cada uno sueña con el año de la dicha y podríamos apostar a que de ese sueño -como de todos los sueños- uno saca energías, imperceptibles guiños para construir rincones o momentos amables entre tanta miseria.



Yo sueño con un año en que el Fernández Vial salga campeón de todo. Un año con Los Libertarios -el único club de Chile fundado por anarquistas, y bautizado con ese nombre tan impredecible en homenaje a un libertario, como fue el almirante Arturo Fernández Vial, olvidado sobreviviente del Combate Naval de Iquique- en la cumbre de todas las copas, zarandeando al Real Madrid, que es un equipo tan antipático. Sé que mi sueño es un imposible, que ganar todo es una quimera y una estupidez, porque es segura fuente de decepción futura. Porque, después de eso, ¿qué queda? Y el Vial es querible tal como es: pobre, pero apechugador.



Anoche, en medio de los brindis, todos alzaron sus copas y desmenuzaron sus anhelos. Luksic fantaseó con otro préstamo del Banco del Estado, mientras los presos con algo más simple: un espacio grande -la libertad- donde estirar las piernas, caminar sin rumbo, abrazar a sus cercanos sin rejas de por medio.



Toda esa raza, que se cataloga como «hombres públicos», frente a los micrófonos desglosarán parabienes colectivos, deseos para todos. No hay que creerles mucho. Primero habrán pensado en ellos mismos, porque la naturaleza humana es así. Y, contra lo que se crea, ellos también son humanos.



Tal vez alguno habrá pensado en Chile, en el país entero y no en su Chile propio. Son pocos, están en vías de extinción. Son esos que uno encuentra rara vez, y que sorprenden porque tienen un sueño de país, que proyectan a más de 20, 30 ó 50 años, seguros que a esas alturas ya estarán muertos. En ese pensar más allá de sus hambres, de sus jaquecas, de sus cuentas corrientes, hay una modesta generosidad que escasea.



Uno podría suponer que eso es lo que mueve a la política, pero son tantas las evidencias en contra que tampoco aquí hay que hacerse falsas expectativas.



Mejor no esperar nada para seguir sorprendiéndose con esos pequeños hallazgos, con esos destellos de verdadera humanidad que reconfortan el panorama estéril. Mejor seguir disfrutando de cada triunfo del Vial como un regalo imprevisto a tener que refunfuñar por ese punto que se fue, el penal que no marcaron, el tiro en el palo que nos privó de la victoria. Nada de eso es tan importante. Mejor confiar y perseverar en el cariño a esa camiseta y recibir cada tarde de minúscula gloria como un gesto amable. Y esperar que nuestros políticos quieran con amabilidad y sin tanta furia al país -y sobre todo a su gente, y particularmente a los pobres- para que les salga de manera natural un cierto compromiso con sus conciudadanos más allá del voto, de sus relaciones empresariales, de sus negocios, de sus padrinos o de sus futuras indemnizaciones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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