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El sentido de la vida, el derecho a morir y la ley de derechos y deberes de los pacientes

Daniel Loewe
Por : Daniel Loewe Profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Menos de una semana después de la sentencia Tony Nicklinson murió. No se conocen y probablemente no se conocerán detalles. Según uno de sus abogados, desde el juicio rechazó la alimentación, luego vino una pulmonía y decayó rápidamente. Hace algún tiempo, con ayuda de su esposa y de un software Tony Nicklinson comenzó a conectarse con el mundo exterior mediante Twitter. Para escribir lo que otros hacen en minutos, requería horas. El 19 de junio escribió: “Yo siempre he dicho que cuando el tiempo llegue, quiero decidir poder irme”.


La pregunta acerca del sentido de la vida es persistente. Ya sea al abrigo de la cotidianidad, o en la desnudez de la crisis, todos nos la hemos planteado. Algunos lo buscan, y si son afortunados lo encuentran, en el mundo. Otros lo avizoran más allá del paréntesis temporal de nuestra vida. Pero la idea de que todo aquello que se asocia con el evento de estar vivo tiene algún sentido, nos acompaña y a veces nos acosa.

Pero ¿tiene sentido la vida? Es usual considerar que el sentido remite a un orden. Los eventos en la vida no serían retazos inconexos y fortuitos dispersos en forma caótica. En el fondo, serían piezas de un puzle que da cuenta de un diseño. Algunos piensan que se trata de un diseño profundo (divino, natural, etc.) más allá de nuestro alcance e incluso comprensión. Otros pensamos que no existe un orden transcendente, y que todo el sentido que nuestra vida pueda tener es nuestro sentido. El resultado de un proceso activo de construcción y asignación.

[cita]Menos de una semana después de la sentencia Tony Nicklinson murió. No se conocen y probablemente no se conocerán detalles. Según uno de sus abogados, desde el juicio rechazó la alimentación, luego vino una pulmonía y decayó rápidamente. Hace algún tiempo, con ayuda de su esposa y de un software Tony Nicklinson comenzó a conectarse con el mundo exterior mediante Twitter. Para escribir lo que otros hacen en minutos, requería horas. El 19 de junio escribió: “Yo siempre he dicho que cuando el tiempo llegue, quiero decidir poder irme”.[/cita]

Una estrategia indagatoria del sentido de la vida es partir desde uno de sus límites y preguntarnos qué perdemos con la muerte. Evidentemente la vida. Es por esto que los estoicos sostuvieron que la muerte no puede dañarnos. Cuando vivimos, ella no existe, y cuando llega, ya no estamos. Es decir, la muerte no nos puede dañar porque nunca nos alcanza. Es un pensamiento reconfortante. Pero falso. Los eventos que nos pueden dañar exceden los límites temporales de nuestra vida. Es la representación de la muerte y de todo aquello que con ella acaba lo que afecta nuestra vida. Así, al considerar todo aquello valioso que la muerte nos arrebata, podemos encontrar guías para responder la pregunta del sentido de nuestra vida.

¿Qué aspectos y elementos valiosos pierde usted con su muerte? Esta pregunta sólo se puede responder en primera persona. Entre otros, pierde su vida emocional y así todas aquellas relaciones interpersonales que dan valor a su vida y en las cuales puede encontrar sentido, su pareja, sus hijos, sus amigos. Los vivos pueden seguir dialogando con los que ya no están, al menos en un sentido metafórico. Pero los muertos ya no. Pierde el amor de los suyos y el que usted quiere entregar. Pierde sus proyectos, todo aquello que desea realizar y en lo que encuentra sentido, su trabajo, sus planes, sus aspiraciones, etc. Pierde sus recuerdos y con estos la posibilidad de un relato dador de sentido. Pierde la posibilidad de gozar, de hacer aquellas cosas que le gustan, caminar con su perro por los cerros, una cervecita en una tarde estival, etc. Cada cual tiene su lista. Y a partir de algún punto eminentemente subjetivo, cuando estas cosas faltan, la vida pierde su sentido.

Tony Nicklinson dio su propia respuesta a la pregunta del sentido de la vida, y durante cinco años trató que el sistema judicial inglés lo dejara morir.

Ingeniero de profesión, Tony Nicklinson fue un hombre muy activo que amaba los viajes, jugar Rugby, el whisky y la cerveza. Hasta que en junio del 2005 sufrió una apoplejía que lo dejó con el síndrome de Locked-in. Fue un prisionero de su cuerpo. Paralizado, pero intelectualmente activo, sólo pudo conectarse con el mundo exterior mediante pestañeos. Sin poder comer normalmente, tampoco hablar, la vida postrada, de dependencia total, de difícil contacto con el mundo exterior, no era la vida que quería vivir. Él mismo describe su vida como “aburrida, miserable, humillante, indigna e insoportable”. Sólo recibe comida molida. Y el líquido mediante una sonda estomacal. Tose frecuentemente y su rostro se llena de saliva. Era una vida que para él carecía de sentido y que se podía extender por muchos años. Como resultado de un proceso reflexivo decidió morir. Pero sus manos no le servían para la tarea.

Tony Nicklinson luchó por su derecho a morir en forma asistida. Pero las cortes sistemáticamente se lo negaron. El jueves 16 de agosto el Tribunal Superior en Londres lo condenó a seguir viviendo. De acuerdo a la sentencia, ningún médico lo puede ayudar a terminar con su vida sin que se le levanten cargos por asesinato. Cambiar esto requeriría cambiar la ley. Pero esto sólo lo puede hacer el parlamento y no la corte. Las imágenes durante la sentencia muestran su profundo y desesperado dolor.

Confirmando que sin lobby no se existe para nuestro sistema representativo, después de una tramitación de 11 años el 1 de Octubre entró en vigencia en nuestro país la ley 20.584 sobre derechos y deberes de los pacientes. Haciéndose cargo de lo precario que puede ser, y usualmente es, la relación médico-paciente, la nueva ley parte desde lo más elemental, como que el paciente tiene derecho a ser tratado con respeto y por su nombre. Y oponiéndose a la común convicción paternalista de la práctica médica, establece que los pacientes pueden otorgar o denegar su voluntad para someterse a tratamientos que aspiren a prolongar artificialmente la vida. Sin embargo, esta decisión no puede implicar la aceleración artificial de la muerte. La ley elimina así la posibilidad de la eutanasia activa y del suicidio asistido. También en nuestro país, y con la nueva ley, Tony Nicklinson estaría condenado a continuar su sufrimiento hasta que causas naturales le pusieran fin (causas que en nuestro sistema de salud se harían rápidamente efectivas si el paciente no contase con recursos económicos). Esta es la absurda defensa irrestricta de la vida que bajo cualquier circunstancia supedita todo valor al de esta última y así confunde el derecho a vivir con la obligación de hacerlo.

Menos de una semana después de la sentencia Tony Nicklinson murió. No se conocen y probablemente no se conocerán detalles. Según uno de sus abogados, desde el juicio rechazó la alimentación, luego vino una pulmonía y decayó rápidamente. Hace algún tiempo, con ayuda de su esposa y de un software Tony Nicklinson comenzó a conectarse con el mundo exterior mediante Twitter. Para escribir lo que otros hacen en minutos, requería horas. El 19 de junio escribió: “Yo siempre he dicho que cuando el tiempo llegue, quiero decidir poder irme”. Un último acto de autonomía y dignidad que ninguna ley debiese poder arrebatarle a nadie que, como Tony Nicklinson, tenga buenas razones para sostener que su vida ya no tiene sentido, aunque requiera de la asistencia de un médico para poder llevarlo a cabo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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