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La maldita codicia

la maldita codicia parece haberse apoderado de los corazones de los dirigentes del primer pueblo democrático del mundo moderno. Y ello, para colmo de males, se hace invocando la fe judeocristiana, esa que dice: «No te confíes en riquezas injustas que de nada te servirán en el día de la angustia» (Levítico 5,8).


La codicia es un apetito desordenado de riqueza. Y la avaricia es la avidez de tener y retener. El codicioso busca aumentar sin límites sus posesiones, lo que le hace insensible a los derechos e incluso al dolor ajeno. Nada le es suficiente. Vive inquieto buscando saciar una sed que no tiene fin. Cuando alcanza el bien deseado, pronto descubre que es poco y quiere más. Es tan desordenado el apetito por acaparar, que normalmente la codicia conduce al dolo, a la falacia, al fraude y a la traición.



La historia de la codicia es una historia de dolor. En la mitología griega Midas se destruye a sí mismo cuando logra que todo lo que toca se convierta en oro, impidiéndole incluso comer. Para los primeros cristianos la traición de Judás es explicada por la atracción mortal que le produjeron doce monedas. Un hombre sabio como Séneca no puede contenerla e, inteligente como era, dedica infructuosamente una buena parte de su obra para justificarla.



Lo cierto es que este mal amenaza con acabar con la gran democracia del norte. Efectivamente, el politólogo norteamericano Robert Dahl ha señalado que el futuro de Estados Unidos pasa por resolver la más brutal de sus contradicciones originarias: el afán de autogobierno democrático con su vocación de libre empresa.



Estados Unidos nace como una nación que asume las ideas republicanas y democráticas. Para Thomas Jefferson los hombres nacen libres e iguales y sólo son legítimas las leyes en las cuales el pueblo participó en su elaboración. Por otro lado, al sublevarse las colonias norteamericanas reclaman el libre comercio. Una naciente burguesía más pequeños granjeros reclamarán el derecho al enriquecimiento lícito fruto del libre emprendimiento.



Estos dos principios entran fácilmente en contradicción. Pues detrás del ideal democrático se esconde la dispersión del poder. La democracia ama la igualdad. Ello se expresa en que cada hombre y cada mujer tengan igual poder. «Una persona, un voto» reza el adagio. Empero, la libre competencia económica cuando no es adecuadamente regulada y frenada tiende a la acumulación del poder y a la desigualdad creciente. Eso preocupó ya a Tomás Jefferson.



Esta contradicción está haciendo crujir Estados Unidos y al mundo entero. Es claro que es la codicia que genera el gigantesco negocio de armamentos y el control del petróleo lo que impulsa a la actual elite gobernante norteamericana.



Afirmamos lo anterior por la conexión clarísima que existe entre las figuras más representativas del actual gobierno, partiendo por su presidente. Y se deduce por las inconsistencias de las razones dadas para justificar una guerra tan injusta como innecesaria y evitable.



Es obvio que tras la experiencia de Afganistán, que significó destruir a un país pero no dar con el líder de Al Qaeda ni de los Talibanes, una nueva guerra no tiene razón de ser con un fin casi policial. Menos si aún no se prueba el vínculo entre iraquíes y Al Quaeda. Es igualmente claro que lo que se busca no es desarmar a un enemigo poderoso, pues mucho más lo es Corea del Norte, apoyado hoy por la diplomacia norteamericana. Además y como lo demostró Israel en 1981 no se necesita conquistar un país entero para destruir eventuales centrales nucleares ni laboratorios químicos.



Luego, como lo han sostenido personas como Norman Mailer o Noah Chomsky, lo que hay detrás es la codicia por controlar el petróleo del mundo. Eso terminará por dar un poder incontrarrestable a Estados Unidos.



Poco importa que la opinión pública mundial no apruebe la guerra. Se valora aún menos la institucionalidad de la ONU que nace justamente para evitar que la guerra. Su deslegitimación nos llevará a un estado de naturaleza hobbesiano entre las naciones. Y, cosa increíble para una democracia, la ciudadanía norteamericana, que exigía no ir a la guerra o sólo hacerlo con el apoyo de la ONU, no parece inquietar mucho.



Detrás de esta lamentable obsesión de George W. Busch se encuentra ese desorden que solo la codicia despierta. Nada bueno entonces espera a Estados Unidos. Hoy son, de lejos, la principal potencia del mundo. ¿Necesitan demostrarlo atacando Grenada, Panamá, Afganistán o Irack?



Pero, ay, la maldita codicia parece haberse apoderado de los corazones de los dirigentes del primer pueblo democrático del mundo moderno. Y ello, para colmo de males, se hace invocando la fe judeocristiana, esa que dice: «No te confíes en riquezas injustas que de nada te servirán en el día de la angustia» (Levítico 5,8).



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