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La Iglesia que conocí, la que desconozco

Ha preferido protegerse como institución a transparentar el vicio que la consume y en eso consiste su pecado, que como hace el demonio meridiano, prefiere las opacidades procesales y las palabras eufemísticas.


Cuando niño, junto a hermanos y amigos en las tibias tardes dominicales que precedían al otoño nos hartábamos de uvas y sandías en el secano centro sur. En esos momentos felices mientras se preparaba el té que habríamos de consumir embadurnando en mantequilla y mermeladas el pan amasado que se terminaba de hornear y con los cilios nasales saturados de ese olor dulzón e inolvidable, escuchábamos el repiqueteo de las campanas que a lo lejos llamaban a los postreros feligreses que no habían concurrido aún a celebrar su misa dominical. Las campanas echadas al viento eran como vaquitas que al sonido del cencerro llamaba a los terneros a colación.

Como niños practicantes e inocentes nosotros habíamos cumplido con el rito de mañana y algunos además como monaguillos ayudando al sacerdote a su celebración. Entonces esa Iglesia tan cercana era una certeza de la existencia de Dios y sus ministros hombres santos que sacrificaban su vida por El y todos nosotros, por la humanidad.

Entonces también esa iglesia enarbolaba un discurso de renovación para la construcción de una sociedad más justa e inclusiva, para una patria para todos para mejor honra de Dios.

[cita]Ha preferido protegerse como institución a transparentar el vicio que la consume y en eso consiste su pecado, que como hace el demonio meridiano, prefiere las opacidades procesales y las palabras eufemísticas.[/cita]

Sabemos hoy y probablemente sabían entonces nuestros padres que tras los muros de los templos, de muchos orfanatos y colegios regentados por nuestra Iglesia se susurraba que había curas que aprovechando la estatura moral que la Iglesia había construido en la forja de los siglos y abusando de su posición de garantes, tomaban niños de corta edad para sus placeres lúbricos, para la degradación por “afecto exuberante”, para la consagración de la lujuria, para sólo deshonrar a Dios y denigrar su Iglesia. Eso, hoy adulto, puedo entenderlo en el misterioso e incomprensible proceder que transgrede lo más preciado, pasajero y fugaz del alma humana: la virtud de la inocencia y el candor.

Hoy mayores, sabiendo que ha ocurrido desde siempre y que en todos los tiempos ha circulado en los corrillos eclesiales, en el comidillo de la parroquia y fuera de ella, eso que inexorablemente se atacó con el traslado, quizá con la reclusión en algún lugar lejano del mediodía de un país templado, al resguardo del escándalo y bajo el cobijo de la impunidad obtenida de la hermandad de los elegidos, en el silencio de la jerarquía y en el eufemismo de las imputaciones: “infracción al sacramento de la confesión”, “afecto exuberante”, “efusión inmoderada”. El verbo, la palabra como Dios, da para todo y como en el infierno kafkiano de “El Proceso”, el justiciero podrá envejecer recorriendo pasillos macilentes, oscuros y tortuosos para no encontrar jamás una sentencia y una condena que le pueda dar la paz, como ha ocurrido con las víctimas de los pederastas que luego de años de querellas infructuosas y acciones sin destino han logrado finalmente posicionar el abuso en la prensa del mundo, pero sin conseguir aún la justicia que reclaman.

Su llanto y su desespero al menos han servido para que la Iglesia deba salir de su silencio y condenar los hechos viéndose obligada a elaborar algunas medidas destinadas a precaver su futura verificación. No obstante, la forma de las excusas nos parecen marcadas por la soberbia, puesto que, numerosas declaraciones de la jerarquía más que un humilde acto de contrición, parecen la defensa altanera de quienes se sienten moralmente superiores y víctimas de una persecución injusta, dejando de lado el fondo del asunto: el abuso de los débiles e indefensos, por quienes suponían ellos debían protegerlos.

Más allá que pueda haber quienes desde los medios de comunicación u otro púlpito público aspiren a enlodar la acción de la Iglesia y su doctrina, lo cierto es que repudiamos esas declaraciones desafortunadas, puesto que ponen la discusión y las reconocidas imputaciones en el banquillo de los acusados. Ahora es la grey indignada la que debe hacer penitencia, es ella y la prensa las que deben probar la legitimidad de sus actos.

Indigna también la promesa débil y que anticipa la impunidad y que se expresa en el adagio: “Seremos duros con el problema y blandos o indulgente con las personas”. Nadie podría discutir que la falibilidad del alma humana hace que frecuentemente incurramos en actos vergonzantes, injustos y reprochables; que nadie puede acusar tan libremente sin revisar sus propias conductas y, aún sus pensamientos; que todos debemos mirarnos en el espejo de nuestras pasiones, antes de saciar la ira en el patíbulo; y, que todos finalmente debiéramos ser dignos de piedad y perdón. Pero, la frase mencionada –de cara a la historia eclesial de la pedofilia-, no hace otra cosa que encubrir una solidaria y peligrosa hermandad, que pareciera buscar proteger en la indulgencia la vileza del obrar de unos cuantos que dañan el hogar de todos. Suena y resuena a algo así como ¡Cuidado! que “es de pájaro de baja ralea emporcar su propio nido” o cuando en política levantamos la razón de Estado, que todo lo permite, que todo lo cohonesta, pues hay un bien superior que salvaguardar: La Familia, La Institución Eclesial, El Estado.

Frente a esto, no puedo dejar de recordar el pecado de la “acidia”, que pone al pastor al mediodía vulnerable a la pereza y lo envilece en la desidia de renunciar al deber que tenía en favor del placer que lo perdía. En la doctrina de la Iglesia la Acidia es considerada quizá como el peor de los pecados capitales, pues es el principal activador de todos los otros vicios (Juan Casiano) y significa “Falta de cuidado, negligencia o indiferencia”.

Esto ha pasado con nuestra antes amada Iglesia, puesto que ha preferido protegerse como institución a transparentar el vicio que la consume y en eso consiste su pecado, que como hace el demonio meridiano, prefiere las opacidades procesales y las palabras eufemísticas, la autocomplacencia al resplandor de la justicia, posterga el deber en favor de la desidia. ¡Cuantos niños inocentes violentados y sin justicia serán los futuros abusadores de tantos otros cuya niñez concluirá en las nocturnidades de la lujuria de aquellos hermanos que no se supo o no se quiso castigar, por descuido, indiferencia o temor a la verdad!

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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