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Tradiciones de izquierda: ¿Monopolio de rocinantes?


¿Puede uno sostener que el socialismo ha muerto y continuar sintiéndose y proclamándose de izquierda? ¿Se puede creer que la discriminación política entre izquierda y derecha ha perdido sentido y, sin embargo, seguir empleándola? ¿Puedo declararme liberal y progresista a la vez, sin por eso renunciar a nada de mi propio ayer y anteayer? ¿Puede uno inclinarse hacia la social-democracia y, al mismo tiempo, andar en busca de un nuevo nombre para esa inclinación? ¿Es posible ser amigo de la Tercera Vía y, con todo, encontrar que tal enfoque poco ofrece a los latinoamericanos de hoy?



Aunque resulte contradictorio a primera vista, a todos esas preguntas respondo: Sí. ¿Cómo es posible? Porque estamos en un período en que el lenguaje político, su vocabulario y gramática, han empezado a mudar rápidamente, creándose amplias zonas de flujo e indeterminación, tierras movedizas y espacios aún sin levantamiento topográfico.



En esas condiciones poco hay donde afirmarse. Los viejos hitos se han derrumbado y las antiguas cartografías han quedado obsoletas. ¿Dónde recurrir, entonces?



Ante todo, a las tradiciones que forman parte vitalmente de uno, de mi desarrollo personal y mi grupo de referencia. Se recurre a ellas no con el gesto desesperado de los nostálgicos y los fundamentalistas —es decir, para recuperar por la vía del lamento o a la fuerza una identidad amenazada— sino como una forma de exploración y constante renovación del propio pasado.



¿Qué encontramos ahí, en la memoria y el cuerpo, en la trayectoria de uno y su generación, del país y el mundo que a uno le ha correspondido compartir?



Por un lado, ciertos ideales o valores que mantienen su fuerza y que uno quisiera preservar. La idea de libertad como liberación (y no como mera opción entre productos), por ejemplo. O el valor de la igualdad (pero no a la altura de las cabezas cortadas sino de oportunidades y opciones entre preferencias de valor).



O la noción de cambio (no sólo aquel que proviene de las ciegas fuerzas de la historia, como el mercado o las tecnologías, sino el que nace de la voluntad concertada de los individuos). O el concepto de fraternidad (entendido como vínculo de civilidad y no a la manera pegajosa de una solidaridad forzada desde arriba).



En fin, a ese lado de la tradición viva uno se encuentra con los ideales que ha anhelado y defendido, aunque ahora depurados y moderados por la experiencia. Siente, hoy igual que ayer, su fuerza y vibración. Comprende (con respeto, incluso con cierta devoción) que en ellos hay un superior valor de humanidad: el que puede encontrarse en la mejor literatura, en las filosofías más lúcidas y en la religión con que uno ha crecido.



Del otro lado, esos ideales salen al encuentro de uno no como abstracciones o piezas de museo, ni como entidades etéreas o transportados en una página web. Se le vienen encima —y a la vez están dentro de uno— a la manera de una cultura de la cual se participa. Igual como el aire que respiro, o los cuentos que escucho zumbar en la memoria, o los amigos que están —o ya no están— a mi lado.



Y esa cultura (genéricamente hablando) es una cultura de izquierda. Es el relato progresista de la historia y no otra cosa. Es la esperanza que conocemos y atesoramos, cuya fuente se halla en la revolución inglesa —que luego inspiró a la norteamericana—, en la revolución francesa y en la revolución rusa.



Nuestras señas de identidad encuentran ahí sus raíces, igual como en ciertos autores y libros, en ciertas experiencias compartidas dentro de un círculo existencial —dolores y fracasos incluidos—, en determinadas acciones y conversaciones que van enlazando a las personas con una tradición cultural.



Somos hijos de esa cultura con todas sus contradicciones y desarrollos posteriores, sin excluir las traiciones y los malentendidos, las grandeza y miserias.



Por eso mismo, quienes nos sentimos incómodos con la actual nomenclatura de la política, sus nombres y clasificaciones —y justamente por eso podemos incurrir en paradojas y contrasentidos-, nos hallamos sin embargo cómodos en nuestra historia y nuestra cultura. Aunque quizá sea más correcto decir proporcionados en lugar de cómodos.



Es decir, conscientes de ser parte de una corriente histórica cuyos ideales han sido más altos, mejores y de mayor proyección que las ideologías en que ellos se han encarnado y que hemos contribuido a alimentar.



Pero también eso forma parte de la tradición de izquierda que reivindicamos: el saberse uno en deuda con los ideales. El reconocer que entre los valores y su concreción existe un espacio donde la astucia de la historia suele jugarnos malas pasadas. El rechazar por ende esa actitud que los ingleses llaman self-righteous (la actitud del que afirma, sin ninguna tensión interior, su certeza de estar siempre en lo justo, lo correcto, lo moral), a la cual cierta izquierda conservadora es tan propensa en nuestro país.



En suma, si hoy podemos sentirnos liberales y social-demócratas a la vez, o declarar muerto el socialismo sin repudiar las esperanzas que él encarnó, y defender la Tercera Vía a pesar de sus ambigüedades y poca pertinencia para nuestra región del mundo; digo, si podemos hacer todo eso y además tener la pasión por seguir bregando, es porque nos mantenemos dentro de una tradición cultural que está viva en nuestra historia. En el pasado que ya no podemos desandar y en los sueños que alientan nuestro deseo de un mundo mejor.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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