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Cámaras ocultas y regla de oro

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Que una ley prohiba las cámaras ocultas no significa que el uso de éstas sea intrínsecamente incorrecto. Si las cámaras ocultas deberían estar prohibidas es porque en ellas hay algo que pareciera no estar bien. Si un periodista se rigiese sólo por la ley podría afirmar sin ninguna aprensión: si trabajo en un país donde se puede usar, la uso; si trabajo en un país donde está prohibida, no la uso. Que alguien piense y actúe así posiblemente nos escandalice -da la impresión de que esa persona no tendría sentido moral- pero no por eso podríamos censurarlo. Si alguien pensara y actuara de esa manera, en caso de encontrarse en un país donde no se ha legislado sobre la materia, no debería importarle mayormente que algún elemento de su vida privada sea exhibido en un medio de comunicación masivo. ¿Conocemos a alguien que de hecho piense y actúe así? Algunos amigos míos, en determinadas situaciones, podrían considerar razonable la posibilidad, pero de ahí a verse en un reportaje de Aquí en Vivo hay un buen trecho. Las cámaras ocultas, por lo tanto, son un problema eminentemente ético.



Salvo quienes se dedican a la filosofía moral -a comprender su historia, a discutir los argumentos que se sostienen para decir que algo es correcto o incorrecto-, pienso que sobre problemas éticos deberíamos evitar hablar de un modo impersonal. Eso intentaré hacer aquí. En 1998, mientras trabajaba como investigador periodístico en el programa televisivo Contacto, estuve a punto de hacer una cámara oculta. Con «hacer» quiero decir que yo mismo la iba a llevar puesta. No eran más que unos anteojos oscuros, un cable y una pequeño aparato digital que me cabía en el bolsillo. La periodista Pilar Rodríguez estaba haciendo un reportaje sobre el «carrete juvenil» y necesitaba probar -entre otras cosas- que jóvenes de catorce años tomaban trago a veces hasta intoxicarse. ¿Por qué llevaría yo la cámara y no un camarógrafo del canal? Por su edad, a él presumiblemente lo habrían descubierto, en cambio mis 23 años pasarían desapercibidos. Como se conversó con el equipo, una vez editado el reportaje las caras serían borradas, de manera que sólo habríamos hecho un registro del fenómeno que estábamos investigando; ningún joven podría haberse reconocido en nuestro reportaje (en términos generales, podemos decir que el problema surge cuando una cámara oculta revela caras con nombres y apellidos). Pero si no hubiese existido el ánimo posterior para borrar las caras, ¿debería yo haberme prestado para tal empresa?



Esta última pregunta sugiere otra pregunta: cuando yo tenía catorce años, ¿hubiese dado mi consentimiento para que me filmasen en una fiesta tomando alcohol? Si mi respuesta es no, entonces no debería haber aceptado la invitación que me hizo Pilar Rodríguez, ya que, ¿qué derecho tengo de hacerle a los demás lo que no quiero que me hagan a mí? Si le hubiese dicho sí a esa cámara oculta habría violado un viejo fundamento ético: la regla de oro. «No hacer a otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti». La regla de oro es una regla rotunda de carácter general; faltar a ella nos pone en una complicada situación moral. Si deseamos que los demás nos respeten, forzosamente debemos admitir que todas las personas tienen que respetarse mutuamente. No se trata, pues, de actuar según preferencias personales; la regla de oro se refiere a aquel comportamiento que cualquier persona debería tener para con los demás.



Supongamos que yo efectivamente hubiese grabado a un grupo de jóvenes en la barra de un bar: los habría estado engañando, pues mis anteojos en realidad no eran anteojos, sino una cámara para apresarlos in fraganti. El engaño viola la autonomía de las personas. ¿Acaso alguien acepta que lo engañen? Cuando eso ocurre uno responde de inmediato: pregúntenme primero. A todos -o casi a todos- nos gusta que los demás consideren que tenemos la libertad de oponernos a situaciones que pasan a llevar nuestra autonomía. Cuando no lo hacen, quedamos resentidos. Ciertamente no podemos exigir que los demás nos amen, pero sí que nos respeten.



Supongamos que me hubiese opuesto a hacer la cámara oculta. En el programa alguien seguramente me hubiese dicho: vamos, filmar a unos cuantos jóvenes a cara descubierta se justificaría si lo que se pretende es destapar el problema del alcoholismo juvenil; el fin de esta cámara oculta es el bien de la juventud, ya que los padres quedarán al tanto del problema que afecta a la sociedad de la cual ellos forman parte. Esa postura ética -llamada técnicamente consecuencialismo- tiene muchos adeptos, y una larga tradición argumentativa la respalda: un gran beneficio potencial justifica aquellos actos en que algunas personas puedan verse dañadas. Quienes suscribimos la regla de oro como una regla ética a priori -esto es, independiente de los hechos- no podemos comulgar con dicha corriente ética, pues para destapar el problema del alcoholismo juvenil habría que pasar por sobre la dignidad de un grupo de jóvenes.



Podemos afirmar, entonces, que la regla de oro no permitiría cámaras ocultas. Pero el asunto se complica cuando una cámara de éstas hace registro de un delito. Me parece que sobre ésta última debería concentrarse la discusión; sobre las otras ya tenemos claridad. Si en este artículo se han evitado los términos jurídicos -para no salir de la esfera ética-, propongo que por delito entendamos una violación flagrante de la regla de oro. Robar, matar y torturar de ninguna manera podrían elevarse a la categoría de reglas generales.



El criterio al que se recurre para justificar el uso de las cámaras ocultas suele ser el siguiente: es correcto usarla si se revela como la última herramienta probatoria de la comisión de un delito de relevancia pública. La red de pedofilia Paidós fue desmontada gracias al empleo de una cámara oculta. La opinión pública -a diferencia del caso del juez Calvo- no se ha mostrado indignada con el método empleado por los periodistas de Contacto, y ése es un dato relevante.



Los que defendemos la regla de oro podemos preguntarnos, acaso ociosamente: a la periodista Carola Fuentes -ella desmontó la red de pedofilia-, ¿le hubiese gustado que la filmasen en un delito como el que Rafael Maureira (alias Sacarach) estaba cometiendo? En esta pregunta hay algo raro: pareciera no tener mucho sentido. Da la impresión que a las cámaras ocultas que prueban delitos no se les puede aplicar la regla de oro tan fácilmente. ¿Por qué? Me parece que la pregunta anterior es similar a ésta: un policía que se dedica a perseguir ladrones, ¿querría para sí mismo algo similar en caso de ser él un ladrón? El absurdo es evidente. Quien roba sabe que puede caer preso, es parte del juego: él mismo se ha marginado de la esfera de aplicabilidad de la regla de oro. Quien roba no espera que lo respeten en ese nivel: él querría, más bien, que si lo apresan le brinden la posibilidad de tener un juicio justo.



Un ministro de economía que recibe coimas, ¿debería sorprenderse si cae preso, o si una cámara oculta lo muestra en el noticiario de las nueve recibiendo un vergonzoso fajo de billetes? Diremos: es parte del juego. Si esto es así, entonces no se estaría violando la regla de oro y por lo tanto tampoco se estaría suscribiendo un principio consecuencialista. Es más, en caso de que la policía por cualquier motivo decida no intervenir en el caso, sería un deber realizar esa cámara oculta.



Quisiera terminar diciendo que si se hubiese logrado probar por otra vía -mediante testigos, por ejemplo- la situación que reclama Chilevisión para el juez Calvo -esto es, que su homosexualidad era susceptible de extorsión-, y si no está claro que él haya cometido un delito, entonces Chilevisión actuó incorrectamente: le faltó el respeto al juez Calvo. Y aquí sí se aplicaría la regla de oro.





(*)El autor es poeta, filósofo y profesor de Ética periodística.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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