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Fantastillones y desborde de la fantasmagoría económica

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Pareciera que el festín privatizador hubiera llegado a su término, pero los costos serán enormes. Al final de cuentas, los fantastillones en deuda pública deberán ser pagados por la gran masa de la población, que para ello será conminada a renunciar más a sus ya escuálidos ingresos. Llamar esto…


Por Alexander Schubert*

 

A través del mundo, las respuestas de los gobiernos a la crisis económica se desarrollan en tres frentes: (1) restablecer el funcionamiento del sistema financiero a como era antes de la crisis, (2) contrarrestar la caída de la demanda mediante programas «keynesianos», y (3) dirigir y «ordenar» la quiebra de empresas mediante subvenciones y promoviendo su concentración. Con ello apuntan a reconstruir el modelo de desarrollo capitalista de los últimos decenios, basado en lo que se denominó la financialización de la economía. Por ninguna parte aparecen propuestas de cambios estructurales.  Más bien, con sus fantastillones -cifras con ceros que nadie entiende- los estados están creando un nuevo ciclo de fantasmagoría económica peor al anterior.

Primero: Se está enfrentando la desvalorización del capital securitizado circulante en el mundo entero mediante compras y/o avales a precios muy superiores a los del mercado. Nadie sabe el monto exacto del cual se trata. Pero se calcula que las pérdidas alcanzan ya los 50 trillones de dólares – o sea, el valor de la producción y el consumo de todo un año de todos los habitantes de la Tierra. Una suma similar podría perderse si efectivamente llegasen a desplomarse los mercados de inmuebles comerciales, de las tarjetas de crédito y los bonos empresariales, sin mencionar los cientos de trillones en derivados. A mediano plazo acecha también la desvalorización de una cantidad verdaderamente alucinante de bonos de deuda pública.

Amén de insostenible, la estrategia es injusta. Refinanciar los papeles circulantes  a precios superiores a los del mercado significa subvencionar a los que más poseen, que es un grupo minúsculo de personas «de alto valor». Sensato sería en cambio, discriminar en favor de la mayoría, que tanto colectiva como individualmente tienen mucho menos, pero cuya demanda depende, en buena medida, de las ganancias de capital de su riqueza acumulada.  Los mismo vale para las fondos de pensión, de los cuales dependen las jubilaciones de cientos de millones de personas.

Segundo: Se ha estimado que las deudas han contribuido a financiar entre el 15 y el 20 por ciento del consumo privado de los EE.UU. en años recientes. En otros países la proporción podría ser similar. La restricción del crédito significa la desaparición de una buena parte del financiamiento de la demanda. Se ha desatado así una espiral de reducción de demanda, empleo e ingresos. En todos los países del mundo, en poco tiempo, sin excepción, los ingresos brutos y netos de las grandes masas de la población han retrocedido drásticamente.

Para contrarrestarlo y evitar el desmoronamiento de la demanda, otros tantos fantastillones gubernamentales son comprometidos, ya sea con subvenciones a los productores y comerciantes, ya sea mediante programas asistencialistas. Pero también aquí predomina la tendencia a fortalecer la demanda dirigida hacia los sectores productivos dominados por grandes empresas de carácter trasnacional. El efecto es una profunda distorsión de los precios relativos: los bienes y servicios de consumo masivo bajan de precio, mientras los de alto valor mantienen el suyo. Esto repercute negativamente sobre los ingresos y el empleo de sectores mayoritarios de la población.

Tercero: miles de empresas han quebrado a lo largo del mundo en el último año. De ellas no habrá ya qué sacar, igual como de las que seguirán quebrando en los meses venideros. Los fantastillones del Estado se dirigen, por tanto, a aquellas empresas «demasiado grandes» como para quebrar. Fuera de connotados bancos, las más destacadas son General Motors y Chrysler. Pero las hay muchas más. Cada país tiene las suyas, además de que con las mencionadas ya hay muchos países involucrados.

En áreas centrales de la economía globalizada se han puesto así fuera de funcionamiento las leyes del mercado. Los socialistas podrían congratularse, y no faltan los que lo hacen. El problema es que tampoco hay planificación alguna para determinar los niveles sostenibles de capacidad instalada. Mantener en funcionamiento empresas grandes pero quebradas puede transformarse en barril sin fondo. Por eso, los fantastillones de fondos públicos podrían estar contribuyendo a mantener en pié a empresas de gran tamaño de las cuales nadie sabe si alguna vez podrán tener ganancias. Esto es la perfecta receta para incubar graves conflictos internos por la asignación de los recursos públicos, y externos, en el campo de las inversiones y el comercio mundial.

Podrán los gobiernos decir que sin estas estrategias la crisis sería peor. Es que no están considerando sus tremendos costos ni las amenazas para el futuro. La participación del Estado en el PIB se está disparando de manera históricamente inusitada. Pareciera que el festín privatizador hubiera llegado a su término, pero los costos serán enormes. Al final de cuentas, los fantastillones en deuda pública deberán ser pagados por la gran masa de la población, que para ello será conminada a renunciar más a sus ya escuálidos ingresos. Llamar esto estrategia de reactivación, no es sino un mal chiste. 

*Alexander Schubert es economista y politólogo.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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