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Amiga Gladys


Tantas zozobras vividas, tantos años de luchas. Desde los combates abiertos de los años sesentas, en que parecías -como casi todos nosotros- una colegiala jugando con grandes palabras, una adolescente desplegando banderas, codeándote con la historia que se nos aparecía en cada recodo del camino y nos exigía ser idealistas, fieles, corajudos. Algunos se quedaron en esa época en que todo fue fácil, en que soñar era una tarea colectiva, en que nadie estaba solo cuando deseaba cambiar el mundo. Éramos la multitud, nos sentíamos en medio de una ola que navegaba hacia una playa segura. Todo estaba en orden, representábamos el futuro.



Pero de repente ese mundo se hizo trizas y las banderas desaparecieron. Apareció el universo de los subterráneos (sub terra). Sólo allí se podía continuar viviendo los ideales que antes voceábamos en público. Todos, unos más otros menos, que ocultar identidades e íconos, cambiar de rostro, disfrazarse de inofensivos críticos o de conformistas integrados. Muchos desertaron del juego de sus años juveniles, dijeron que habían cambiado los tiempos, que era necesario reconocer que la vida había variado de trayectoria. Pero tú seguiste. Te negaste a aceptar que tus sueños eran solo ideales inútiles, excesos románticos a los cuales había que renunciar.



Te negaste incluso al exilio, a la separación de esta tierra que sentías integrada a tu propio cuerpo, porque era el lugar de tus luchas. Once, doce años de clandestinidad. Años de goce silencioso por los avances minúsculos pero también de perpetua incertidumbre. ¿Cuánto miedo acumulaste? Me pregunto ¿Cómo fue posible vivir tanto tiempo en el simulacro y el temor? ¿Cómo te fue posible vivir sopesando cada ruido de la calle? ¿Cómo se duerme cada día con el mismo miedo?



Además, llegaron años de incomprensión política, de rechazo, de aislamiento de las otras fuerzas que combatían. Ustedes hicieron sus opciones, pero estas no eran las de todos. Continuaste, seguiste y seguiste. Para ti la lucha era tu vida, tu hogar, tu refugio. Estoy seguro, lo has dicho, que fuiste feliz en esos duros años.



Me cuesta ponerme en tu pellejo. Pero cuando cuentas que seguías a tus hijos, sabiendo que lo que hacías era una conducta límite, me identifico contigo. Toda racionalidad instrumental se destruye confrontada a ese amor gratuito y absoluto.



Cuando saliste a la superficie seguiste fiel a tus márgenes, a tus distancias, no te trasformaste en una conversa. Todavía continúas allí, fiel a lo que siempre has sido.



¿Por qué entonces esa artera acechanza del destino? Cuando habías conseguido ponerte fuera del alcance de los torturadores, cuando habías vencido todas las vallas que tus propias opciones te obligaron a enfrentar, aparece este desafío de la naturaleza, esa carga que cayó sobre tu cuerpo, esa cobranza. Uno de los únicos desafíos contra el cual tu férrea voluntad de lucha no basta.



¿Por qué el destino es aleatorio y no reconoce meritos? Si los reconociera respetaría tu limpia trayectoria de mujer que se ha entregado a sus ideales. Respetaría tu coherencia, tu coraje, te acogería.



Pero no, no ha sido así. Vivimos en un siglo desolador en que los dioses están cansados… El destino es una fuerza oscura que ataca a lo más bello, que trata de eliminar las ilusiones del mundo. Por eso ha ocupado tu cerebro. Pero tu bien sabes que hay que luchar hasta el último suspiro. Sabes que la esperanza es lo único que le hace frente a la naturaleza despiadada.


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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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