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¡Criminales revolucionarios!

Javier Núñez
Por : Javier Núñez Profesor de Estado en Filosofía. Candidato a Doctor en Ciencias de la Educación Université de Toulouse.
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Sin lugar a dudas esta violencia puede causar malestar a diversos niveles; hay a quienes les molesta la destrucción sin sentido, el oportunismo para robar o causar daño, como es mi caso; hay a quienes les molesta que se cuestione la estructura social, las ideas establecidas; hay a quienes les molesta que se bloqueen los espacios públicos y privados; hay a quienes les molesta todo desorden, sin hacer distinciones.


En medio de las negociaciones que buscan superar las movilizaciones estudiantiles iniciadas hace cerca de cuatro meses, el oficialismo político ha levantado un proyecto de ley bastante polémico. En él se aspira a penalizar los actos de violencia puntuales que se siguen de una toma estudiantil o de las manifestaciones de gran convocatoria.

Podríamos explicar este proyecto de muchas maneras, ya sea como una señal positiva del gobierno hacia la derecha dura o como una ineptitud política que dificultará una salida consensuada al conflicto de la educación.  Sin embargo, pienso que sería más valioso dar una mirada desde la reflexión en torno al concepto de violencia.

La noción de violencia está lejos de tener un solo sentido. Sus orígenes latinos refieren a “vis” (fuerza) y “lentus” (lentitud, duración) y significa ejercer la fuerza repetidamente. Por otro lado, se ha estudiado desde diferentes disciplinas (sicología, sociología, historia, antropología…) donde la constante es de ver a la violencia como una energía que al desbordar engulle todo con su paso destructor. Una perspectiva que me parece interesante es la de Alejandro Jodorowsky, quien piensa que la violencia es un fenómeno omnipresente y que constituye un motor de la vida, diferenciando entre la violencia destructora (que aniquila la vida, como el asesinato) y la violencia creativa (que hace florecer la vida, como las explosiones del universo).

[cita]Si la ley se promulga, nos quedará solo un consuelo: los jóvenes han impulsado grandes cambios sociales hoy y siempre y esto no cambiará porque desde ahora sean llamados “criminales revolucionarios”.[/cita]

Si retenemos esta última idea, podemos afinar un concepto un poco más elaborado, que le concede a la violencia un doble estatus: por un lado, se reconoce como una energía desbordante que puede conducir a desmanes, al daño por el daño y, por otro lado, apunta a la ruptura de las viejas concepciones, a la apropiación de los espacios.

Desde un plano general, un movimiento social es de una gran violencia. Irrumpe con fuerza cuestionando las dinámicas que están instaladas. Desequilibra nuestra “normalidad” haciendo ruido, convocando grandes grupos de gente que desequilibran tanto el orden social (cierre de estaciones de metro, desvíos del tránsito)  como el orden mental (voluntad de pensar que las cosas pueden ser diferentes). En casos puntuales y extremos, el movimiento puede desbordar, cristalizando el enfado con lo establecido a través de la destrucción.

Sin lugar a dudas esta violencia puede causar malestar a diversos niveles; hay a quienes les molesta la destrucción sin sentido, el oportunismo para robar o causar daño, como es mi caso; hay a quienes les molesta que se cuestione la estructura social, las ideas establecidas; hay a quienes les molesta que se bloqueen los espacios públicos y privados; hay a quienes les molesta todo desorden, sin hacer distinciones.

Cabe preguntarse qué quiere castigar el gobierno con este proyecto de ley, ¿los desmanes y robos que se generan en las movilizaciones?, ¿la crítica del orden instaurado y la forma de ver los roles del Estado frente a las necesidades ciudadanas?, ¿el bloqueo del espacio público para fines de presión o de reunión?, ¿todo los aspectos anteriores?

Luego de numerosas críticas de todos los sectores, el vocero de gobierno Andrés Chadwick señaló “si las tomas son pacíficas, no hay problema, pero si las tomas son con violencia y son por la fuerza, impidiendo el derecho de otras personas a poder ingresar a un establecimiento educacional, hospitalario o a usar las calles, no va a ser aceptado y por eso es que hemos mandado un proyecto de ley para que esto sea sancionado” (La Tercera, 3 de octubre 2001).

Esta aclaración adolece de varios problemas, siendo el principal de ellos la inmensa  subjetividad que comporta (¿quién evalúa la fuerza empleada al tomar un recinto?, ¿qué director de establecimiento estaría de acuerdo con una toma, en conocimiento de las presiones políticas que se generan?). Al apropiarse de un espacio, se impide el ingreso a ciertas personas y se presiona a las autoridades internas y externas, quienes –¡obviamente!- no estarán de acuerdo con este método.

Dadas las características del proyecto de ley (transformar en delito la toma de espacios públicos para cualquier fin, entre otros puntos) se castiga todo tipo de violencia, sin matices. Esta criminalización generalizada y desmedida carece de transparencia conceptual, incluso de reflexión. Pienso que una inmensa mayoría de los chilenos queremos que se castigue el robo oportunista y la destrucción de los espacios que nos perteneces a todos, incluyendo los desmanes que tocan a la propiedad privada. Sin embargo, hacer valer el deseo de las grandes mayorías no puede ser conducido bajo la lógica de que el fin justifica los medios, cuartando la apropiación de los espacios y todos los elementos creativos que acontecen ahí.

Para los que no queremos impunidad para quienes cometen actos de vandalismo, pero que queremos una sociedad crítica y una juventud comprometida, esta medida es un contrasentido. Si la ley se promulga, nos quedará solo un consuelo: los jóvenes han impulsado grandes cambios sociales hoy y siempre y esto no cambiará porque desde ahora sean llamados “criminales revolucionarios”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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