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Girardi: la Concertación en el síndrome de la mujer maltratada

El inmovilismo, la captura de la máquina de los partidos y el temor hacen muy bien su trabajo. Es el viejo cuento de premiar al que golpea la mesa y grita a los cuatro vientos. El mérito está en ser díscolo y vivir en el borde, amenazando. Los liderazgos “renovados” de la Concertación tienen el mal de la pareja maltratada, que creyendo que salva la relación, llena de regalías al maltratador.


Ayer vimos como el senador Girardi se transformó en presidente del Senado con los votos de la Concertación. Esto viene a cerrar dos meses de silenciosa mesura del senador y tan solo difusos pataleos de quienes miran con desconcierto este hecho.

El contraste entre una y otra reacciones es una falsa excepción respecto a los fenómenos que hoy atraviesan las conductas de la coalición de memoria breve, de “alzheimer” político, propio de quien -en su proceso de senilidad- olvida aquello de que los reconocimientos deben ser proporcionales a los méritos y coherente con la forma en que se conducen al interior de la comunidad que los hará sucesores de un legado que representa a muchos.

En la Concertación se impone el “peso de la noche” en las decisiones. Y más que reflejar la voluntad común muestra una coalición unida por sus miedos y el temor a disentir. La disciplina del temor al quiebre, le gana a la coherencia. Es el diálogo de los sordos: la gente exige credibilidad de los políticos, la Concertación rema en el sentido contrario.

[cita]La derrota nos hizo creer que daríamos un paso a una renovación profunda de la ética y estética concertacionista. Era razonable pensar que la pérdida era lección suficiente para buscar recuperar la credibilidad y abandonar la falacia de la supuesta “gobernabilidad” que todo lo justifica. La  exigencia política son los cambios, no la triste administración de lo que hay.[/cita]

El hecho es simple: el símbolo del discolaje concertacionista será el Presidente del Senado. La Concertación convertirá en la segunda autoridad del país a quien figura en las encuestas como uno de los políticos con peor evaluación ciudadana. Se sella así el ascenso de quienes tenían los privilegios de ser Gobierno, pero no los costos de su responsabilidad. Así torpedearon las políticas públicas de una Concertación plural, mientras pedían cupos en cargos de Gobierno. No fue suficiente su apoyo a Ominami, ni su ataque permanente a lo que calificaba como “no progresista”. Menos los casos reñidos con la ética que acompañaron sus prácticas. Impuso, sin contrapesos, la lógica de sus “métodos”.  Y triunfó, ante la omisión de muchos de sus detractores.  El imperio del “empate” hace que todo cambie para que todo siga exactamente igual. Ni la directiva de la DC, victima constante del ataque inquisidor del parlamentario, reaccionó: era más importante sostener la lógica del “acuerdo”. Es el absurdo llevado al paroxismo: una vez electo como autoridad añoran que actúe de manera distinta.

El inmovilismo, la captura de la máquina de los partidos y el temor hacen muy bien su trabajo. Es el viejo cuento de premiar al que golpea la mesa y grita a los cuatro vientos. El mérito está en ser díscolo y vivir en el borde, amenazando. Los liderazgos “renovados” de la Concertación tienen el mal de la pareja maltratada, que creyendo que salva la relación, llena de regalías al maltratador.

La derrota nos hizo creer que daríamos un paso a una renovación profunda de la ética y estética concertacionista. Era razonable pensar que la pérdida era lección suficiente para buscar recuperar la credibilidad y abandonar la falacia de la supuesta “gobernabilidad” que todo lo justifica. La  exigencia política son los cambios, no la triste administración de lo que hay.

Un proyecto es creíble si priman las ideas, los valores, el bien público, la transparencia y la lealtad. No el absurdo de los equilibrios. Sabemos que muchos viven mirando el horizonte del futuro y su optimismo los hace creer que a través de estos pequeños acuerdos “soportan” un bien mayor y que con ellos nada se pierde. Su eterno voluntarismo los hace perder la perspectiva de que sus compañeros de ruta y las personas comunes de a poco empezaran a abandonar el camino y a buscar nuevas fórmulas, en que los costos de los equilibrios no sean más altos que el valor de la libertad. Y buscaran liderazgos dispuestos a correr riesgos. Eso los hará creíbles. Ese es el coraje de disentir.

Nos acordamos de una vieja frase de Charly: “Lo importante no es ser joven o viejo, si no nuevo”. Por acá, no hay novedad en el frente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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