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El ocaso del Estado como monopolizador de la guerra

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Una vez más la violencia colectiva se ha vuelto parte de la cotidianeidad. Los medios de comunicación nos muestran imágenes del actual conflicto armado entre Israel y el Líbano, así como también nos informan de la escalada bélica que se vive en Afganistán y en Irak. Por otra parte, a contar del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, los Estados Unidos están en guerra contra el terrorismo y han exhortado a sus aliados a que se posicionen de su lado.



No es fácil comprender este nuevo escenario, ya que tras la caída del Muro de Berlín numerosos intelectuales pronosticaron la expansión global de la democracia y el ocaso de los conflictos armados. El fin de la Guerra Fría representaba para muchos el comienzo de una nueva época histórica, en donde la humanidad superaría las formas de violencia colectiva de forma definitiva. Hoy en día, sin embargo, difícilmente alguien comparte esta tesis.



¿Por qué tantos intelectuales erróneamente pensaron que entrábamos en una era libre de conflictos? Sucede pues que con el desmoronamiento de la Unión Soviética se revalorizó la antigua tesis de Kant sobre la ‘paz eterna’: si es que se expanden los regímenes democráticos a lo largo del mundo, éstos no efectuarán más guerras entre sí, ya que el carácter civilizado de esta forma de gobierno terminará por promover mecanismos pacíficos para la resolución de los conflictos.



El escenario internacional de hoy en día pone en evidencia que una actualización de la tesis de Kant sobre la ‘paz eterna’ tiene escasa validez. Esto se debe a que vivenciamos un redimensionamiento del Estado-nación, de modo que éste ha dejado de ser el protagonista en las luchas armadas. Difícilmente se producirá una ‘paz eterna’ si es que la violencia es ejercida por grupos armados locales o supranacionales y, por lo tanto, el Estado pierde la capacidad para controlar lo que sucede en su propio territorio.



El Estado no ha desaparecido ni dejará de existir en un futuro próximo. Lo que si es cierto, es que ya no cuenta con la misma capacidad de antes para controlar el uso de la violencia física. Esta tendencia es particularmente patente en aquellos países donde a lo largo del Siglo XX no logró constituirse un Estado-nación firme. Por lo mismo que las nuevas guerras se gesten sobre todo en las áreas geográficas donde antiguos órdenes imperiales disputaron sus límites (por ejemplo en algunas zonas de África o en Afganistán).



Asistimos a una nueva época histórica que se caracteriza por una progresiva pérdida del monopolio que el Estado ha tenido a lo largo del Siglo XX en la realización de la guerra. Las bandas armadas que viven de la economía de la droga o de los metales preciosos son ejemplos de cómo en ciertos países el Estado no es el único agente capaz de ejercer la violencia física. En América Latina esta situación se refleja con particular dramatismo en Colombia.



Por otra parte, las nuevas formas de terrorismo se organizan a través de redes internacionales, las cuales cuentan con el apoyo de comunidades de emigrantes, personas privadas e incluso de algunos Estados. Dicho desarrollo demuestra que la globalización es un proceso que no sólo promueve el libre intercambio de productos culturales y de las finanzas, sino que también posibilita la emergencia de nuevos tipos de violencia colectiva.



A diferencia de las guerras interestatales clásicas, los nuevos conflictos armados ya no presentan lo que Carl von Clausewitz llamó la batalla decisiva, es decir, aquel momento en el cual ambos bandos se enfrentan de forma definitiva, hasta que uno termina por vencer al otro. Las nuevas guerras se caracterizan por una lógica en donde el fin del conflicto no está previsto, sino que se producen más bien olas de menor y mayor violencia.



La situación actual de Irak revela este escenario con singular vehemencia. Si bien el régimen de Saddam Hussein ha sido depuesto, EEUU no ha podido establecer un sistema de gobierno capaz de ejercer el monopolio de la violencia física. Milicias armadas se disputan entre sí y efectúan actos terroristas a diario. Y la realidad de Afganistán no es muy distinta. Ambos casos revelan la inexistencia de aquella batalla decisiva que marca el fin de la guerra.



Hay quienes piensan que es una cuestión de tiempo: la construcción de un orden democrático es un proceso de larga data y, por lo tanto, hay que seguir invirtiendo esfuerzos y recursos. Pero el problema de fondo es mayor. Para que eventualmente se consiga una pacificación duradera habría que realizar ofensivas militares bastante brutales. Sin embargo, la opinión pública difícilmente apoyaría esto y, a su vez, el electorado de los países que aportan contingentes militares no toleraría la muerte de sus soldados. Basta observar la creciente presión interna en los EEUU, pese a que la gran mayoría de sus tropas son inmigrantes latinos y ciudadanos de escasos recursos.



La ‘paz eterna’ de Kant es una atractiva tesis. Pero ésta sólo podrá llegar a ser válida, si es que en el mundo se impone el estado-nación como sistema efectivo de organización territorial y la democracia como única forma de gobierno. Las actuales tendencias hacen este escenario poco factible y, por lo tanto, vale la pena dejar la propuesta de Kant a un lado y tomarse más serio el ocaso del Estado como monopolizador de la guerra.



¿Tendrá esto en cuenta la clase política chilena cuando discute sobre las relaciones internacionales del país o cuando debate sobre el envío de tropas al extranjero?



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Cristóbal Rovira Kaltwasser. Estudiante de Doctorado, Humboldt-Universität zu Berlin
(rokaltwc@cms.hu-berlin.de)


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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