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Los riesgos sistémicos de la globalización y la esperanza de cambio

Forzar la competitividad entre las naciones es parte de la exclusión. Nada ha cambiado al respecto: ganarán las naciones que más alienten el pillaje de sus recursos naturales y de su mano de obra, que menos hagan tributar a las empresas, y que más reduzcan sus sistemas sociales.


A un observador de lo que fueron las ofertas electorales de las candidaturas presidenciales chilenas no puede sino sorprenderle la ausencia de preocupación respecto de la persistente crisis económica mundial y el rumbo del capitalismo contemporáneo a escala universal. Hasta ahora, los países llamados emergentes han podido esquivar lo peor de la crisis mundial gracias a los precios relativamente altos de sus materias primas y una gran afluencia de capital externo. Ello ha generado una relativa mejoría de los niveles de vida y una disminución de la pobreza, aumentando los recursos disponibles a los gobiernos para fines sociales. Pero es evidente que el capitalismo que emergerá de esta crisis irá en una dirección totalmente distinta.

Los pronósticos de crecimiento de la economía mundial en el corto y mediano plazo son sombríos. Para los EE.UU. no van más allá del 2 por ciento, el Banco Central Europeo acaba de bajar sus pronósticos para la Eurozona a 1,1 por ciento, en Gran Bretaña el Gobierno se alegra de haber salido de la recesión con 0,1 por ciento de crecimiento. Japón sigue sin despegar de su estancamiento secular. China y Rusia gravitan en torno a esos núcleos. Sus tasas mayores de crecimiento, por su propia vulnerabilidad, no constituyen antídoto alguno contra el estancamiento de los países centrales.

[cita]Forzar la competitividad entre las naciones es parte de la exclusión. Nada ha cambiado al respecto: ganarán las naciones que más alienten el pillaje de sus recursos naturales y de su mano de obra, que menos hagan tributar a las empresas, y que más reduzcan sus sistemas sociales.[/cita]

En este contexto, el capitalismo mundial seguirá profundizando la brecha entre las condiciones de vida de la minoría de ricos y de la gran mayoría de la población. La receta es retroceder hacia un tamaño del estado mucho menor que el actual y privatizar al máximo las actividades productivas y los servicios sociales, reorganizar las finanzas públicas en favor de salvaguardar el sistema bancario de la inevitable deflación, liberar al capital privado de controles y regulaciones estatales y otorgarle derechos superiores a los del resto de la sociedad. Su tarea será la de viabilizar lo que Saskia Sassen ha denominado como proceso universal de «expulsión» de gente, espacios y empresas pequeñas del sistema. No hay mejor expresión de este «gran proyecto» que el Acuerdo Transpacífico de Asociación Económica (TPP) que se negocia bajo dirección de las grandes empresas transnacionales a espaldas de la ciudadanía y los órganos democráticos elegidos por ella. Obviamente, ningún(a) candidato(a) ha dicho en Chile una palabra al respecto y, de manera reveladora, nadie se lo ha preguntado.

El manejo de la crisis demuestra que la preocupación por el así llamado Estado de bienestar y el Estado social de derecho se está convirtiendo en algo del pasado. Ahora la visión predominante en los círculos de poder mundial es la de controlar a los estados para obligarlos a ser «austeros». De allí el proceso masivo de destrucción de la clase media en los países centrales a través de la eliminación o reducción de la ocupación y sus conquistas históricas en salud y seguridad social. Si antes a los sectores poderosos les costó entender que la acumulación de capital se veía favorecida por la existencia de una clase media con cierta prosperidad, hoy se ha impuesto la noción de que los costos de mantenerla son demasiado altos y que hay que reapropiarse de sus ahorros. Ya no interesa  que la juventud tenga perspectivas ciertas de empleo e ingresos, pero sí interesa que pague y, en lo posible, aumente sus deudas.

No hay que pensar que si el capitalismo global no puede retornar a tasas de crecimiento conocidas de los años 70 y 80 del siglo pasado, estaremos frente a un sistema económico más tranquilo y menos agresivo, que deje a las naciones mayores márgenes de acción para sus propios planes y deseos. Todo lo contrario. Más allá de la tendencia intrínseca a agudizar la competencia entre enormes conglomerados transnacionales, hay factores aun más relevantes. La desaceleración del crecimiento económico mundial no sólo amenaza con impedir el retorno a niveles aceptables de ocupación, sino con provocar una nueva crisis financiera, de proporciones mayores a la que se ha vivido desde 2008. Hasta ahora, los gobiernos de los países capitalistas centrales han evitado el colapso mediante políticas monetarias en favor de los bancos y la deuda pública, bajísimas tasas de interés y una gran permisividad contable de las instituciones financieras. No obstante, los efectos expansivos son mínimos.

Forzar la competitividad entre las naciones es parte de la exclusión. Nada ha cambiado al respecto: ganarán las naciones que más alienten el pillaje de sus recursos naturales y de su mano de obra, que menos hagan tributar a las empresas, y que más reduzcan sus sistemas sociales.

El capitalismo mundial está en plena crisis y se está reorganizando para seguir su senda de dominación. Las resistencias que genera este proceso, también en lo político, van en aumento. Ello abriría posiblemente ciertas oportunidades de negociación. Frente a ellas las élites políticas parecen bastante indiferentes, tanto en Chile como en muchos otros países del mundo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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