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No renuncio a soñar

Fernando, quisiera que tu renuncia a soñar sea sólo un exabrupto y que, en el fondo, sigas con tu chasca trasgresora y tu verbo fundamental, inventando escenarios para cambiarlo todo y soñar con lo imposible.


Estoy enojado con Fernando Villegas, a quien respeto mucho por su talla intelectual, pero creo que se avejentó de golpe al decir en Tolerancia Cero que había que renunciar a los sueños.



Con Fernando somos contemporáneos y en algún momento, durante los ’90, compartimos espacios en el Diario Financiero. Participando y coincidiendo en muchos criterios acerca de nuestra sociedad y el mundo que nos ha tocado vivir, no acepto que este gigantón haya renunciado a lo más sublime del ser humano: su capacidad de soñar y de reinventar mundos. Lo contrario es asumir que se nos acabó el oxígeno, es resignarse a morir un poco cada día en la avalancha de desencantos que atiborran nuestra vida cotidiana.



Rescato por nuestros hijos y por mi pequeña nieta la capacidad irreverente de soñar.



Ayer, en la sobremesa familiar, mi hija quiso que le reseñara cómo había sido nuestra vida en la segunda mitad del siglo 20. Tuve en esa breve conversación la certeza de que medio siglo es ya una cifra contundente, pese a que las energías espirituales se mantengan a los mismos decibeles que a los veinte años.



Me di cuenta que mi derrotero había sido entretenido, que traía conmigo los aromas de la viejas cocinas, las neblinas de un Valparaíso con adoquines, los himnos de algún festival coral que se realizó en la costanera, en el mismo lugar donde jugábamos con las olas en los temporales o vivimos enamorados el peculiar crepúsculo del primer romance de pubertad.



En este caminar, pude recordar a pinceladas gruesas el descubrimiento de los primeros compromisos sociales, el tiempo en que todo se debatía y había una fuerza emotiva y racional para pelear contra el sistema, aunque termináramos con los nudillos rotos y sufriéramos pérdidas que nunca llegamos a inventariar.



En el camino se fueron sumando experiencias de diferente signo, se acabaron los estancos de derecha o izquierda, aprendimos en un cambio gradual, que nos hizo más desconfiados, más cerrados en nuestro microespacio familiar que en la vida había que distinguir entre buenas y malas personas, entre frescos y honestos.



Cuando recordaba con mi hija el quieto mundo sin televisión a color, la magia de la radio, los primeros artículos escritos en la Universidad, el conocer durante el gobierno popular Europa, incluyendo un extenso recorrido por la órbita socialista que algún día pienso comentar, los encuentros con los jóvenes polacos, el repudio a la invasión de Praga, los recorridos por el Sena escribiendo cartas de amor.



Con la misma fuerza abrazaba las premisas de los jóvenes del barrio latino, donde aún quedaban los rayados implantando el poder de la imaginación. Por esas mismas experiencias, mi decisión de permanecer en América Latina después del golpe fue muy coherente. Quería seguir viviendo en mi espacio, no me encandilaba el viejo mundo, por mucho que admirara sus museos, su historia.



Prefería estar cerca de mi barrio, en un clima incierto, con temores permanentes, pero íntimamente ligado a lo propio, incubando siempre un sueño para seguir adelante, como motor del alma en los momentos más severos de desesperanza y angustia ciudadana.



Por eso invoco mi deseo de que no me pase lo que a Fernando Villegas y seguir soñando al menos para transmitirles a mi hijos y mis nietos ese mismo entusiasmo con que me levanto para inventar el día indispensable, viviendo con ganas, sin desmerecer espacios para trabajar, producir y ganar dinero, pero dejando siempre alas para pensar que podemos cambiar algo cada día de nuestro espacio.



Ojalá que pueda seguir siendo algo loco y que pueda encontrar en mi espacio familiar y con mi inusual estabilidad amorosa que ya llega a los 30 años, ese clima que te hace suspirar y volver a arreglar trocitos de mundo, aunque sea el más mínimo, el que te hace emprender proyectos y transmitir a los que te rodean un ánimo optimista.



Fernando, quisiera que tu renuncia a soñar sea sólo un exabrupto y que, en el fondo, sigas con tu chasca trasgresora y tu verbo fundamental, inventando escenarios para cambiarlo todo y soñar con lo imposible. No renunciemos jamás a soñar, pero hagamos de esta actitud una fuente prolífera de acciones concretas y responsables, para ser, en lo que nos toque, cada día mejores. Alguien, a la vuelta del recodo, nos pedirá cuentas.



* Administrador público, consultor internacional en modernización aduanera, escritor, académico y consultor.



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