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Un inaudito fallo absolutorio


El terrorismo se ha convertido en el peor flagelo del siglo XXI. Es una llamarada que hoy envuelve al mundo y por doquier cobra inocentes víctimas.



Los que deciden transitar por aquella nefasta senda, recorren un largo camino hasta el momento que consuman el atentado. Es una decisión filosófico-política que nace de ideólogos que pretendiendo finalidades razonables y plausibles, abandonan el camino de la convicción para abrazar el de la violencia. Tras una labor de proselitismo más o menos prolongada, logran conformar grupos de adherentes -muchas veces fanatizados- de los que se constituyen posteriormente los núcleos operativos.



La ocurrencia del fenómeno en distintos lugares del mundo e invocando diversas finalidades, hace posible la conformación de verdaderas redes, llevando muchas veces a colaboraciones recíprocas.



La orgánica que va desde el planteamiento inicial hasta la ejecución del siniestro, no permite que estas conductas sean actos individuales. Necesariamente debe producirse una asociación, más o menos formal o jerarquizada, en cuyo seno sus integrantes se coordinan y asumen funciones distintas, todas encaminadas a la consecución de una nefanda finalidad común.



En nuestro país también se ha dado y se sigue haciendo patente esta deleznable práctica. Antes las metas fueron puramente políticas; hoy se manifiestan en posturas reivindicacionistas de tierras y plantaciones forestales ajenas, pretextando títulos ancestrales. La finalidad común es atemorizar a ciertos segmentos específicos de la población para que abandonen o malvendan sus propiedades, expandiendo así una pretendida presencia étnica. Son centenares los casos registrados en la VIII, IX y X Región, donde recurriendo principalmente al incendio, se logra en la población aquellos estados de zozobra que fragiliza toda resistencia.



El Senado ha tomado cartas en el asunto, denunciando esta peligrosísima escalada y constatando reacciones insuficientes por parte de la autoridad. El Ministerio Público y la policía han actuado con vigor y el Poder Ejecutivo ha manifestado su preocupación, ejerciendo en los procesos la correspondiente acción penal.



Pero frente a este clamor tan generalizado, en varias recientes ocasiones han hecho oídos sordos los tribunales orales en lo penal de la Región. La más reciente y alarmante muestra es la sentencia absolutoria que en votación dividida pronunció el de Temuco, en una emblemático proceso en contra de integrantes de la llamada Coordinadora Arauco-Malleco. Particular gravedad reviste esta decisión ya que fue antecedida de un contundente fallo de la Corte Suprema que anuló otra sentencia absolutoria en el mismo juicio, estimando que la prueba rendida, debidamente ponderada, debía llevar a un veredicto diametralmente opuesta. Los jueces que conformaron mayoría hicieron oídos sordos a tan inequívoco mensaje, dando espaldas a una alarmante realidad, que ha concitado la acción mancomunada de altas autoridades de la República.



Esta actitud despreciativa de los jueces de Temuco, constituye grave falta o abuso y amerita que nuestro más alto tribunal, por la vía disciplinaria excepcional, ponga coto a esta inconducta y restablezca el imperio del derecho.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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