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Cambalache

A lo menos, una conclusión es ineludible y objetiva: estas personas no son confiables y por eso, de por vida deben cargar con el estigma de no pertenecer verdaderamente a ningún referente, estar siempre bajo sospecha, sobrevivir en la periferia de algún grupo, y terminar sus días en la más …


Por Héctor Salazar Ardiles*

A propósito de los giros políticos que hemos observado recientemente, surge una interrogante respecto de los alcances que pueden alcanzar las evoluciones o cambios que experimentan las personas.

Por cierto no discutimos que las personas cambien; todos experimentamos procesos evolutivos que importan modificaciones tanto en nuestras conductas como pensamientos. «Cambia, todo cambia»….dice una canción.

El asunto estriba entonces en discernir si esos cambios tienen límites o no los tienen; cuándo ese cambio se transforma en traición y cuando no. Así como por ejemplo, en otro orden de comportamientos humanos, cuando de la lealtad pasamos a la complicidad.

Uno de los protagonistas de un cambio político sonoro que ha producido debate nacional en estos días, ha dicho que no acepta enjuiciamientos morales hacia su conducta, negándose a explicar desde esa dimensión sus decisiones políticas, y no aceptando tampoco opiniones críticas a su conducta precisamente desde una perspectiva ética.

Esa línea de defensa trae a la memoria aquello de que «Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor!».

Siguiendo con el tango, habría que contestarle «¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!». Si alguna evaluación es necesario hacer de tales conductas es precisamente desde la perspectiva moral pues cualquier giro radical que experimente una persona, y con mayor razón si es un actor público, debe ser escudriñado desde su dimensión ética.

Recuerdo cambios dramáticos como el experimentado por Miguel Estay Reyno, alias «El Fanta», en tiempos de la dictadura, que mutó de una militancia comprometida en las Juventudes Comunistas a un puesto en los aparatos de seguridad del gobierno militar que reprimía a sus ex camaradas. ¿Es legítimo un vuelco de esa naturaleza? ¿No merece ningún reproche moral o, al menos, una explicación? ¿»Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón»?

Por cierto que no; no da lo mismo. Lo dificultoso es desentrañar lo que se anida en la conciencia del individuo, pues a veces las explicaciones suenan huecas, increíbles, o lisa y llanamente «un atropello a la razón».

En la vida podemos pasar muchos goles y engañar a mucha gente, pero frente a nuestra conciencia los goles, o mejor dicho, los autogoles no sirven. Allí, enfrentados a nosotros mismos, la verdad es ineludible y  nuestra propia imagen reflejada en el espejo, será el juez más implacable de nuestras acciones.

Todo ello es válido en el plano personal pero, en el plano social, ¿cual es la conclusión válida que podemos extraer de estos casos?

A lo menos, una conclusión es ineludible y objetiva: estas personas no son confiables y por eso, de por vida deben cargar con el estigma de no pertenecer verdaderamente a ningún referente, estar siempre bajo sospecha, sobrevivir en la periferia de algún grupo, y terminar sus días en la más absoluta soledad.

 

                   «Siglo veintiuno, cambalache, problemático y febril,

                    El que no llora no mama y el que no roba es un gil.

                    ¡Dale nomás, dale que va,

                     Que allá en el horno te vamos a encontrar!

 

*Héctor Salazar Ardiles es abogado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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