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El extraño fin de la censura en Chile


Tzetan Todorov, el intelectual del «respeto al otro como legítimo otro» y víctima personal del totalitarismo, nos cuenta de una gran exposición parisina en contra de la censura realizada a fines de los noventa. París era una fiesta. Los más diversos grupos daban a conocer sus opiniones, orientaciones y preferencias morales, sexuales, estéticas e ideológicas. Además, cosa que ya llamó la atención a Todorov, se daban a conocer fuertes imágenes y fotos de toda clase de hechos aberrantes y abominables. Eso parecía no importar pues se trataba de promover la libertad de expresión. Por ello, todo era alegría y tolerancia.



Sin embargo, la felicidad ultraliberal llegó a su fin cuando un grupo de neonazis reclamó su derecho a pegar afiches que promovían sus ideas racistas. Gritos, pugilatos y fin de la tolerancia.



¿Quiénes fueron los parisinos antiliberales?. Los que impidieron a los neonazis hacer apología del genocidio o, por el contrario, los seguidores de Adolfo Hitler?



El debate viene a colación pues más allá de los partidarios del liberalismo en el ámbito económico, surge la demanda relacionada por la cuestión de las libertades culturales. Se dice que, censura, aborto y divorcio no pueden ser cotos reservados de la intolerancia. Habría que legislar y actuar. La «píldora del día después» y la esterilización constituyen la avanzada de un debate que hay que dar.



Al respecto diremos que no basta con esgrimir consignas propias del foro y no entrar al debate sincero y riguroso. Quien grita «Ä„censura o libertad de expresión!» falta a la verdad. La reciente abolición de la censura ha parecido poco para algunos. Sigue la censura cinematográfica a través de la calificación X, se declara.



Los liberales individualistas reclaman que ver un film pornográfico o violento no afecta a nadie más que al propio sujeto que lo ve y, por ende, las limitaciones son inaceptables. El planteamiento liberal clásico, inspirado en John Stuart Mill, exige que la sociedad respete esa libertad que a nadie afecta, sólo a su dueño. ¿Por qué someter al agravio de ir a un cine especial? Ä„Si no le gusta la violencia, no la vea! Que el multicine del «Plaza Trébol» se abra a todos.

Se parte de la base de que nadie es mejor que el mismo individuo para conocer y defender sus propios intereses y valores. Empero, si bien esta afirmación es válida, no lo es en términos absolutos. En efecto, Stuart Mill dota al individuo promedio con «demasiado de la psicología de un hombre de mediana edad cuyos deseos son relativamente fijos, que no es susceptible de ser estimulado artificialmente por influencias externas; que conoce lo que quiere y lo que le produce la satisfacción de su felicidad; y que persigue estas cosas como puede».

Ello obviamente no siempre es así. El legislador muchas veces no estima que respetar la autonomía de la voluntad del individuo sea un valor absoluto. De otra forma, ¿por qué obligar a un motociclista a usar casco protector o al trabajador a destinar parte de sus remuneraciones al pago de su jubilación? En ocasiones el individuo, al ejercer su libertad, se hace daño a sí mismo sin agraviar a nadie más y el Estado limita esa libertad. Sería un contrasentido respetar la libertad de un hombre hasta el punto de reconocerle el derecho a pactar su esclavitud.



Si un individuo cree que tomando arsénico no morirá ¿es razonable respetar esa creencia y actuación? Obviamente, cuando el Estado limita la libertad individual, debe demostrar que ello es necesario, hacerlo la menor cantidad de veces y con la menor intensidad posible.



¿La exhibición de lo aberrante no condiciona el comportamiento humano? ¿La libertad de expresión no debe compatibilizarse con la libertad de pasearse con niños por lugares públicos sin exponerlos a la explotación comercial del cuerpo femenino desnudo? ¿Por qué no dejar la hipocresía y reconocer que muchas veces se reclama el derecho a la libertad de expresión para esconder la codicia de quien quiere enriquecerse mediante la venta de pornografía?



Por eso no basta con invocar la libertad a todo dar. Vivimos en sociedad y lo civilizado es una cuestión no sólo de bienestar material sino que de elevación moral. No todo es relativo. De otro modo no es justificable que alabemos la libertad y no la opresión. En definitiva, discutamos con rigor. Y no hagamos «guerras de santas» en asuntos del todo discutibles y opinables. Avanzar en nuestras libertades exige el amor a la verdad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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