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El principio del fin de una etapa


No cabe duda que vivimos tiempos en que una etapa de nuestro desarrollo nacional está quedando atrás y otra asoma en el horizonte. En 1990 lo que los gobiernos de la Concertación entendieron que debía de hacer era crecer, crecer y crecer junto con realizar una política social agresiva que se hiciera cargo de la pobreza e indigencia que azotaba a alrededor del 45 por ciento de los chilenos. Se trataba de un mínimo realismo: no habían votos en el Congreso ni en la población para más, ni tampoco recursos económicos de parte de un país finalmente pobre. La estrategia dio sus frutos que la CEPAL acaba de reconocer. Pero parece ya agotada justamente porque se trata de una etapa que los chilenos sentimos crecientemente agotada.



Prefiero la brutalidad sincera del ministro de Economía de este gobierno que afirmó que el no se preocupaba tanto de los «pajaritos y los árboles» que de los trabajadores, cesantes y sus salarios. La prefiero a aquellas otras autoridades que proclaman que nuestro desarrollo debe ser sustentable, con pleno respecto al derecho constitucional de vivir en un medio ambiente libre de contaminación, pero que en los hechos tienen por norte asociarse con el gran capital para generar crecimiento económico, energía barata y nuevos empleos.



Cuando se aprobaron la inversión de Enersis en Ralco y los proyectos de Celco en el Itata y en el Río Cruces se pensó mayoritariamente así. Se sabía que debíamos aceptar un cierto grado de contaminación y destrucción del medioambiente y de las culturas locales. Pero mal que mal, Chile no podía imponerse normas propias de países que cuentan con ingresos per cápita de 27.000 ó 32.000 mil dólares. Se decía que ni Europa ni Estados Unidos habrían podido crear su potencial industrial respetando las normas y criterios que hoy nos quieren imponer vía la globalización.



Pero Chile ya no está pensando así. Ya no creemos que debemos optar entre una cosa y otra. Es decir, los chilenos estamos diciendo crecientemente que se puede crecer económicamente y respetar el patrimonio natural que, por lo demás, no es nuestro. Ya el año dos mil los chilenos soñaban en un 34,7% con un país más igualitario, en un 19,1% con un país donde se respeten los valores tradicionales y en un 15,3% en un país en que se respete el medio ambiente.



Si se reclama por valores tradicionales es porque el chileno sabe que vive tiempos de globalización y quiere abrirse al mundo con su identidad. Y ese abrirse al mundo nos obliga a desarrollar una economía de mercado que respete el medio ambiente y los derechos de los trabajadores. ¿Y no es claro que una de las cosas más bellas que puede ofrecer Chile al mundo es justamente su patrimonio cultural y natural? ¿No es eso el turismo de Torres del Paine, San Pedro de Atacama o Isla de Pascua?.



Tal cambio de etapa en nuestro desarrollo nacional, que ha supuesto enormes sacrificios de los trabajadores chilenos, implica cambios de cultura económica, principios políticos y de normas legales. Eso se ha visto claramente en el caso de Celco Valdivia. ¿Era necesario esperar que la ciencia se pronunciara unánimemente acerca de la relación directa entre la apertura de la planta y la muerte de los cisnes de cuello negro? Ya los chilenos sabemos que tal unanimidad puede no llegar jamás.



Dijimos en marzo en esta misma tribuna lo anterior pues la comunidad científica, especialmente la chilena que es pequeña, desprovista de recursos y depende incluso en las universidades tradicionales de fondos privados, es parte de las luchas políticas, ideológicas y económicas de una sociedad. ¿A quién creerle? ¿A la Universidad Austral, a la de Concepción o a la Católica?



Nos preguntamos además si era necesario esperar que los tribunales de justicia fallaran por sentencia firme y ejecutoriada acerca de las responsabilidades legales de Celco o de la Corema. El tan manido fallo de la Corte Suprema sólo se pronunció perentoriamente acerca del plazo en que se había interpuesto el Recurso de Protección. Nada más.



La respuesta es no. La Declaración de Río, firmada en 1992 durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medioambiente y Desarrollo, señala: «Para proteger el medioambiente, los Estados, de acuerdo a sus capacidades, aplicarán en toda su extensión el enfoque precautorio. En donde existan amenazas de daños graves o irreversibles no se usará la falta de certeza científica total como razón para posponer la adopción de medidas costo-efectivas para prevenir el deterioro medioambiental.»



En el caso de Valdivia el sentido común decía que alguna relación había entre la nueva planta de celulosa y la muerte de los cisnes. Ä„Antes de ella vivían en plena armonía con la naturaleza! En vez de hacer caer la pesada carga de la prueba a grupos normalmente mucho más débiles que gigantes productivos o farmacológicos, este principio nos exige acciones preventivas drásticas de cargo de los poderosos que quieren cambiar las reglas del juego.



Hoy día evaluamos qué daño es esperable y tolerable con una nueva actividad o producto. Por qué no preguntarse mejor ¿cuánta contaminación puede evitarse?, ¿cuáles son las alternativas para este producto o actividad?, ¿es realmente necesaria esta actividad? Chile, a partir de la sólida base creada las dos últimas décadas, puede aspirar a más en materia medioambiental y social. Es el mensaje que surge con fuerza a partir del debate del royaltie minero y de Celco. No esperemos un desastre en Pascua Lama o en el Itata para actuar con más decisión.



Sergio Micco A., Director Ejecutivo, Centro de Estudios para el Desarrollo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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