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Postoscuridad

Cuando es seguro que los valores son muy relativos ante las razones de estado o de comercio, y que todo tiene arreglo a través de legalismos o consensos discutibles que no sólo se dan por válidos sino que se consideran, además, como inteligentes estrategias de los gobernantes, el incendio se aproxima.


Según el Diccionario de la Real Academia Española, oscurantismo es «la oposición sistemática a que se difunda la educación en las clases populares». Por estos días, en América Latina al menos, se intenta que las clases populares sean educadas mínimamente.



Lo que ha nacido, en vez del mencionado oscurantismo, es una especie de oposición sistemática de distintos tipos de poderes a que la gente común sea informada adecuadamente en beneficio de sus intereses.



Esto se podría definir como post oscurantismo.



Cuando la Guerra Fría terminó, el mundo se llenó al comienzo de alegría y luego se cubrió de un sinsentido general. Ni las iglesias ni los movimientos ecologistas lograron ocupar plenamente los lugares abandonados por la desilusión vital, más allá de algunos grupos pequeños y herméticos. El periodismo informativo decayó, dejando paso a un periodismo de espectáculo.



Esta situación dejó al mundo político en tierra de nadie. Los líderes del bien común tenían todo por hacer, pero para eso había que construir o reconstruir sueños. Pero no lograron dar con nuevas ideas motrices. Sus utopías, que muchas veces les habían impedido dejarse llevar por la tentación del dinero, ya no compensaban.



En América Latina, algunos de los miembros directos o indirectos de ese mundo político se dejaron arrastrar por la seducción de privatizar su conocimiento social y venderlo caro al mundo privado, que no tenía demasiado expertise político.



Uno de los expertise más vendidos hoy en el continente es el que tiene que ver con enseñar a no informar apareciendo como si se informara. Se podrá argumentar que esto ha sido siempre así en todo el mundo. Claro, la corrupción, en el sentido de corrosión, es un mal eterno, como la traición, la deslealtad, el desamor y otras malas ideas de la vida.



Pero la solidaridad corporativa transversal, en la que confluyen aparentemente diversas ideologías, parece algo nuevo que tiene que ver, más que con el normal fluir de la naturaleza humana, con el sin sentido que atraviesan los ideales públicos de gran parte de la gente.



La verdad es que todas son cosas que siempre sucedieron, pero hoy no tienen ningún contrapeso crítico público porque los medios de comunicación están en muy pocas manos en América Latina. Es decir, una característica del post oscurantismo es que no hay cajas de resonancia suficientes para que se lleguen a conformar debates éticos públicos serios.



Así, se llega a extremos en los que un jefe de policía puede desconocer la autoridad de un presidente, o un presidente de un país o de un partido político puede hacerse reelegir mediante el acuerdo con sus opositores entregándoles ganancias políticas o económicas.



Otro extremo reside en que los dueños de medios de comunicación no se preocupen demasiado de la información, sino de lo que puede traerles más ventas.



El honorable público no puede hacer nada, y tampoco siente ganas de pelear contra argumentos que se dan como convenientes pero que todos saben que no son legítimos ni democráticos. Esto no puede traer sino dos opciones: la primera es la resignación infértil que deriva en indiferencia y falta de credibilidad, o en el mejor de los casos el encierro en grupos que mantienen junta a la gente buena.



La segunda implica la decisión final de entrar en el círculo del post oscurantismo: dar el paso de la iniciación para vivir en el otro lado de la frontera ética, cada uno como pueda, a su manera y en el medio que le toque.



El post oscurantismo se generaliza muy rápido cuando se despierta en el corazón de la gente. Es por eso que cuando ocurren hechos menores de corrupción en alcaldías u otras instituciones, aparentemente sin importancia, deberían saltar los fusibles de la gente común con toda su fuerza.



Desgraciadamente, los tapones más saltones deberían estar en las polícías, los sistemas judiciales y en la prensa. Y en Latinoamérica, salvo excepciones, estas instituciones son las más sensibles al post ocurantismo.



Así, el tráfico de sangre, de medicamentos, de armas, de influencias y de droga alimenta el lado post oscuro de Latinoamérica y su gente. Parece que pocos tienen la fuerza espiritual o material para oponerse a ello, sobre todo cuando se sabe que finalmente no pasará nada.



Cuando es seguro que los valores son muy relativos ante las razones de estado o de comercio, y que todo tiene arreglo a través de legalismos o consensos discutibles que no sólo se dan por válidos sino que se consideran, además, como inteligentes estrategias de los gobernantes, el incendio se aproxima.



Si un político, un empresario o cualquier persona con poder sobre sus conciudanos llega a arreglos ilegítimos aunque legales en un gran país, la sociedad civil no se verá muy afectada porque tiene cientos de años de desarrollo y una gran capacidad de absorción y de reivindicación.



Sin embargo, si esto sucede en Latinoamérica produce un quiebre ético que casi siempre, como nos indica la historia, terminará arreglándose mediante sangre y muchas lágrimas.



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