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El corporativismo de los poderes medios


Uno de los principales problemas con que permanentemente choca la Concertación es la incapacidad para superar ciertos aspectos de su herencia ideológica. De modo que si el gobierno desea avanzar en cierta dirección, de inmediato se activa ese legado y un sector de parlamentarios y dirigentes concertacionistas reacciona y aplica los frenos.



Es como estar atrapado por las figuras ideológicas del pasado, anclado a un fondo de ideas y valores que no permiten salir adelante ni mirar lejos.



Los ejemplos son múltiples. Trátese de mejorar las políticas frente a la pobreza, o de movilizar a la comunidad contra el delito, o de introducir mayor competencia en el ámbito de la salud, o de atraer recursos privados a la educación mediante esquemas de cofinanciamiento, o de incorporar capital privado a las empresas sanitarias, o de racionalizar y hacer más eficiente un servicio público: habitualmente un sector importante de la dirigencia concertacionista —independiente de su filiación, PS, DC, PPD o PR— se resiste y obstaculiza la iniciativa.



En cada ocasión, además, el argumento es el mismo: la defensa del Estado, o de lo público, en nombre de la equidad. En concreto, tras esa fachada retórica de buenas intenciones y altos valores lo que inevitablemente ocurre es la defensa de ciertos intereses corporativos bien delimitados y poco representativos del conjunto de la sociedad.



En estas circunstancias, cuando se dice Estado y se proclama la importancia de lo público lo que se hace en realidad es proteger al sindicato de la salud, al Colegio de Profesores, a los empleados de un ministerio o a los trabajadores de una determinada empresa estatal.



Dicho en otras palabras: la ideología de lo público-estatal, bajo el amplio y atractivo manto de la equidad y la igualdad, está dando paso a una práctica crecientemente corporativista, de la cual la Concertación se ha ido haciendo cargo casi sin darse cuenta. El progresismo de antaño cede ahora frente a un neoconservadurismo: en vez de querer cambiar el mundo, parecería que deseamos preservar el statu quo de unos grupos bien precisos.



Nos vamos convirtiendo así, lenta pero inexorablemente, en el partido de los poderes medios de la sociedad, de los sindicatos de empleados públicos, del funcionariado estable del Estado, de los colegios profesionales con mayor fuerza monopólica.



En vez de salir en defensa del interés de la población, de la mayoría de la gente, los usuarios, los clientes, los consumidores, los que sobreviven en la competencia del mercado, los pobres y los vulnerables, nos inclinamos cada vez más y casi automáticamente en favor de esos poderes medios.



Esto constituye nada más que un reflejo ideológico casi pavloviano. Se toca el timbre de la innovación, de la sociedad civil, de la modernización, de lo privado, del mercado, de la eficiencia, de la productividad, del crecimiento, de la evaluación, del mérito, de los incentivos, y de inmediato el segmento neoconservador de la Concertación responde con un gesto regresivo. Regresa al seno materno. Saca a relucir los dientes del prejuicio. Sus mecanismos de defensa se erizan. Y terminamos donde siempre.



¿Y dónde es eso?



En la parálisis. Es mejor no inventar nada antes que arriesgar. Es mejor no innovar si acaso hacerlo nos puede llevar fuera del legado de nuestros antepasados. Más vale mantener el statu quo antes que cambiarlo, si acaso hacer el cambio implica el riesgo de herir el interés corporativo de los poderes medios.



No nos hacemos cargo de que la opinión pública, entretanto, ha evolucionado imperceptible pero consistentemente. Así como la derecha no logra darse cuenta que los valores familiares, sexuales, de libertad y autonomía personal se han ido transformando de una manera que pronto los volverá irreconocibles a los ojos de la vieja guardia conservadora y autoritaria, así también el llamado progresismo de izquierda se ha ido quedando sin entender la evolución de los valores de las clases populares respecto del consumo, los servicios públicos y el Estado.



La gente ve al Estado, en efecto, a través de sus servicios y del trato que recibe en la ventanilla, la posta de urgencia, la escuela básica o en manos del empleado. No lo concibe como una entelequia de la ciencia política sino de manera mucho más práctica, como un entramado de poderes e intereses que rinde o no, trata bien o no, protege o deja indefenso, cumple bien o mal, crea o cierra oportunidades, habla en serio o miente, es honesto o corrupto.



En general, su visión del Estado ya no es ingenua ni espera milagros de él. Más bien le exige un desempeño eficaz y oportuno. Y rechaza sus fallas, tramitaciones y negligencias.



Dicho en otras palabras: los ciudadanos actúan cada vez más como usuarios y consumidores de los servicios públicos, y están empezando a evaluar y poner nota.



Estos ciudadanos no entienden, por lo mismo, esa rara fascinación que los dirigentes y parlamentarios de la Concertación sienten por el Estado y lo público, ni dejan de percibir que tras el velo de la retórica se defienden grupos e intereses bien determinados: los poderes medios.



Están dejando de creer en los dirigentes médicos cuando ven al Colegio de la orden defender el uso de las instalaciones públicas en beneficio privado, todo esto recubierto de una intensa ideología ética que proclama a cada rato la inmoralidad de hacer negocios con la salud de la gente. Ä„Tan flagrante contradicción empieza a despertar sospechas incluso a los más incautos!



Tampoco comprende la opinión pública por qué la Concertación, en vez de impulsar propuestas novedosas, como en su inicio pareció ser el plan AUGE, o la idea de otorgar créditos a todos los estudiantes de la enseñanza superior, torpedea esas iniciativas, aísla al gobierno y deja en un mal pie al Presidente que lo conduce.



En fin, el comportamiento de los sectores neoconservadores de la Concertación —fuertes en la cúpula y entre los mandos medios de los partidos, y crecientemente débiles en la acción— empieza a afectar negativamente la marcha del país. Cuesta y duele tener que reconocerlo. Pero a eso lleva, y a no a otra parte, la progresiva conversión de los progresistas en una coalición de defensa de los poderes medios y los intereses corporativos de lo público.



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