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Contra la papa rellena


En 1909 Filippo Tommaso Marinetti lanzó su primer manifiesto. Fundación y manifiesto del futurismo, se llamaba, y apareció ocupando más de un tercio de la primera plana del diario francés más influyente en el mundo del arte europeo, Le Figaro, que, curiosamente, era un diario en gran medida conservador.

Marinetti hablaba a nombre de un grupo inexistente: no había más futuristas que él mismo detrás del manifiesto, en el que se combinaba la estridencia del surrealismo con el tono marcial de los manifiestos de la izquierda radical, que inundaban Italia, Francia y España en esos mismos años.

Como sabemos, el manifiesto fue una conmoción y lanzó el movimiento futurista, acaso la más sonora de las vanguardias hasta la fundación, pocos años después, de los grupos surrealistas franceses y del dadaísmo internacional, en Zurich, en el célebre Café Voltaire.

En pocas semanas, el manifiesto tenía más suscriptores reales: se le sumaron Boccioni, Balla, Carrá y el desquiciado pero originalísimo músico italiano Luigi Russolo, inventor de algunas de las más estrambóticas máquinas rítmico-melódicas del siglo.

Pero la conmoción la consiguió Marinetti casi esclusivamente en los círculos artísticos y, a lo sumo, entre ciertos sectores políticos, sobre todo los conectados con el nacionalismo radical (que daría lugar luego al fascismo), el socialismo sindical y el comunismo.

La masa mayor del pueblo italiano, en todas sus clases sociales, permaneció bastante ajena al alboroto de ese manifiesto que declaraba que la guerra era un acto de limpieza, que la violencia era hermosa, que las academias, los museos, las galerías y los grandes monumentos históricos debían ser arrasados y destruidos.

En 1930, en cambio, un nuevo manifiesto de Marinetti, referido, curiosamente, a la alimentación futurista, causó la masiva perturbación que el manifiesto ideológico no logró entre el pueblo y la sociedad en general. El nuevo texto declaraba que la pasta, base de la alimentación italiana, estupidizaba a la gente, la malnutría, la volvía ociosa y dormilona y sin energías y que por tanto debía ser abolida de la dieta nacional.

Entonces sí, los italianos, que no se habían conmovido ante el llamado de Marinetti a incediar los cuadros de Leonardo y descabezar las estatuas de Miguel Ángel, reaccionaron como si la nueva propuesta culinaria los hiriera de mala manera en el órgano crucial de la italianidad.

Las protestas fueron violentas; el debate fue ubicuo, omnipresente; se le puso precio a la cabeza de Marinetti; una foto suya disfrutando de un plato de linguini fue publicada en los diarios como prueba de su hipocresía y revelación de su íntima maldad. La discusión se transformó en una lucha ideológica por la esencia de lo italiano.

El futurismo, con el tiempo, muchas veces sin darse cuenta, fue fomentando una idea viril, agresiva, masiva y maquinal de belleza que fue la base de la estética fascista de Mussolini y que tenía enormes coincidencias con la que adoptarían los nazis en Alemania.

Cuando, años más tarde, hacia el final de la segunda guerra mundial, las tropas alemanas atravesaron Italia incendiando museos y destruyendo plazas y edificios, arrasando monumentos y arruinando doblemente las ruinas romanas, los italianos tuvieron la oportunidad de darse cuenta de que la defensa de la lasagna y el canelón, quizá, había sido menos crucial que la defensa del gigantesco patrimonio histórico que Marinetti había llamado a destruir sin que a nadie se le moviera una pestaña.

Y ahora la inevitable moraleja:

No sé a ustedes, pero a mí me da un poco de tristeza ver que el único terreno en el cual los peruanos parecemos dispuestos a reaccionar con algo de orgullo por nuestra herencia cultural es cuando alguien quiere usurparnos el puesto de padres del ceviche, prohombres de la causa y científicos del pisco, mientras que nuestros gobiernos, década tras década, tratan todo el resto del patrimonio cultural peruano, literalmente, como si no existiera, sin que eso ocasione el menor debate.

Sigamos así, y un día nos daremos cuenta de que todo ese patrimonio ha sido arrasado, destruido, no por ningún terrible poder extranjero, sino a causa de nuestro puro desinterés y nuestra sola tontería, cuando nuestros hijos no tengan ya ni la más remota idea de quiénes fueron Garcilaso, Guamán Poma o Vallejo, y crean, eso sí, que todo lo que los peruanos hemos hecho en estos siglos es preparar una excelente papa rellena.

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