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El reclamo de la Educación: un asalto constituyente

Ricardo Camargo
Por : Ricardo Camargo Profesor Investigador. Facultad de Derecho Universidad de Chile.
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Concebir la educación como un derecho universal implica, por tanto y en primer lugar, oponerse a cualquier modalidad que la situé –a la educación- dentro de una lógica de mercado. Supone, por tanto, rechazar cualquier atisbo, directo o indirecto, de hacer de la educación una actividad económica, esto es, una actividad con fines de lucro.


A propósito del debate y movilización nacional (¿puede haber debate sin movilización en este país?; ¿ha habido?) que se cierne en torno a la educación, conviene esbozar algunos argumentos en pos de la defensa de la educación pública asentados, sin embargo, desde una perspectiva más de fondo, constituyente diremos acá. Se trata de una mirada que busca observar cuál es la línea divisoria de las concepciones sobre educación en pugna y quien debería zanjar dicha disputa.

Parece evidente que son dos las concepciones en juego. Una que directa o indirectamente –depende de los escrúpulos de los exponentes (y nuestro Ministro de Educación ha dado recientemente testimonio de ello)- inscribe la educación dentro de una racionalidad de mercado. Lo que implica asumir a la educación como un bien o servicio que en última instancia responde (o debería hacerlo) a los estímulos y elasticidades presente en el despliegue relativamente libre de la oferta y la demanda de un mercado de la educación. La otra, que intento defender acá, asume a la educación como un derecho universal.

[cita]Concebir la educación como un derecho universal implica, por tanto y en primer lugar, oponerse a cualquier modalidad que la situé –a la educación- dentro de una lógica de mercado. Supone, por tanto, rechazar cualquier atisbo, directo o indirecto, de hacer de la educación una actividad económica, esto es, una actividad con fines de lucro.[/cita]

Concebir la educación como un derecho universal implica, por tanto y en primer lugar, oponerse a cualquier modalidad que la situé –a la educación- dentro de una lógica de mercado. Supone, por tanto, rechazar cualquier atisbo, directo o indirecto, de hacer de la educación una actividad económica, esto es, una actividad con fines de lucro. Valga precisar, que fines de lucro significa llana y simplemente el reparto de las utilidades producidas por la entidad de educación privada  entre los dueños del capital o inversión. Ya sea que el reparto se haga mediante pagos de arriendos de inmobiliarios de los mismo dueños, como ocurre subrepticiamente para burlar la ley entre muchas Universidades Privadas hoy en día, o a través de elevadas dietas de los directores o remuneraciones de sus ejecutivos, cuestión en la que tenemos menos datos, pero intuyo que es otro mecanismo de lucro encubierto. Se excluye del lucro, por tanto, las utilidades reinvertidas en el proyecto educativo. Nótese, que la modalidad reinversión de utilidad en el proyecto educativo que si bien no puede considerarse como lucro, da lugar, sin embargo, a otros problemas no menos importantes. Por ejemplo,  ¿quién decide y con qué objetivos educativos en qué se reinvierten las utilidades?

Desde un perspectiva que concibe a la educación como un derecho universal, no parece razonable que la decisión quede al puro arbitrio del dueño de una entidad educativa privada, a menos que ésta no pretenda reclamar para sí ninguna regulación (derechos y deberes), incluido ayudas de  financiamiento o acceso a fondos públicos para investigación y becas. En otras palabras, a menos que sólo reclame el estatuto de logia, pero en ningún caso de Universidad, la reinversión de utilidades en el proyecto educativo supone pensar también una regulación estricta del gobierno de dichas instituciones que al menos considere la participación real y efectiva de los estamentos que la integran.

Pero volvamos al comienzo y preguntémonos, ¿donde se encontrarían los fundamentos para una concepción de la educación como derecho universal? Digamos para empezar, que no sería riguroso buscar dichos fundamentos al interior de una racionalidad económica, menos aún de la racionalidad económica neoliberal imperante en el Chile actual, pues ya se ha dicho que se trata de una concepción no sólo distinta a ésta sino incluso opuesta.  Confunden el tranco, por tanto, las argumentaciones que buscan mostrar que una concepción de la educación como derecho universal se justificaría en el hecho de que sería más eficiente, económicamente hablando, que aquélla que la concibe directa o indirectamente como una actividad económica en donde el lucro sería no sólo esperable, sino deseable. No es, por tanto, una cuestión principalmente de eficiencia económica lo que fundamenta la concepción de la educación como derecho universal (aunque uno podría mostrar que hay bastante eficacia de integración social global en dicha concepción), y no tendría porque serlo. Por el contrario, lo que fundamenta dicha concepción, al nivel de sus postulados básicos, es una manera distinta de concebir la organización de las sociedades en que vivimos, al menos de algunas áreas importantes de éstas, como la educación (uno podría sumar aquí también a la salud, el medioambiente, y un largo etcétera a definir políticamente). Cabe hacer notar que la manera distinta a la que me refiero, no requiere estar revestida de postulados ideológicos, al menos no en el sentido más clásico que se le dio a las ideologías políticas a lo largo del siglo XX. Más aún, se trata simplemente de una decisión que una sociedad en base a razones de valoración universal articula políticamente en un momento contingentemente determinado de su historia política. Una articulación que cuando es hegemónica podría, en base exclusivamente a apreciaciones asumidas como universales –insisto en esto-, definir áreas o actividades que quedarán excluidas de una racionalidad liberal (y/o  neoliberal) y que por tanto se deciden regular, incluido por cierto su financiamiento, por criterios íntegramente públicos, esto es, más allá de cualquier cálculo de eficiencia económica inmediata.

Es cierto que las sociedades requieren para adquirir dicha apreciación universal, esto es, para concebir determinados bienes como derechos universales, argumentaciones técnicas como las que muestran que en la educación la lógica de mercado a menudo deviene en ineficiente o contra-productiva desde la perspectiva de un bien general. El punto, sin embargo, que se defiende acá, es que dicha “toma de conciencia” es siempre un proceso menos racional de lo que se cree. En efecto – cabe preguntarse acá-,   ¿tiene dicha decisión que ver con razones expuestas comunicativamente en la esfera pública?: sí –habría que responder-, pero –habría que agregar inmediatamente- tiene mucho más que ver con las indignidades y expectativas acumuladas en la psiquis y cuerpos de multitudes de individuos y grupos que en un proceso de indignación y expectación creciente, que es mucho más protestante que comunicante, devienen articuladamente en sujetos reclamantes y activos. Más aún, se trata de indignidades y expectativas que en un momento pueden dan lugar a un acto presente de una comunidad organizada, que se decide a ejercer el único derecho que la acredita para declararse como tal, a saber: su decisión constituyente sobre la vida que quiere vivir.  Se trata de una decisión política y en tal sentido infundada del punto de vista técnico, más aún, fundadora de su propia técnica que la auxiliara. Y es por ello, que dicha decisión espanta tanto a los técnicos y políticos del establishment. ¿La razón?, porque habitualmente los deja cesantes.

Pero, ¿es todo esto posible o es sólo fruto de la imaginación afiebrada de “intelectuales”? Digamos desde ya, que la objeción formulada desde una mirada eficientista, o si se quiere, desde un “sentido de realidad” que los economistas neoclásicos, nos ha convencido, imposibilitaría una operación como la descrita (¡porque las condiciones de desarrollo no lo permitirían!, -nos espetan), no solamente es una objeción históricamente débil sino, más importante aún, políticamente tendenciosa.

Es históricamente débil, pues si hay algo así como una historia del “desarrollo” (incluso aceptando por un momento reducir la noción de desarrollo a parámetros meramente de crecimiento per capita) es aquélla que nos habla de países que alcanzaron dicho estadio, protegiendo, o si se quiere, excluyendo sectores importantes de sus “economías” de la racionalidad liberal y de su lógica movilizadora, a saber; el lucro del capitalista. Pero la objeción es también políticamente tendenciosa porque oculta  su parcialidad en un habla que se arropa de una neutralidad que a cada paso evidencia su lugar brutalmente interesado. En efecto, la racionalidad liberal, aunque dominante en los tiempos que corren, no puede observarse sino como una forma de hacer las cosas y organizar las sociedades que por razones contingentes (muchas veces sangrientamente contingentes) termina imponiéndose en una larga puja en contra de racionalidades adversarias.

Una historia, que como Chile sabe bien, más de fuerza que de razones. Ello, de nuevo, sin siquiera entrar a analizar el balance empírico de dicha racionalidad, que la haría –nos aseguran- supuestamente más deseable. Por el contrario, en el caso chileno dicho balance está al debe en sus promesas, no sólo de desarrollo (recuérdese que la elite heredera y finalmente promotora de la egida neoliberal viene prometiendo infructuosamente desarrollo desde hace al menos 20 años), sino también de aquella más modesta promesa que ofrecía asenso o movilidad social para los que se educaran, en un sistema educativo regido por la racionalidad neoliberal. En efecto, como lo muestran reiterados estudios que, aunque destacan el salto cualitativo, socialmente hablando, de los pobres y marginales que logran “capacitarse”, alertan al mismo tiempo del relativo estancamiento de los sectores medio y medio-bajo que aunque “saturados” de educación no estarían recibiendo una retribución acorde con sus expectativas formativas.

Es por ello que el punto a reafirmar acá es que una concepción de la educación como derecho universal no necesita justificarse desde una perspectiva de racionalidad económica, menos aún desde una racionalidad económica liberal (tampoco la concepción contraria nunca lo hizo, para imponerse le bastaron los tanques y metrallas). Más aún, su justificación se encuentra –como he dicho- en algo más importante y por cierto más noble y democrático. Se trata de la única condición necesaria y suficiente para que ello acontezca, más allá de toda receta técnica que traza siempre arbitrariamente las fronteras de lo posible.

Se trata, insisto una vez más, de la voluntad constituyente de los integrantes de una comunidad organizada, que deciden vivir de otra forma, porque valoran que bienes existentes en su vida social sean tratados como derechos y no como mercancías. A  la gestación de dicha decisión, ayuda, ciertamente, la crítica que se formula en contra de la racionalidad neoliberal que orienta el sistema educativo chileno, pues permite explicitar su contingencia y su falibilidad, e incluso su deficiencia medida desde sus promesas incumplidas, pero no es condición necesaria ni menos suficiente para lo anterior. Sólo la “toma de conciencia” de muchos que deciden vivir de otra forma, de una forma mejor, es la que fundamenta una concepción de la educación como derecho universal, radicalmente distinta a la existente. Y éste es un proceso histórico de largas acumulaciones  como sabemos, pero –no lo olvidemos- también de asaltos; de posiciones y movimientos como diría Gramsci ¿Será acaso que tras las protestas heterogéneas en torno a la educación que hemos vistos, se comienza a articular –pausada pero resueltamente-  un asalto dirigido hacia el reclamo y la decisión constituyente? ¡En buen ahora!

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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