Publicidad

«No vayan de nuevo a tirar maíz»


Hace más de cuarenta años un político llamado Salvador Allende obtuvo una estrecha mayoría relativa en la elección presidencial y, para ganar la segunda vuelta electoral, que debía llevarse a cabo en el Congreso Pleno, debió firmar un pacto de garantías con la DC, que se había presentado como la alternativa democrática ante el comunismo, y a la cual, por eso, le resultaba difícil votar en dicho Congreso por un marxista-leninista. Allende no tuvo inconveniente en firmar, pero no tenía la menor intención de cumplir. Esto no es necesario probarlo, porque lo confesó él al periodista marxista Regis Debray. Siempre se publica sólo la parte en que Allende le declaró que el pacto de garantías era «una necesidad táctica», pero casi nunca aquella en que precisó que su gobierno, pese al pacto, iba a ser «socialista, marxista-leninista total». En otras palabras, Allende traicionó a la DC que, con razón, suscribió, el 22 de agosto de 1973, el Acuerdo de la Cámara de Diputados que enumeró las transgresiones del gobierno de la UP a la promesa de respetar las garantías democráticas. Quedó entonces claro que no se podía confiar en la izquierda chilena.

En vista de lo anterior, la DC fue activa en promover la destitución de Allende, y su presidente, el senador Patricio Aylwin, sabedor de que un grupo de militares simpatizantes de su partido estaban preparando esa destitución, sin vacilar la «gatilló», como lo dice y revela el libro de otro DC, el abogado Sergio Arellano Iturriaga, «De Conspiraciones y Justicia», hijo del militar que encabezaba el pronunciamiento, Sergio Arellano Stark. Sabedor Aylwin de que todo estaba preparado, se preocupó de llamar al hijo del general, en ese tiempo un joven DC, al cual apenas conocía, para decirle que comunicara a su padre que las conversaciones con Allende podían darse por definitivamente fracasadas. Es decir, «apretó el gatillo».

Tal vez por eso Aylwin durante meses defendió vehementemente la acción del 11 de septiembre de 1973, meses en los cuales se produjo la mayor parte de todas las muertes registradas en los 17 años del Gobierno Militar. Pero, terminado éste y elegido Presidente, inculpó a los militares y patrocinó el Informe Rettig para crucificarlos públicamente, Informe concebido, además, como moneda de cambio para pagar a los comunistas y socialistas que con sus votos habían contribuido a elegirlo Presidente. Después profundizó la puñalada en la espalda a los militares al pedir a la Corte Suprema que ordenara a los jueces no aplicar la amnistía (reconociendo, sin embargo, que ésta era ley vigente) sino hasta la sentencia de término, para poder hacerlos desfilar ante los tribunales y posibilitar que fueran vejados y funados por los marxistas. Ahí quedó claro que tampoco se podía confiar en la DC chilena.

Peor aún, Aylwin después pidió al Congreso atribuciones para indultar a los terroristas de extrema izquierda, para derrotar a los cuales justamente había convocado a los militares. La derecha, mediante la voz de su senador Jaime Guzmán, se opuso al indulto. Entonces un comando comunista lo asesinó. Sus asesinos siguen libres y probadamente protegidos por el régimen cubano de los Castro, uno de los cuales vendrá para ser honrado con la presidencia de CELAC, la cual le entregará, paradójicamente, quien preside el gobierno del cual forma parte la colectividad de Jaime Guzmán.

Y ahora resulta que el Ministro del Interior, uno de los hombres más representativos de ese partido,  único que podría aproximarse a algo así como un exponente de la derecha chilena, ha sido precisamente quien ha presionado para que se exonere al cabo segundo Walter Ramírez, a quien se envió para defender el fundo «Santa Margarita», cerca de Temuco, que estaba siendo asolado por terroristas el 3 de enero de 2008. Estando bajo los disparos de los terroristas, el cabo Ramírez se parapetó tras la puerta de su radiopatrulla y respondió el fuego, a raíz de lo cual cayó muerto uno de aquéllos. Se evitó así la toma, el incendio y el posible asesinato del propietario, Jorge Luchsinger, y su familia. Carabineros, por otra parte, había instruido a sus efectivos en el sentido de que estaban autorizados a usar sus armas para repeler disparos de los extremistas. Pero la justicia condenó, finalmente, al cabo por uso de «violencia innecesaria» con resultado de muerte. ¿»Innecesaria», cuando le estaban disparando y cuando era la única manera de repeler un ataque que podía terminar con la vida y la propiedad de una familia pacífica de agricultores? Si no hubiera justicia de izquierda en Chile, la conducta del cabo Ramírez debió haber sido justificada a título de una legítima defensa. Pero, como lo ha dejado establecido en carta a «El Mercurio» la prestigiada ex ministra de Corte por 47 años, Raquel Camposano, los jueces chilenos, al juzgar a uniformados, desconocen el tenor literal de las leyes, pese a que están obligados a respetarlo. Entonces, una vez más, quedó claro que tampoco se puede confiar en la judicatura chilena.

Pero, así y todo, los jueces no habían privado al cabo Ramírez de su derecho a desempeñar cargos u oficios públicos, por lo cual podía legalmente continuar en su institución. Sin embargo, la izquierda, siempre empeñada en castigar a quienes son encargados por la sociedad de enfrentar al terrorismo, empezó a presionar para que se sancionara adicional y administrativamente al cabo Ramírez. Y entonces, increíblemente, el Ministro del Interior, militante de la UDI, el partido más representativo de la derecha chilena, se ha hecho parte de esa persecución izquierdista y ha presionado a su vez a Carabineros para que exonere al cabo Walter Ramírez, cosa que la institución, dependiente del Ministro, no ha podido menos de hacer. Así queda claro que ni siquiera se puede confiar ya en la derecha chilena.

Con razón el coronel (r) Alejandro Russell, en un comentario que circula en las redes sociales, junto con advertir que estamos entrando en un período asimilable a «una segunda UP», dado el derrumbe del sentido de autoridad y el reinado del extremismo, advierte que ya la llamada «gente de orden» ni la civilidad amenazada pueden siquiera pensar en volver a acudir a los cuarteles a «tirar maíz» a los uniformados, como en 1973, si éstos no acuden al rescate cuando la situación haga crisis. Eso será en vano, dice. Además, añado yo, los mandos uniformados de hoy ni siquiera han sido capaces de preocuparse de sus ex camaradas «caídos tras las líneas enemigas», víctimas de los políticos y de la justicia de izquierda, de modo que menos se puede confiar en ellos como reserva de última instancia contra la subversión.

¿En quién se puede confiar en nuestro país hoy, entonces, para preservar un sistema de vida civilizado y proteger de la violencia extremista a los ciudadanos honrados, pacíficos y de trabajo? La respuesta es que en nadie. Entre los chilenos ya no quedan autoridades, colectividades ni instituciones en las cuales confiar.

Publicidad

Tendencias