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De vuelta al trabajo


No es raro que la tristeza nos domine cuando volvemos al trabajo de vuelta de vacaciones. Parece como si transitáramos desde la libertad a la esclavitud. Para el sabio de Aristóteles, libres eran aquellos que gozaban de la calidad de ciudadanos, de la inviolabilidad personal, de la libertad de actividad económica y del derecho al movimiento no restringido. Cuando nos vamos de vacaciones, nadie controla nuestro tiempo. Podemos hacer lo que queramos, dentro de la ley y el orden por cierto. Vamos de un lugar a otro. Las necesidades económicas tienden a relajarse. Cuando volvemos al trabajo, debemos levantarnos temprano, cumplir un horario, someternos a las exigencias del jefe y doblegar nuestras voluntades ante las necesidades económicas. Eso, para Aristóteles, era la esclavitud.



Por ello no nos debe extrañar -siguiendo a la filósofa moderna Hannah Arendt- que «todas las palabras europeas que indican ‘labor’, la latina y la inglesa labor, la griega ponos, la francesa travail, la alemana Arbeit, significan dolor y esfuerzo y también se usan para los dolores del parto. Labor tiene la misma raíz etimológica que labare («tropezar bajo una carga»); ponos y Arbeit, la misma que ‘pobreza’ (penia en griego y Armut en alemán) (…) con respecto al uso griego. Arbeit y arm derivan del germánico arbma-, solitario y olvidado, abandonado. En alemán medieval, la palabra se emplea para traducir labor, tribulatio, persecutio, adversitas, malum». Es para llorar a gritos.



La libertad del ser humano por excelencia se dedicaba al ocio. Durante este podíamos dedicarnos a los placeres que la cultura ofrece. Por cierto, desde el arte culinario hasta la poesía, la música y la literatura. Más del 42% de los chilenos consume para sobrevivir, no para gozar de la vida. Es en el libre tiempo cuando el ciudadano puede dedicarse a los problemas de la polis. Cuando los chilenos trabajamos más de 2.000 horas al año, ¿habrá tiempo para la política? Será también el tiempo libre para dedicarlo a la contemplación de lo eterno, para practicar la filosofía y vivir la fe que le dan sentido y trascendencia a la vida.



No es de extrañar que los primeros cristianos encontraran mucho sentido a eso de «ganarse el pan con el sudor de tu frente». El llamado «Apóstol de Trabajo», San Pablo, reivindicaba el trabajo, pero de una extraña forma. «Quien no trabaja, no come». San Agustín iniciará una lenta valoración del mismo cuando señalaba a los monjes que debían practicarlo. Trabajando se huía de la ociosidad, se generaban recursos para atender los deberes de caridad para con los pobres y favorecía la contemplación religiosa pues el trabajador no se dejaba llevar por las preocupaciones del mundo. Bajo la Edad Media, el tiempo predominante era el religioso. Más de la mitad de los días eran feriados y éstos se dedicaban a la conmemoración del nacimiento, pasión y muerte de Jesús hasta la fiesta del santo patrono de la nación, ciudad y gremio. Un vestigio de ese mundo muerto es el Carnaval de Río de Janeiro.



Todo ello cambia con la modernidad. El trabajo surge como la gran capacidad del ser humano. Mediante él, transformamos la naturaleza y a nosotros mismos. Nos dignificábamos, pues, a través de la unidad productiva como nos integramos socialmente y devenimos en ciudadanos plenos. La educación se vuelca hacia la productividad y la competitividad. Nuestros niños no aprenden qué es la amistad, el amor o la solidaridad en la escuela. Se estudia para ingresar exitosamente al mundo laboral. La PSU lo domina todo. La educación superior está absolutamente sometida a las exigencias de la profesionalización. Cuando llega la cesantía, viene también la depresión. Incluso, cuando vivimos en un Estado de Bienestar, que no es caso de Chile, que garantiza la continuidad de nuestros ingresos vitales. Finalmente, si todo es trabajar y producir, nuestra Tercera Edad no siente ningún júbilo cuando llega la edad de retirarse del mundo laboral, sobre todo si se deberá vivir con bajísimas pensiones de vejez.



Anotemos, pues, la evidente contradicción. Buena parte de nuestra infancia y juventud destinada a prepararse para trabajar. Temor absoluto a la jubilación sin vivir la dignidad que asociamos hoy y lamentablemente con utilidad y productividad. Sin embargo, cuando llegamos hoy al trabajo, padecemos tristeza y melancolía por las vacaciones que se fueron.



Partamos por pensar que el goce de las vacaciones sólo es posible gracias al trabajo anterior. No sólo porque nos permitió ganar los recursos que las hicieron posible, sino porque además una vida vacante en forma permanente, es una vida vacía, monótona y aburrida. Sólo en el trabajo sabemos lo que es una merecida vacación. Por otro lado, en el trabajo nos reencontramos con nuestros compañeros de trabajo. Ellos son aquellos con los cuales compartimos el pan y el esfuerzo de hacer una sociedad mejor. La amistad, en el deber y no sólo en placer, surge como posibilidad. Finalmente, es en el trabajo donde nos damos cuenta de la bendita capacidad del hombre y de la mujer de transformar el mundo, produciendo objetos permanentes y sirviendo los demás. Es mediante el trabajo que adquirimos la autonomía y dignidad de ser libres. La sociedad de Aristóteles se basaba en la esclavitud de la mayoría y en el confinamiento de la mujer a las labores domésticas. Nuestra sociedad ha dignificado el trabajo para mayor gloria del ser humano.



Sergio Micco Aguayo es director ejecutivo del Centro de Estudios para el Desarrollo (CED).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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