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Ingenuidad


Alguien, por algún dudoso afán lúdico no exento de morbo, podría preguntarse una vez más qué es la realidad. Usted estará de acuerdo que a estas alturas poco puede importar qué es realmente aquella entidad inalcanzable.



Parece más importante la parafernalia que se muestra como su representación, eso que se convierte por arte de birlibirloque en real sin necesariamente serlo: mensajes de los medios de comunicación, mensajes del sistema educativo formal e informal, mensajes de supuestas autoridades morales, etcétera.

Nadie pone en duda que hoy es cada vez menor nuestro contacto directo con lo cierto, si es que alguna vez ha existido. Son cada vez menos las cosas que comprobamos por nosotros mismos. Todo lo podemos buscar, revisar, y recrear en la televisión, los diarios, CD ROMs, videos, redes y en muchos otros soportes, pero jamás en la calle. Nunca ha sido más verdadera una vida dependiente de un mundo de símbolos que se resbalan unos sobre otros sin que podamos llegar nunca a un significado final.



Se nos bombardea con todo tipo de postulados mediáticos que cada vez aparecen más desperfilados, cruzados, superpuestos y hechos a la medida del consumidor a través de un arcoiris de frases, diseños, gestualidades y entonaciones. Sin asco, se pretende que los incorporemos para comprar ciertos productos, creer en supuestos líderes o tomar una determinada actitud frente a algunos hechos.

Estos postulados se benefician en que cada vez son menos las personas que tienen acceso a una información dura sobre lo que sucede. Esta situación hace que la democracia esté en un proceso de aristocratización. Volvemos a los tiempos en que la democracia era abiertamente para una élite.



Los postulantes de estas ideas modélicas que plagan los medios de comunicación le hablan a un ciudadano ideal a través de discursos políticos, económicos, empresariales y culturales unidimensionales en un idioma incontestable. Le hablan a un ciudadano consensual, un poco tonto, bastante acrítico; un ciudadano que, afortunadamente, en la práctica no existe.



La gente de carne y hueso es de otra manera. Hay cesantes, borrachos, separados, pobres, vividores del día a día, inconformistas, etcétera, que en el mundo de hoy por lo demás son mayoría. Es cierto que éstos, en general, también adquieren para sí mismos una imagen ideal, pero gracias a una cierta intuición autosalvadora llegan a darse cuenta que que los discursos modélicos son mentira y no les calzan, que se les quiere vender objetos, personas e imágenes que las más de las veces no son para ellos y que, aunque los compren, nadie los tendrá en cuenta cuando estén en problemas.



Más aún, será en ese momento cuando el sistema les demostrará, generalmente de una manera muy cruel, que no forman parte de los elegidos, de aquella nueva aristocracia políticamente transversal que es la única que pareciera tener derecho a la libertad.



Luego, pareciera ser que el principio ordenador del proceso de transición sicosocial de una modernización económica a una de los valores, en una democracia no puede ser otro que la distribución genuina y equitativa de la ampliación de grados de libertad para todos y no su restricción a través de discursos rígidamente estructurados y dirigidos.



Y también pareciera que mientras no haya nuevos cuerpos valóricos provenientes de nuevos cuerpos de pensamiento sólo nos podrán guiar las mejores viejas ideas, ésas que hablaban de justicia social y económica, lealtad, amistad, generosidad y tolerancia, ideas todas tan desprestigiadas hoy por hoy que quien las menciona, rápidamente es considerado un ingenuo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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