Capital cultural: ¿crece la desigualdad?
El jueves pasado fueron publicados los resultados de la tercera encuenta sobre lectura, tenencia y compra de libros en Chile que realiza cada dos años, desde el 2006, la Fundación La Fuente y Adimark. Se trata de una fotografía que, con esta entrega, se consolida como el único referente local en este tipo de mediciones, rigurosa aunque perfectible y absolutamente necesaria. De cualquier modo, siempre será mejor tener a la mano otras mediciones, en especial cuando el diagnóstico resulta tan abrumador.
Una de las fortalezas del estudio, y un buen argumento para su credibilidad, es que da cuenta de varias tendencias entre los años 2006 y 2010. Una de las más elocuentes es el aumento sostenido en el porcentaje de chilenos no lectores: aquellas personas que declaran leer nunca o casi nunca y que en su gran mayoría pertenecen a los estratos sociales C3 y D. Esa cifra pegó un salto en cuatro años del 44,9 al 52,8%.
La cara bonita del estudio es la subida, aunque menos significativa, de los llamados lectores frecuentes, aquellos que leen al menos una vez a la semana y que pertenecen mayoritariamente a los estratos ABC1 y C2. Es un grupo que en cuatro años creció del 21,1 a 26%.
Entre ambos están los lectores ocasionales, esos que toman un libro al menos una vez al año: este grupo tiende a perder gravitación en la muestra y a repartirse entre ambos extremos. En cuatro años, bajó sustantivamente del 34 al 21,2%.
Considerando que, según los datos del estudio, la variable socioeconómica es la que más discrima (por sobre la edad y el género, por ejemplo), en sensato deducir que el aumento global de los lectores frecuentes ha sido, en lo grueso, un aumento de ese tipo de lector en el grupos ABC1 y C2; y que, por extensión, el nuevo contingente de no lectores viene directamente de la clase media menos acomodada y de los sectores más postergados. La polarización se hace más evidente si consideramos que los lectores frecuentes no sólo tienen mayores niveles de educación formal que el grupo de no lectores, sino que pueden acceder a prácticas de consumo cultural muy distintas en cantidad, calidad y diversidad. ¿Es esto seña suficiente de que crece en Chile la desigualdad en el acceso a la cultura? Es un síntoma para un diagnóstico que sería muy triste anunciar: a la manoseada mala distribución de los ingresos estamos sumando además una galopante desigualdad en el reparto del capital simbólico.
Todo esto significa, de paso, que nuestras políticas culturales orientadas a hacer de Chile “un país de lectores” han sido poco trascendentes para lograr mejores resultados (sí, supongo que siempre puede ser peor). El arco de tiempo que cubren los tres estudios de la Fundación La Fuente coinciden con el gobierno de Michelle Bachelet, con el programa del Maletín Literario y con el diseño e implementación del Plan Nacional de Lectura. En relación con el Maletín, es probable que haya tenido algún efecto directo en la intimidad de muchas familias, y es ése un logro legítimo, pero cuando se trata de afectar las cifras globales gravitó lo mismo que una mariposa con ganas de hacer verano.