Entre el miedo y la milonga
Desde que un día me prometí que nunca viajaría en avión, llevo 28 años rompiendo esa promesa. Ayer por ejemplo aterricé después de casi doce horas de funambulismo y hoy sigo volando.
Imponderables. Llamémoslo ironía del destino, maldición gitana, espíritu aventurero. El caso es que cada vez que me encuentro en suspenso entre el cielo y la tierra, siento muy mía esa famosa frasecita de, »no somos nadie».
Tratando de infundirme confianza pienso en Aristóteles y su premisa sobre la valentía y el heroísmo. Nada. Efecto nulo. El vértigo vuelve en gloria y majestad a mis manos aferradas al asiento 8C-pasillo del monstruo volador, a la espalda rígida mojada de gotas frías que recuerdan la angustia incontenible de mi pecho.
Para quitarle brasa a la cosa y acelerar el tiempo, decido escribir una crónica imaginaria para un amigo que desde alguna playa chilena espera entretenerse con mis chascarrillos. Me coloco los auriculares pretendiendo parecer normal y aprieto el botoncito de la música. Confieso que después de todas las intentonas de vencer el ataque de claustrofobia y otros miedos, me vendría fenomenal la Casta Diva de Maria Callas.
En su lugar escucho morbosamente Tango, el último asesinato musical de July Churches. Qué empalago de hombre. Canta igual un soul que la jota de la Dolores. Sin que se le mueva una pestaña. En el mismo diapasón. Con idéntica abulia. Con esa desapasionada vocecilla microfónica entre nariz y amígdalas. Esta es por supuesto una visión muy personal y totalmente subjetiva. Seguramente mas de alguna y alguno, se harían el hara-kiri por él. Palabra de honor.
Así que mi opinión al respecto hay que tomarla a beneficio de inventario.
Paso del morbo al fastidio. Finalmente decido eliminar los cabreantes auriculares que dicho sea de paso rara vez se escuchan bien. Se mueven, se caen y terminan poniendo las orejas del sufrido pasajero, como castañuelas.
Bebo como una posesa un trago de vino que me calienta la boca, la garganta, y otra vez la boca. Un segundo trago cosaco para deshacer el nudo del estómago.
Mientras, los ojos fijos ahora en el blanco papel, contemplan una pluma negra antigua, de tinta azul indigo, que escribe y va a escribir durante toda la noche, durante todo el vuelo, sin descanso con el miedo entre los dedos cuando los dedos se hacen huéspedes, porque descansar sea quizá morir, me susurra el vino.
De repente el avión cae como si fuera a desintegrarse. No pasa nada, dicen; solo son bolsas de aire. Oigo ruidos contra las alas, o será a lo mejor mi corazón trepidante. Otros pasajeros parecen dormir. Han apagado todas las luces. Yo me declaro ausente. Sin cara, sin nombre, piel ausente de mi piel, los labios sellados, ahogando voces, esquivando fantasmas. Las horas tienen mil minutos cada una.
Veo amanecer sin haber soñado. Empieza el descenso.
Cierro el cuaderno. Guardo la pluma. Solo hay garabatos. Y trato de controlar el consabido ataque de pánico que aparece traidor cuando menos falta me hace. No tiene nada de sensual que a una la vean con los ojos desorbitados, de color verde cerúleo el rostro, y a punto de meterse un pastillazo tranquilizador.
Abro entonces la novela que he traído a pasear en este vuelo. Cuando faltan los minutos fatales que preceden el aterrizaje leo una página cualquiera: »…Por una cabezaÂ… Aquél tango casi sin respiración una calurosa noche de verano. La camisa húmeda con su aliento. El alma como un torrente. Las piernas de ella entrelazadas con las de él, ardiendo, como un solo cuerpo, y la boca sin poderse cerrar contra el pecho palpitante del desconocido; apenas el aire».
Apago los ojos tratando de concentrarme en algunos tangos de mi vida inolvidablemente bailados. Como la protagonista de la novela. Al menos así me iré con las hormonas alborotadas al otro mundo; pienso con cierta aprension masoquista, aferrada a mi asiento.
Mientras le hago el último quite a la encerrona tubular, el monstruo de los aires aparece majestuoso entre las nubes por encima de una pista fantasmagórica donde aún danza la nieve como solo en este norte puede nevar.
Y pensar que mi sueño es viajar en el Orient Express.
A punto de tocar el suelo me preocupa, cómo no, otro tren, el tren de aterrizaje del avion. No lo he escuchado salir. Ä„Oh Dios! Rezo todo lo que sé y tambien lo que no sé. Y trato de sobornar a mi Hacedor con promesas de pobreza, obediencia y castidad. Seré buena. Ejemplar. No volveré a meterme con Condoleeza Rice ni con la guerrita que empieza a anunciar contra Irán, mas pronto que tarde.
Y así entre rezos y el firme propósito de no volver a enclaustrarme en un avión, rueda el nuestro airosamente por la pista hasta detenerse al fin. Hay aplausos. Al salir me doy cuenta que mis pies llevan el ritmo de una Milonga sentimental.
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Begoña Zabala es actriz y vive en Montreal
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