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El tiempo de las convicciones en educación

Jorge Alarcón
Por : Jorge Alarcón Instituto de Investigación y Desarrollo Educacional (IIDE). Universidad de Talca.
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Recogiendo parte de sus propios puntos de vista, sometiendo a examen las críticas de que ha sido objeto y extendiendo, por último, algunas de las consecuencias de sus opiniones, Fernando Atria ha hecho una nueva entrega de una serie de cuatro textos esta vez sobre la cuestión de la gratuidad en educación superior.

Atria explica que parte importante de la razón de por qué sus críticos no están en condiciones de ver los aspectos del problema que él ve; de, digamos, ver el problema como él lo ve; o, aún más, de simplemente ver el problema, se debería a un cambio de paradigma. Apela así a las ideas de Kuhn en relación con la explicación de la evolución de las teorías científicas.

La idea básica sería ésta: los defensores de una teoría científica (en física o educación, biología o economía, para que funcione la analogía el punto es que dé relativamente lo mismo) aplican el modelo de explicación vigente en su campo de investigación tanto para describir los fenómenos, valorar lo que su descripción considera relevante y actuar de acuerdo a los patrones de prácticas admisibles en su comunidad, al punto de no ver los hechos que otros ven, los valores que otros aprecian y las prácticas que otros promueven. En síntesis, unos y otros están en o pertenecen a un “paradigma” distinto.

[cita]Pero que el camino no tenga salida por esta vía no constituía un problema (para mí). Simplemente porque concuerdo en que lo que está en discusión es nuestro modo de vida. El progreso logrado consiste en ver las cosas de un cierto modo nuevo. En comprender que no estamos -o no estamos solo- hablando de educación. Este logro no debe entenderse como poca cosa o como el resultado de negligencia intelectual o moral.[/cita]

En particular, Atria considera que sería dicho cambio de paradigma el que impide que los defensores de la “educación como bien de consumo” siquiera puedan comprender a la educación como “derecho social” y a fortiori que tampoco puedan percibir las consecuencias de esta comprensión.

Planteada de este modo, la cuestión está lejos de resolverse, por cuanto todavía no es posible apreciar cuál de las posiciones sería la “mejor”, “explicativamente mejor”, la “correcta”, digamos, porque cambiar de paradigma conlleva alterar los “criterios de corrección”, vale decir, justamente los estándares mediante los cuales se evalúa la verdad de una aserción, la corrección de valores y prácticas. De hecho, me parece que la analogía de Atria al referir a Kuhn permite tanto reconocer la existencia de puntos de vista dispares acerca de las mismas cuestiones, como introducir otra explicación de la diferencia. Para usar una expresión procedente de Wittgenstein: la diferencia no radica en los juicios sino en el modo de vida (=paradigma).

Pienso que este resultado, a despecho de sus apariencias, ni es problemático ni trivial. No es problemático porque estimo que la perspectiva de Atria constituye un progreso, en cuanto permite comprender la situación en virtud de la cual se suscita el debate; no es trivial porque concuerdo en que es nuestro modo de vida –y no nuestros (meros) juicios–, lo que está en juego en el debate nacional chileno sobre educación.

En la primera de sus entregas Atria alude a cómo se construye la idea de gatopardismo y señala que ella depende de una diferencia entre cambio cualitativo y cambio cuantitativo, esto es, la idea refiere a la diferencia existente entre la radicalidad del cambio y la cantidad de cosas que debieran cambiar, para que haya cambio. Pues bien, él propone entender la cuestión del cambio de acuerdo con la primera de estas perspectivas: no importa tanto la cantidad de cosas que cambien, como sí importa cuán radical sea.

Atria dice que para cambiar, bastaría con unas cuantas cosas. Ni siquiera las más importantes; más bien, las que ahora son posibles, estratégicamente posibles, de cambiar. En el sentido de Maquiavelo: las cosas que deberían cambiarse son las que se tiene ocasión de cambiar, esto es, aquellas cuyo carácter fáctico lo permite. Empezar, digamos, no por donde se debería sino por donde es posible.

¿Hay otro modo de entender lo que Atria dice? Sí. Si lo que se ha sostenido es correcto –vale decir, la diferencia no es sólo de juicios u opiniones– se sigue que el objeto del cambio es nuestro modo de vida. Atria no parece estar hablando de educación –o en cualquier caso no parece estar hablando solo de educación–; antes bien está agitando la necesidad de pensar nuestro modo de vida total.

El reconocimiento de que la reflexión de Atria hace un progreso, según se dijo, radica en producir comprensión. No es que antes de Atria, digamos, esa comprensión no hubiese estado presente o fuera peor de la que tenemos. No. Lo que Atria ofrece es otro nivel de comprensión, un nivel otro –si esta forma vaga e impropia de decirlo ayuda a eliminar toda referencia normativa que sugiera palabras como “mejor” o “más”. Este nuevo nivel deriva de la apelación a la noción de paradigma que supone concebir la posición de los contendores en el debate como consecuencia de su ser parte de comunidades (=paradigmas) distintas.

De aceptarse esta formulación, debería aceptarse la consecuencia de la mutua incomprensión de los participantes en el debate –los pro-mercado y los pro-ciudadanía, digamos– incluyendo eo ipso a Atria mismo, dada su pertenencia a uno de los paradigmas de referencia. Repitamos: se ha conseguido una comprensión nueva, sin haber resuelto, no obstante, la oposición de puntos de vista; porque, de hecho, no es en los puntos de vista donde radica la diferencia, ésta deriva de los distintos modos de vida.

De suerte que la única manera de resolver el conflicto sería apelando a nuestro modo de vida respectivo. Para hacerlo, no obstante, deberíamos estar en condiciones de salir de él y adoptar una perspectiva que no derive de nuestro modo de vida. Algo así como una perspectiva sin perspectiva ¡Cosa imposible!

Pero que el camino no tenga salida por esta vía no constituía un problema (para mí). Simplemente porque concuerdo en que lo que está en discusión es nuestro modo de vida. El progreso logrado consiste en ver las cosas de un cierto modo nuevo. En comprender que no estamos -o no estamos solo- hablando de educación. Este logro no debe entenderse como poca cosa o como el resultado de negligencia intelectual o moral. Tampoco se trata de una solución de compromiso, adoptada debido a causa de la aceptación de la igual correlación de fuerzas, es algo distinto: se trata de un problema que se escondía por detrás del aparente. Las diferencias de juicio sobre la educación son, en verdad, una diferencia en cómo vivir la (nuestra) vida.

Esta última observación hace justicia a la intuición de sentido común que reside en la recomendación de que hay que partir por lo primero: determinar qué sociedad queremos antes de responder las preguntas acerca de qué educación queremos, respecto de quién la provee, a qué costo y demás.

Del problema original relativo a la gratuidad de la educación superior, se ha derivado a este otro: ¿cómo se resuelve una diferencia en el modo de vida (=paradigma)? Todo parece indicar que esta pregunta reconduce la cuestión a la pregunta por las convicciones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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