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Déficit de ciudadanía: no se trata sólo de ladrillos

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Marta Maurás
Por : Marta Maurás Directora en el Foro Permanente de Política Exterior. Embajadora de Chile ante las organizaciones internacionales de Derechos Humanos con sede en Ginebra, Suiza (2014-2018)
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A medida que pasan los días y la solidaridad y ejemplos de auto ayuda aumentan, se corre el peligro de comenzar a olvidar las brutales escenas de saqueo y violencia después del terremoto del 27 de febrero, muchas perpetradas por gente que no estaba en extrema necesidad. Los abusos más sutiles pero igual de brutales, como los aumentos exorbitantes de precios de artículos de primera necesidad y las promociones de ventas de artículos por los grandes comercializadores que posan de generosas, aparecen como “normales”.

Los ejemplos de desmanes como respuestas iniciales al shock producido por desastres naturales son abundantes en la literatura y la experiencia en emergencias. Chile no ha estado libre de tales situaciones en momentos anteriores cuando el país no tenía los niveles de desarrollo que hoy luce y de los que se ufana.

Lo que sí debe sorprender es que, en un país que mostraba orgulloso su gobernabilidad, su creciente infraestructura, sus TLCs, su organización institucional, la reducción de la pobreza y el aumento de la seguridad social en un “modelo” proyectado internacionalmente, pueda aflorar debajo de las aguas del maremoto y de las grietas del terremoto un evidente déficit de ciudadanía.

[cita]Cuando veo al Ministro Lavín con lágrimas en los ojos inaugurar la escuela  modular de Iloca, construida en ocho días, veo también la otra imagen de un Mozambique en guerra[/cita]

Algunos argumentarán que la ciudadanía es un concepto legal de la relación entre el individuo con sus derechos y el Estado; otros dirán que el problema no es la ciudadanía sino la debilidad de las redes sociales. Independiente de cómo se llame, lo que ha quedado en evidencia crudamente es el nivel de violencia, la falta de límites éticos, el individualismo, el afán de lucro, es decir, una falla estructural, tectónica, en el alma misma de nuestra sociedad.

Este déficit de ciudadanía  o en el capital social, con sus redes, confianzas y diálogo como lo define Putnam, merece la atención prioritaria del gobierno, los partidos políticos y parlamentarios, la comunidad académica, los organismos no-gubernamentales, los gremios, los padres y las madres, los y las profesoras, los y las jóvenes, en definitiva, todos.

Pero por ahí  no va la atención pública.

El gobierno quiere activar el mercado y la producción, por ejemplo disminuyendo los paquetes de comida para que la gente afectada empiece a comprar (¡los milagros de la ley de la oferta y la demanda!), y especula con cifras que escapan al entendimiento sobre el costo de la reconstrucción de la infraestructura; los líderes de la Concertación plantean la ¨reconstrucción nacional¨ y dan otras cifras, mientras buscan su rol de oposición; y, los medios de comunicación filman, fotografían o discuten de grietas, muros y pólizas de seguro, aprovechando también cada grieta en el quehacer político y en la población adolorida,  en pos del show noticioso.

Se ve y se habla de la ¨reconstrucción¨ de lo físico, lo que se ve y se toca, los ladrillos, que sin duda proporcionarán alivio inmediato a las personas que sufren, pero que no resuelven el tema de fondo.

La reconstrucción nacional no será tal si no se construye la capacidad ciudadana, es decir la capacidad de interactuar como una sociedad nacional, con ética, cultura, historia y visión de futuro donde todos caben y donde las reglas de la convivencia han sido producto de un acuerdo social democrático e igualitario forjado en décadas. Alarma debiera causar que Chile sea unos de los países con menor índice de confianza interpersonal en el mundo según el Informe de Desarrollo Humano del PNUD.

Se ha identificado la perenne desigualdad de ingresos como un trasfondo probable de los desmanes y saqueos.  El centralismo, el elitismo de los partidos políticos, la voracidad del sector privado, hasta el machismo y otras determinantes culturales menos exploradas son posibles explicaciones, y todas merecen atención.

Pero lo que sin duda es central al análisis es el estado de la educación en Chile. Décadas de deterioro de la calidad, de desprestigio del profesorado, de desfinanciamiento, de priorizar la rentabilidad por sobre las personas, no pasan en vano. Tanta preocupación por lo material o por lo que se mide empíricamente, vía pruebas como Simce, Timms, etc, pero tan poco espacio (y menos interés) por lo que supone lo medular en toda relación profesor-alumno: los valores. En las universidades importa poco o nada la relación formativa que se establece con los estudiantes de pregrado, por lo menos, en los primeros años. La educación chilena es despersonalizada,  tecnocrática e individualista.

No sólo se cayeron las paredes de las escuelas con el terremoto; quedó en evidencia que las bases mismas sobre las cuales venía funcionando la educación estaban quebradas y terminaron de derrumbarse.

Cuando veo al Ministro Lavín con lágrimas en los ojos inaugurar la escuela  modular de Iloca, construida en ocho días, veo también la otra imagen de un Mozambique en guerra donde un profesor hacía su clase en la escuelita bajo el árbol sin más equipo que una pizarra, tiza y una pelota de fútbol y los alumnos arrobados siguiendo el curso de sus vidas. Admirable pero aislado es el caso del dirigente de un pueblito de pescadores en la VI Región de Chile que inmediatamente después del desastre levantó su escuela y la hizo funcionar declarando que “era el centro de su comunidad”.

El estándar mínimo después del desastre no es el que quiero para Chile, y más que el edificio modular, sí quiero al profesor o profesora comprometido, bien equipado, y con un sistema que lo respalda y lo dignifica. Quiero a unos padres participando en el proyecto educativo de sus hijos, quiero a niños y niñas expresando su voz y aprendiendo a ser ciudadanos, y a la escuelita de Iloca formando parte de una educación de calidad, donde los valores son más que el mero rendimiento, y la educación cívica, la historia, los derechos humanos y el respeto por el otro son más centrales que el aprendizaje del inglés.

En la danza de los miles de millones de dólares en que hoy está sumergido el debate político, harían bien las autoridades en revisar con cuidado y sentido de país los criterios para determinar el financiamiento de la educación. Lo único que puede satisfacer a chilenos y chilenas hoy es reconstruir una educación formada en torno al núcleo fundamental de la vida ciudadana democrática y solidaria. Los ladrillos no son suficientes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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