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Justicia, no guerra

Por efectiva que sea, la represalia no terminará con el terrorismo, sino a la inversa: le dará una tremenda fuerza. Dejará sin espacio a los sectores dentro del mundo musulmán que se oponen al terrorismo y al fundamentalismo, lo que será un elemento crucial en la evolución del conflicto.


Las palabras utilizadas por las autoridades norteamericanas para expresar su reacción frente al ataque terrorista del 11 de septiembre han sido en la mayoría de los casos «represalia» y «guerra». Esto no es sorprendente dada la presión de una opinión pública interna dolida por la inmensidad del crimen, pero sí lo es que hayan sido aceptadas como algo obvio casi universalmente por gobernantes, periodistas e intelectuales, algunos de ellos connotados liberales.



Cabe la posibilidad -ojalá así sea- que finalmente las acciones emprendidas por Estados Unidos no correspondan al lenguaje empleado. Si se pretende combatir el terrorismo con una receta muy parecida a la enfermedad, mediante ataques en los que los afectados serán inevitablemente civiles inocentes, se pueden predecir muy malos tiempos para la humanidad.



Por efectiva que sea, la represalia no terminará con el terrorismo, sino a la inversa: le dará una tremenda fuerza. Dejará sin espacio a los sectores dentro del mundo musulmán que se oponen al terrorismo y al fundamentalismo, lo que será un elemento crucial en la evolución del conflicto.



En la relaciones entre naciones vale hoy lo que Hobbes sostuvo en el plano interno y que funda la necesidad de la política: la igualdad humana alcanza por lo menos para que ningún grupo de hombres pueda vencer por la fuerza permanentemente a otros. Estos tarde o temprano tendrán la valentía y el ingenio para arreglárselas y reiniciar la guerra por todos los medios contra sus momentáneos vencedores.



La guerra que pretenden desencadenar las autoridades de Estados Unidos con la complicidad de la mayoría de los gobiernos del mundo será probablemente el inicio de una escalada de terror cuyas consecuencias son imposibles de prever.



Suspender la guerra exige un acto de ruptura, un hiato con la respuesta natural basada en la ira y que busca revancha. Esta es un pálido sucedáneo de la justicia, un castigo que por duro que sea reafirma la identidad del agresor en cuanto agresor.



El poder que ejerce la justicia es inconmensurablemente mayor. La justicia en su propia esencia es universal; sus juicios son los que haría cualquiera que examinara sin presiones los agravios en cuestión, sobre la base de principios aceptados ampliamente. Esto significa que las víctimas de dichos agravios no son alguien o algunos en particular, sino toda una comunidad.



De ahí que para los condenados por la justicia sea muy difícil reivindicar sus acciones y afirmar su identidad como tales. Esta es la razón profunda por la que en su gran mayoría alegan inocencia.



Establecer la justicia como modo de resolver los conflictos internacionales sería dar un paso de carácter histórico y universal, pero es poco probable que las actuales autoridades de Estados Unidos sean capaces de un gesto de tal grandeza. La idea ya había comenzado a circular hace algún tiempo y los acontecimientos recientes la ponen como una cuestión urgente. Por lo demás, solamente Estados Unidos de Norteamérica tiene en este momento el poder para promover con éxito una idea semejante.



Las dificultades que encontraron en el pasado y encontrarán en el futuro otros países para hacerlo quedan muy bien en evidencia por la «molestia» que sintió no hace mucho el gobierno estadounidense frente a la citación a declarar que planteó la justicia chilena a Henry Kissinger, como sospechoso de haber sido autor y encubridor del acto de terrorismo que costó la vida al general René Schneider.



Los países que quieren la paz, las organizaciones internacionales y los organismos no gubernamentales deberían exigir a Estados Unidos, por la posición de primera potencia mundial que ocupa actualmente y por su pretensión de representar desde su fundación un modelo de convivencia basado en la libertad, la justicia y la democracia, que tome la decisión de romper con la lógica de la guerra, a pesar del dolor, la ira y la incomprensión que esa medida tendría en mucho de sus ciudadanos.



Aunque ese llamado no fuera escuchado, no sería en vano. Por lo menos sería una señal para las próximas generaciones que hubo en este momento voces sensatas y valientes, y una inspiración para que en el futuro otros hombres vuelvan a intentar lo que para infortunio de la humanidad hoy fue imposible.





* Licenciado en filosofía y sociólogo

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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