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El mocito de la DINA: una vaga llovizna sangrienta

Jorge Alarcón
Por : Jorge Alarcón Instituto de Investigación y Desarrollo Educacional (IIDE). Universidad de Talca.
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El mocito transforma el horror en rutina, en una lista de nombres —Townley, Moren Brito, Espinoza y el financista— y un elenco de actividades —la guardia, el empaquetamiento del cuerpo, la rutina de lavar el piso para sacar de raíz la sangre y trasladar luego el cuerpo a los cofres para que luego volaran a su destino final, esto es, la nada del mar.


Con ritmo conciso y fluido, resuelto y profundo, el novelista chileno Roberto Bolaño narra una serie de episodios que hacen concurrir la literatura, la política y el horror. Un horror, el de Chile, sublimado por el gesto prolífero de un relato minimalista que dota a los hechos de sentido.

Sin la narración de Bolaño, los hechos mismos parecerían secos esqueletos de animales marinos, suspendidos en los cordeles que suelen cruzar de parte a parte los patios de las poblaciones de norte a sur del país. La novela se llama “Nocturno de Chile”. Por los interiores de la historia que articula la novela, se despliegan como pequeños y oscuros pájaros —como cuervos borrachos, se diría— las vidas de personajes sórdidos, aunque reales, me temo.

Tan reales como los personajes de los que durante esta semana se nos ha hablado a propósito de la historia de Jorgelino Vergara, el campesino llevado a los 14 años desde Curicó a Santiago por el mismísimo Manuel Contreras a servir de mozo, primero en su casa y luego en Simón Bolívar 8.800 en La Reina.

[cita]El mocito transforma el horror en rutina, en una lista de nombres —Townley, Moren Brito, Espinoza y el financista— y un elenco de actividades —la guardia, el empaquetamiento del cuerpo, la rutina de lavar el piso para sacar de raíz la sangre y trasladar luego el cuerpo a los cofres para que luego volaran a su destino final, esto es, la nada del mar.[/cita]

El lugar del cuartel llamado Lautaro, del que poco sabíamos porque —noten ustedes por qué, por favor— todos los prisioneros que pasaron por el lugar murieron sin destino, sin piedad y también sin razón. Es decir, el lugar del cual los que pudieron hablar están muertos y los otros vivos, pero cubiertos por la bruma de estos años francamente agobiantes.

Jorgelino Vergara, el mocito, entre varios otros roles que jugó, y entre varias cosas de las que se enteró y que nos ha contado, tenía por función limpiar las salas de tortura y servir café. Es decir, tenía como tarea testificar el horror del dolor inferido por el poder sin gloria y rellenar sus simas sirviendo el líquido de los burócratas, de las rutinas administrativas, de la agonía de las oficinas y los oficios —el café—. El mocito fue para estos hechos, como Bolaño para los otros, lo mismo: narraron o limpiaron la ominosa monstruosidad de lesa humanidad.

Tanto la limpieza de uno como la narración del otro procesaron lo ocurrido para poder ser visto, leído, oído. No tocado.

Limpiar la suciedad legada por cuerpos derramados en el piso lustroso de una casona cuyas ventanas abiertas la vuelven el hogar potencial de cualquier familia, la promesa o la realización del cobijo, el amor y la seguridad; narrar la náusea que habita otros cuerpos buscando en la escena de la novela de Bolaño la pureza de la literatura en medio de un bosque de búhos humanos que no pueden vivir sino en el humedal silvestre en que creer la maldad y que les permite escabullir la invasión de las identidades.

El mocito y Bolaño son, cada uno a su manera, seres extraordinarios. Testigos implicados de una historia que no podemos eludir y a la que en cualquier caso los dos hicieron frente.

El mocito transforma el horror en rutina, en una lista de nombres —Townley, Moren Brito, Espinoza y el financista— y un elenco de actividades —la guardia, el empaquetamiento del cuerpo, la rutina de lavar el piso para sacar de raíz la sangre y trasladar luego el cuerpo a los cofres para que luego volaran a su destino final, esto es, la nada del mar.

Bolaño, retuerce la pretendida belleza de la novela, la revelación romántica del escritor, la inspiración poética del bate, para lograr dar con el tono oscuro que parece que siempre tiene el horror, el terror, el temor. Todos estos, lugares en los que cae una vaga llovizna de sangre, como cuando Lihn dio con lo suyo.

El mocito y Bolaño se empeñaron en su salvación. Y si en verdad ninguno de ambos era extraordinario antes de los hechos que limpiaron o narraron, luego lo fueron. Cuando mostraron sus sucias manos por el hecho de haberlas tenido un tiempo en el barro original del mal.

El haberlas mostrado a tiempo o no, da lo mismo, es la expresión de su lucha. Una agonía que no cesa, como el rayo que los raptó a ambos para colgarlos como animales marinos en los cordeles crueles de la memoria. El rayo que iluminó el camino de uno y de otro a la locura y la enfermedad. Quizás la única forma en que los seres humanos podemos hacerle frente a nuestra perversión.

Cuando se invoca a la responsabilidad y la cordura, a la sensatez y a la prudencia, deberíamos sospechar. En algunos de estos casos se está tratando de encubrir una crueldad, una injusticia, una inequidad. Aunque se trate de cuál deba ser el mínimo ingreso que uno de nosotros puede percibir. A veces la norma y el orden encubren las formas más violentas de injusticia. No vale testimoniar el horror del presente como moneda de cambio por un futuro esplendor: nadie está obligado a lo imposible.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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